La primera vez que hice un ayuno estaba recién llegado a la Iglesia, y apenas había oído hablar algo acerca de Medjugorje. No sé por qué, aquello me entusiasmó, y pronto me decidí a ayunar aunque todavía sin saber muy bien cómo. En vez de hacerlo a pan y agua que es como enseña la Virgen, lo hice sin comer nada sólido. Así estuve todo el día hasta que al final lo quebranté hacia las 9 de la noche; porque ya no aguantaba mas y tenía que cenar algo. Pasé el día sin fuerzas, con una cierta lentitud para hablar, y con una cierta dificultad para recordar los nombres de las personas, o escoger las palabras precisas en una conversación ordinaria.

 

Cuando se lo conté al padre Fernando, que por aquel entonces era mi director espiritual, se echó las manos a la cabeza y al instante me dijo que dejara los ayunos para más adelante. Alegó que como estaba recién llegado a la iglesia, no estaba todavía en condiciones de afrontar esos ritmos intensos de mortificación. “Quizá —añadió el padre— el demonio, muy listo, quiere aprovechar que acabas de entrar en la Iglesia para fatigarte y producir el efecto contrario”.

 

Luego le comenté que iba todos los días a misa, una o dos veces al día, y que todos los días rezaba el rosario, también dos o tres veces al día, por lo que, al momento, me impuso una disciplina más contenida y adaptada a mi pequeña edad cristiana: solo un rosario al día, solo una misa los viernes y los domingos. También se enteró, por mi esposa, que me pasaba las horas leyendo las Escrituras, y también me las quitó. Todo esto fue para mí como una intensa mortificación interior, una mortificación de mi espíritu, no de mi carne, no de mis apetencias, no de mi cuerpo; sino de mi espíritu. La obediencia es la que mortifica el espíritu.

 

Es cierto que yo era un simple padre de familia, y era consciente de que no tenía por qué seguir ninguna regla de obediencia estricta como la que siguen los religiosos que hacen votos. Mi estado era otro, y mi régimen de vida espiritual, distinto. Pero por aquel entonces estaba leyendo el Diario de la Divina Misericordia de Santa Faustina Kowalska, aquel pasaje en que el Señor se le aparece y le dice algo así como que amaba la obediencia más que ninguna otra cosa, y que si Él mandaba una cosa y la superiora del convento mandaba la contraria, era más perfecto seguir el mandato de la superiora, antes que el suyo. En efecto las regla clásica de la dirección espiritual de almas  declara la preferencia del criterio de un director de carne y hueso antes que aquella otra que venga dada por vía sobrenatural.

 

Lo cual en modo alguno minusvalora los consejos que el Señor pueda dar a alguien  por vía sobrenatural, sino que trata de evitar los engaños que el demonio pueda orquestar cuando aparece revestido de ángel de luz. Ante la duda, y ante la posibilidad de que uno acabe siendo engañado, Dios mismo prefiere que mantengamos la debida prudencia, y, que por ello, sigamos la guía segura. Porque además, sucede muchas veces que nosotros, llevados de nuestro parecer, nuestra soberbia inadvertida, nuestra ignorancia ignorada o el simple error, nos creemos siempre capaces de discernir las cosas sin la ayuda de nadie. Y esto es un error. Un craso error, que podemos acabar pagando caro.

 

Por eso cuando murió el padre Fernando, retomé la dirección espiritual con otro sacerdote: el padre Pablo quien no entendía muy bien por qué el padre Fernando me había limitado tanto, pero que llevado por la prudencia y la buena fama del primero, optó por confirmar la misma disciplina, aunque algo más atenuada, eso sí, por cuanto me permitió ir a misa dos días más aparte de los viernes y los domingos que ya iba. La lectura de las Sagradas Escrituras, solo después de leerme completamente el Catecismo de la Iglesia.

 

Así que me pasé un par de años leyendo el catecismo de la iglesia, que debido a su lenguaje seco, austero, y teológico se me hacía pesado. Las Escrituras, por el contrario, están llenas de historias interesantísimas, que encandilan al alma desde el primer momento. Uno no se cansa de leer los evangelios de Jesús, ni la historia de David contra Goliat, ni la de Gedeón y los trescientos. No obstante a pesar de mis primeras reticencias, con el tiempo comprendí el gran tesoro que esconde el catecismo y le agradecí a Dios la indicación de leerlo. ¡Cuánto bien me hizo su lectura!, ¡Cuánto aprendí sobre las verdades de nuestra fe, cuánta luz recibí!.

 

Pasado un tiempo el Señor me llamó a su servicio y me envió a Colombia a evangelizar. Antes, por supuesto, tuve que hacer un discernimiento de dos años que concluyó con la bendición de envío que me hizo el padre Pablo. Curiosamente en Colombia me  encontré con algunas comunidades afectadas por los argumentos que los hermanos separados. Me encontré con familias que picaban en todas las iglesias al mismo tiempo, o que, mejor dicho, cogían lo que mejor les parecía de cada Iglesia. Qué bien me vino entonces el estudio que hice del catecismo. Había una necesidad tremenda de claridad.

 

Busqué un nuevo director espiritual en Colombia con quien pudiera mantener entrevistas personales. Se lo pedí al padre Mauricio, y un año más tarde al padre Gustavo quien me marcó un ayuno ligero de un solo turno de comida solo los viernes, también me recomendó leer los escritos de Santa Teresa de Jesús que, aunque difíciles, me hicieron mucho bien. El ayuno ligero que me mandó se me hizo mas duro que el ayuno normal que había hecho puntualmente en otras ocasiones. Tras intentarlo en varias ocasiones finalmente desistí y lo dejé. Y creo que no fue tanto por falta de fuerzas, sino por falta de ganas.

 

Con el pasar de los años al padre Gustavo lo destinaron a otra parroquia y le perdí la pista. Así que  tuve que buscarme otro director espiritual que me invitó a hacer el ayuno de Medjugorje. Yo la verdad me sentía incapaz de hacerlo, la voluntad no me daba. Pero el Señor me ayudó un día quitándome las ganas de comer. No sabía lo que me pasaba pero no tenía hambre. Podría haber pasado una semana sin comer nada, y ello no me habría supuesto ningún esfuerzo. Lo difícil era comer algo. Tanto fue así que llegué a pensar que si el ayuno que hacía no me suponía ningún sacrificio, tampoco se lo podría ofrecer a Dios. ¿Cómo le iba a ofrecer a Dios un sacrificio que no me costaba nada hacer? En esto vi una luz: el mérito no provenía tanto de mi esfuerzo personal, como de la gracia de Dios que en esta ocasión había querido quitarme el hambre, era Él, Jesucristo, ayunando en mí. El ayuno es un don. Pienso, no sé si equivocadamente, que a medida que el alma se va fortaleciendo, el Señor le rebaja la gracia, para hacernos partícipes del sacrificio. Y así con San Pablo decimos: “me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo”. (Col 1: 24)

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