Contaba yo, por aquel entonces, unos 15 ó 16 años, cuando mis padres nos mandaron a mi hermano y a mí, un mes a Irlanda para aprender Inglés, con el colegio. A los recién llegados nos acomodaban con familias irlandesas católicas que nos daban la manutención y el alojamiento, gente muy maja la verdad y muy querida. El caso es que cada día de entre semana teníamos que ir a la residencia de los profesores que quedaba a unos 15 minutos andando, y era donde se desarrollaba todo el programa de estudio establecido para cada día. Allí nos esperaban 4 ó 5 horas de clases intensivas de inglés diarias y un tute deportivo de unas dos horas a base de baloncesto, futbol o voleibol según el día y el cruce de los grupos.

Lo mejor de todo es que aquella gente se tomaba muy en serio todo lo que tenía que ver con nuestra vida espiritual. Y por eso no había día que no rezásemos el rosario en el salón de la residencia. Era todos los días, puntuales, sobre las 4 de la tarde, lo hacíamos en inglés y con letanías, sin música ni nada, a palo seco, todos juntos. Confieso que aunque era la primera vez que lo rezaba así tantos días seguidos y con tanta constancia, aquello no me fatigaba demasiado. Caso raro la verdad. Tampoco voy a decir que fuera algo gustoso, porque no lo era. Implicaba un esfuerzo que no voy a negar, pero, una vez vencidos las primeras reticencias de la carne, lo sobrellevábamos con buen ánimo. Lo mejor de todo era rezarlo todos juntos. Eramos unos 50 ó 60 tíos rezando al mismo tiempo como un solo hombre, y aquello, por ese solo hecho, era hermoso. Sentíamos la hermandad.

Cuando terminó aquel mes en Irlanda, ni mi hermano ni yo volvimos a coger ningún rosario en las manos. Ni siquiera caía un padrenuestro cada noche. Nada de nada. Volvimos a nuestras vidas de católicos al más puro estilo de “no practicantes”. Ahí quedaron aquellos avemarías que rezamos en Irlanda, en los que no se nos dio la meditación mental de los misterios, ni nos vimos repentinamente envueltos en ningún estado de contemplación mística, ni sentimos por dentro los episodios de la vida del Señor; ni nos ardió el corazón como a los dos de Emaús, ni tuvimos lágrimas gozosas, ni gustos especiales. Nada de eso. Aquellos eran rosarios fríos que ejecutábamos como pobres papagayos entrenados para encajar el ritmo de nuestra oración con el ritmo total que marcaban los demás.

Ahora que pienso un poco más en ello me doy cuenta que hasta para rezar un simple avemaría del rosario se requiere el don. Sin el don no es lo mismo. Y nosotros, por aquel entonces, no lo teníamos. Nos faltaba. No conocíamos al resucitado como se debe conocer, con un poco de chispa, y un poco más de Amor. No por los libros, ni por las homilías, sino por la vía de la experiencia, que es otra cosa diferente. Porque para rezar hay que hacerlo con amor, y para eso primero hay que sentir ese amor. Y para sentir ese amor de Dios hay que recibir el don de experimentarlo. Ahí estaba el problema. Sin saberlo estábamos todavía a la espera del don.

Por eso, a pesar de la frialdad con que rezábamos, aquellos rosarios eran rosarios en cierto modo santos. Lo eran por la sencilla razón que hacíamos todo lo que buenamente podíamos. Y por eso creo que ni Dios ni la Virgen podían reprocharnos nada. Por más que quisiéramos nunca podríamos rezarlo como lo rezaban los pequeños videntes de Medjugorje, que fácilmente se podían meter para el cuerpo tres o cuatro horas de oración continua sin enterarse. Nosotros no. Sus niveles estaban muy por encima de nuestros niveles. Ellos tenían el don. Nosotros no. A nosotros nunca se nos apareció la Virgen, ni nunca pudimos admirar la belleza de su sonrisa, ni nunca escuchamos su voz, ni nadie nos enseñó nada de la oración más allá del mero rezo vocal.

Cuento una anécdota que creo que resume muy bien el tema del que estamos hablando y que además muchos de nosotros, que somos padres de familia, hemos vivido con nuestras familias. El otro día mi hija me regaló uno de esos dibujos que suele hacer en la guardería: el monigote típico con un letrero abajo escrito en letra grande y torcida que decía: “Papá te quiero mucho”; alrededor había un montón de corazones rojos que adornaban la escena y daban al dibujo un halo de candor inolvidable. Aquel dibujo no era un Picasso, ni un Velázquez de esos que se conservan en el Museo del Prado, ni era un retrato hiperrealista firmado por Eduardo Naranjo. Era un lindísimo dibujo de una niña inocente que quería expresar sus sentimientos como mejor sabía. Los tengo expuestos todos en una de las paredes de mi habitación, los colecciono como perlas preciosas. Pienso si acaso puede un Goya tocar el corazón de un padre de familia como un simple dibujo realizado por nuestros hijos. Creo que con el rosario sucede parecido. Lo rezaremos mejor o peor, pero a sabiendas que el rosario perfecto no exige de nosotros los dones y las gracias que todavía no se nos han concedido. Como aquellos dibujos, durante mucho tiempo, nuestros rosarios fueron, rayones, garabatos, monigotes en manos de una Madre muy querida. Rosarios conmovedores que hicieron sonreír hasta el último de los ángeles del paraíso.

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