La multitud se aglomera alrededor de un hecho escandaloso, pero también que incita a la curiosidad morbosa de la mente humana. Ante Jesús es llevada una mujer sorprendida en flagrante adulterio (Jn 8,4). Muchos quieren saber quién es la mujer, y seguramente los vecinos dirían “yo ya me lo sospechaba”. El rumor se corre de boca en boca, sin necesidad de redes sociales, pero con una efectividad no menos exitosa, para tener a un buen número de personas de espectadores en aquel incidente. Imagínense…para ir a la sinagoga había pretextos, pero para esta escena todos dejaron sus quehaceres.

Según el relato, la mujer se salva de ser apedreada físicamente. Pero hay algo que podríamos dejar pasar inadvertido. La mujer sí fue apedreada. Las miradas, los comentarios, las burlas, los señalamientos, los dedos acusándola. Las heridas emocionales son más dolorosas y más difíciles de borrar. Esta mujer fue víctima del juicio de quienes se creían superiores moralmente y por tanto con la autoridad para lanzarle piedras (Jn 8,5). Pero el corazón herido de esta mujer tenía seguramente una historia. Alrededor de un pecado siempre hay circunstancias, hechos, una gravitación emocional que arrastra y toca en lo vulnerable de la persona humana, herida en su ser.

La mujer está desbastada, desplomada a los pies de Jesús. No tiene fuerzas emocionales, y las físicas se le han disminuido con la vergüenza y el llanto. Jesús empieza a escribir en el suelo…y dice simplemente “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra” (Jn 8,7) …”Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio” (Jn 8,9)

Me pregunto, ¿Y si la Santísima Madre del Verbo Encarnado, la Toda Pura, la Inmaculada, hubiese estado allí? Ella sería la única que hubiese podido lanzar piedras a la adúltera y con toda justicia, puesto que Jesús autorizó al que estuviese libre de pecado para tirar piedras a la adúltera.

Pero, qué sucedería en cambio, si la Madre Santísima hubiese estado en aquella escena, estoy completamente seguro que lanzaría una mirada materna a la mujer adúltera, la acogería en su corazón, y rogaría a Jesús para que sanara el corazón roto de esta mujer.

No basta con seguir el Ritual del Sacramento de la Penitencia, sino en sentir en el corazón de sacerdote el amor por la oveja herida y la capacidad para vendar sus heridas, sean cuales sean, cargarla en los hombros con un seguimiento espiritual y ayudarle a avanzar en su camino hacia Dios.

Precisamente, el mismo sacerdote debe haber experimentado esta misericordia en su vida, de tal manera que reconociéndose pecador y frágil, renuncie a ser juez de sus hermanos y se convierta en puente de la misericordia divina que sana y que salva, pues él mismo, que conoce perfectamente sus debilidades, es capaz de comprender el corazón humano, herido y sediento de felicidad.

Si la Madre hubiese estado allí, estoy seguro que no lanzaría la piedra precisamente porque no tenía pecado: el pecado de creerse superior a los demás. Jesús no sólo dirige unas palabras a la adúltera, sino, la mirada de misericordia que sana y limpia, que consuela y reconforta, que libera e ilumina.

La Madre nos contempla a cada uno de nosotros, y nos ve a lo profundo del corazón. La misericordia triunfa sobre el juicio.

Rev. Padre Augusto César Marín Arauz

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