La Reina de la Paz

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La paz esté con vosotros queridos hermanos:

Me gustaría comenzar esta breve reflexión contando lo que me pasó un día con mi prima Elenita, hace algunos años, cuando en un grupo de WhatsApp de esos que tenemos en la familia, me preguntó por qué en la Iglesia Católica tenemos tantas y tantas vírgenes: la de Lourdes, la de Fátima, la de la Macarena, la del Rosario, la de los Dolores, la de Medjugorje y sigue sumando. “¿De dónde salen tantas vírgenes, Anto?” — me dijo —, “¿acaso la Virgen no es una sola?”. Le expliqué entonces qué eran las advocaciones, y le aclaré que la Virgen es siempre la misma, que lo que pasa es que cada advocación tiene que ver con la misión concreta que la Virgen asume en un momento dado y en un lugar concreto.

A eso se refieren las Sagradas Escrituras cuando relatan cómo el Señor se empeña en cambiar el nombre de algunos de los profetas o algunos de los apóstoles. Podríamos preguntarnos: ¿qué impedía que mantuvieran el mismo nombre? y preguntarnos también: ¿acaso no se limita esto a una simple cuestión lingüística que no tiene además  la menor trascendencia en el mundo real?. Pero en las Escrituras, Abram dejó de llamarse Abram para llamarse Abraham; su mujer Sarai, dejó de llamarse Sarai para llamarse Sara; Simón dejó de llamarse Simón para llamarse Pedro, y más cercano en el tiempo, el cardenal Jorge Mario Bergoglio dejó de llamarse Jorge Mario para llamarse Francisco. ¿Qué misterio encierra todo esto?

El nombre de “Simón”, por ejemplo, designa el nombre de una persona, designa el “yo” de uno, mientras que el nombre de “Pedro”, su nuevo nombre, designa una misión, la misión de ser la piedra de la iglesia, una clara expresión de la voluntad de Dios. El nombre del mundo designa el “yo”. “El nombre espiritual, designa la voluntad de Dios para el que ha muerto a sí mismo y ya no tiene un nombre mundano que le pueda designar. Este tal ha muerto a su nombre para nacer a la vida del Espíritu. Donde antes estaba su “yo” ahora está Dios. Desde ese momento, puede decir con san Pablo: “Cristo vive en mí”.

La Virgen María tampoco tiene un “yo” que designar. Toda ella está llena de Dios, es pura voluntad de Dios encarnada. Por eso se presenta en Medjugorje como la Reina de la Paz.  Y por eso su misión en Medjugorje tiene que ver con la paz de nuestros corazones. No tiene que ver tanto con el rezo del Rosario, como en Fátima donde se presentó como Nuestra Señora del Rosario, ni con la pureza de nuestros corazones, como en Lourdes, donde se presentó como la Inmaculada Concepción, ni con su misión en México donde se presentó como la Perfecta Santa Virgen María de Guadalupe porque según parece en el idioma Nahuatl, Guadalupe” significa “la que aplasta la cabeza de la serpiente”.

La paz de la que nos habla, tampoco tiene nada que ver con esa paz que describen los diccionarios de idiomas, ni con los acuerdos de paz que firman las naciones para resolver los diversos conflictos que surgen entre ellas. La paz del mundo es una cosa distinta de la paz del espíritu. Si bien aquella es una consecuencia directa de esta otra. La paz de la que nos habla es, antes que nada, una persona. Y esa persona es el príncipe de la Paz. Y ese príncipe es Jesucristo. Después de eso, viene todo lo demás, la detención de las guerras, la disipación de las revueltas sociales, la sanación de los matrimonios al borde del divorcio, el abrazo reconciliador de aquellos que mantienen enemistades enquistadas en el corazón. Porque no es una cuestión de buenas palabras, sino de la presencia del Espíritu de Dios en las personas.

En el monte Tepeyac de México, miramos el ayate de San Juan Diego, y recordamos cómo la Mujer vestida de sol vence al perverso dragón rojo que se describe en el capítulo 12 del Apocalipsis. En Lourdes nos lavamos el alma por medio de las aguas sanadoras que brotan de la gruta de Massabielle, y recordamos el capítulo 47 del libro de Ezequiel cuando describe unas aguas que brotan del templo hacia el Oriente que es Cristo. En Fátima empuñamos el arma del rosario como quien empuña una de esas espadas flamígeras con que los ángeles custodian el Paraíso, (nuestra salvación) en el libro del Génesis. En Medjugorje recibimos la paz del Santo Príncipe, recordamos aquellas palabras que dirigió a sus apóstoles antes de mandarlos en misión: “Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz”. (Lc 10:5). Consideremos pues, que en Medjugorje, la Virgen, se aparece todos los días, para entrar en la casa de nuestros corazones. Antes de hablar, saluda, con el saludo de la paz.

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