Cualquier historiador bien estudiado podría sustentar una brillante exposición sobre el desarrollo histórico y político de Bosnia-Herzegovina y Medjugorje, sobre el origen racial de sus gentes, la lengua materna que aprendieron, el desarrollo cultural que atravesaron, su literatura, su música, su folclore, o la buena sazón de su gastronomía. Y sin embargo, todo esto sería secundario en relación con lo que Medjugorje significa en nuestros días. Medjugorje no es solo una pequeña población de Herzegovina que linda con Croacia, Serbia, Montenegro y el Adriático.

Medjugorje no tiene coordenadas, como tampoco es una cuestión reservada a historiadores. Medjugorje no tiene geografía, no linda al sur ni al norte, ni al este ni al oeste con ningún otro país; sus censos, su estadística, su burocracia, sus densas normativas gubernamentales nada tienen que ver con su verdadera identidad. Los números, las matemáticas, no fijan sus perfiles. No es una cuestión jurídica de lo que aquí tratamos; ni una cuestión política tampoco, su sustrato esencial.

Podríamos proveernos de largas cintas métricas para medir sus calles, la superficie de sus plazas, la altura de sus montes, cronometrar el tiempo que tardamos en llegar de un lugar a otro, calcular el volumen de sus templos, o el peso en toneladas de cada una de sus casas; más, sin embargo, ¿quién puede medir, pesar, o calcular volúmenes cuando tratamos del Espíritu?, ¿quién mide por lo tanto las grandes consecuencias del número de conversiones que se registran aquí?. ¿Cuánto pesa la conversión de un desterrado?, ¿cuánto mide el aroma de rosas que nuestra Gospa esparce por las calles?, ¿qué nivel de decibelios alcanza la melodiosa voz de nuestra Madre cuando resuena en lo profundo del corazón de algunos de sus peregrinos?

Medjugorje no se puede medir con instrumentos de medición humana. Medjugorje es una ciudad celeste. Celeste y superpuesta sobre una pequeña población del mismo nombre recogida en un mapa del mundo. Su geografía sagrada nos acompaña a todos en el fondo del alma. Allí también existe Medjugorje, un paisaje interior donde podemos ir, ponernos de rodillas, escuchar las palabras de la Madre. Podemos recorrerla sin movernos de casa: dos calles pueden darse en una misma calle, dos pisadas en una sola huella, dos lugares vivirse al mismo tiempo. Podemos por lo tanto pasear por la calle Gran Vía de Madrid, y respirar al mismo tiempo la brisa suave y fresca del amanecer de Medjugorje; comprar unas naranjas en una tienda perdida del Barrio de la América de Medellín y recordar las hermosas montañas de Bijakovici que acogieron los purísimos pies de nuestra hermosa Madre.

Respiramos por dentro Medjugorje, una experiencia viva nos acoge, un encuentro del Cielo con la Gospa; sentimos Medjugorje corriendo por la sangre. Y si su etimología nos recuerda que Medjugorje es un “lugar entre montañas”; movamos pues montañas con la fuerza de la fe, apartemos del todo los obstáculos que a veces nos impiden encontrarnos con Ella. Digamos “Medjugorje” una vez más, en nuestro corazón, en el silencio de la noche, para permanecer allí, bien recogidos, hablando con Mamá.

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