San Leopoldo Mandic se pasó casi 40 años confesando a la gente, todos los días, durante más de 10 horas diarias. No paraba. De todas partes llegaban a su confesionario, de todas las clases sociales, gentes que se arrodillaban en su confesionario para pedir a Dios misericordia. Quiso ser misionero, recorrer las naciones para impartir el mensaje evangélico, pero su frágil condición física, unido a algunas dificultades que tenía para hablar, y por supuesto la voluntad divina, dispuso su camino en un sentido diametralmente opuesto: la mortificación en el metro cuadrado que ocupa un confesionario: su cruz y su santificación.

Montenegro custodia los ecos de su niñez, sus huellas, su metro treinta y cinco de estatura y sus primeros 16 años de vida. Porque muy pronto se trasladó al seminario capuchino de Venecia y más tarde a la ciudad italiana de Padua donde ejerció santamente su ministerio. Murió en 1942, con 76 años, mientras se preparaba para la misa, cuando un cáncer de esófago certificó su defunción.

La muerte sin embargo no pudo detener la expansión de su espíritu, que llega hasta nosotros de muchas maneras; pero también, por medio de esta estatua, en tamaño natural, ubicada en uno de los laterales de la Iglesia de Santiago en Medjugorje. Por eso cada vez que pasamos por delante suya recordamos quién era, su santidad, su intercesión, su carisma: su sombra nos protege del taimado enemigo de las almas.

Si lo miramos bien no hay un lugar mejor que este en Medjugorje para poner la estatua de este santo. Su sitio es la explanada de los confesionarios. Porque además el sacramento de la reconciliación se ha incorporado a Medjugorje como una de las claves esenciales de su espiritualidad. Hay que pasarse un día por aquí para para ver cómo se las gasta Medjugorje con el tema de la confesión. Hay que ver la conversión masiva de los corazones en la intimidad de los confesionarios: las filas de penitentes, la multitud de los confesores, la variedad de idiomas que se consignan en los numerosos letreros de los confesionarios…

Yo, la verdad, no he visto nunca nada igual en mi vida, en ningún otro santuario del mundo, en ninguna otra iglesia, en ningún evento especial de carácter religioso: nunca he visto una explanada tan llena de sacerdotes y penitentes como esta. Pareciera que en la explanada de San Leopoldo los sentimientos santos que convoca este sacramento emergen de lo profundo del corazón con un hambre voraz: el hambre de los confesores por confesar, y el hambre de los penitentes por ser confesados. Todos son atraídos hacia la única fuente del amor y misericordia de Dios de una manera misteriosa.

San Leopoldo Mandic se pasó más de media vida confesando penitentes, sanando corazones, liberando almas de la carga del pecado. El confesionario era su cruz. Allí estuvo sin bajarse, firme como una estatua, con las manos extendidas y los clavos profundos, aguantando el chaparrón. Su estatua en Medjugorje no es una estatua cualquiera, no es una simple estatua de material de bronce; San Leopoldo custodia su explanada, reluce como el oro cuando consideramos las buenas consecuencias que el sacramento implica al confesarnos. Él lo sabía muy bien: la vida eterna pende de un simple acto de contrición sincero, de un acto de humildad, de una sola palabra articulada con todo el corazón en un momento dado: “Misericordia”.

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