Nunca jamás Santiago, el destacado apóstol del Señor, puso sus pies sobre los verdes valles de Medjugorje, ni sobre las boscosas tierras de Bosnia-Herzegovina, ni sobre la antigua República Federal de Yugoslavia. Sus pies nunca pisaron el Podbrdo, ni coronaron la cima del Krícevac, porque muy pronto sus años se truncaron, allá por el año 44 d.C., cuando su sangre corría decapitada por las calles de la vieja Jerusalén a manos de las huestes del emperador Herodes Agripa I. Cuenta la leyenda que aunque Santiago murió en Jerusalén, sus discípulos, Atanasio y Teodoro, trasladaron sus restos a las tierras de España. Razón esta por la cual su cuerpo ahora reposa bajo el altar mayor de la Catedral de Santiago de Compostela donde puede verse, resplandeciente, su sepulcro dorado.

Y si es verdad que Santiago no subió más arriba de España, no es menos cierto que su legado trasciende, mas allá de las fronteras políticas y naturales que el hombre y sus instituciones quieran inventarse. Su nombre ha llegado a todas partes; sus hijos que somos todos nosotros, llevamos algo de su espiritualidad impreso en nuestro ADN cultural. Porque Santiago recorre el mundo a lomos de su caballo blanco que es el caballo del Espíritu. Y porque de todo ello rinden cuenta la multitud de templos, capillas, catedrales, colegios, y universidades… de toda la geografía mundial que se consagran a su nombre. Ahí están como botón de muestra.

Los feligreses de Medjugorje que viven bajo los auspicios de la parroquia de Santiago, quedan bajo la protección de su espíritu, y por tratarse de un lugar de apariciones, nos recuerda aquel acontecimiento del Pilar en Zaragoza (España) donde un día del año 40 d.C., el mismo Santiago recibió la primera aparición de toda la historia. Santiago vio a la Virgen, junto al Ebro, sobre un pilar de jaspe de 36 centímetros y medio. Me gusta pensar que Medjugorje también tiene un pilar de jaspe 36 centímetros y medio y que este pilar es el mismo monte Podbrdo donde la Gospa posó por primera vez sus purísimos pies un día de 1981 ante el rostro estupefacto de seis chavales anónimos que casualmente andaban por allí.

Quienes entran, por tanto, en la iglesia de Medjugorje entran en el corazón del apóstol Santiago, en el recuerdo de su vida memorable y su bautismo de sangre. Y quienes entran en el corazón del apóstol Santiago entran en el corazón de Cristo. Entrar en Santiago es entrar en Cristo, porque Cristo está en el fondo de todos los corazones de todos los santos de nuestra Iglesia. Él es el fundamento de todo, columna y base de la Verdad, el Nombre sobre todo nombre. Él es el altar sobre quién presentamos nuestras pobres ofrendas al Padre Celestial, Él es el altar de nuestro corazón, Él es el altar de la Iglesia de Santiago. Siempre está ahí, en el fondo: ofreciéndose.

Y para rizar más el rizo podemos añadir que el altar de la Iglesia de Santiago es además el verdadero pesebre de Medjugorje donde todos los días en cada eucaristía nace el niño Jesús por medio de ese vientre inmaculado que son las manos consagradas de los sacerdotes. Allí nace al amparo de esa santa compañía que son José y María, representados por los dos cirios encendidos del altar. A nosotros, la asamblea litúrgica de cada eucaristía, nos queda el consuelo de ser los pobres animales del establo de Belén, que hambrientos se presentan ante el santo pesebre de los manjares celestiales. La blanca Navidad oculta nos convoca en el diario vivir de nuestras misas. Santiago, en Medjugorje, nos invita a pasar.

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