Cursaba yo bachillerato, en el colegio, cuando Juan, un compañero de clase, después de insistir mucho me llevó a una iglesia donde se celebraba una misa de la novena de Navidad de aquel año. Recuerdo que nos sentamos en una de las bancas traseras de la iglesia y, que desde que empezó la misa hasta que terminó, me comprometí conmigo mismo a no seguir su desarrollo litúrgico en ningún sentido. Estaba presente, sí, delante de Dios, pero con el corazón en mis cosas. Aquel día me dio un ataque de esos de “coherencia personal” con mi, —digámoslo así—, “agnosticismo recalcitrante” y los agnósticos de mis tiempos como yo dábamos por irresoluble aquella pregunta por la existencia de Dios.

Así que me las pasé toda la misa negándome a ponerme de pie en los momentos en que en la misa uno se tiene que poner de pie, o negándome a ponerme de rodillas en los momentos en que en la misa uno se tiene que poner de rodillas. Permanecí, sentado, sin más, todo el tiempo, hasta que por fin terminó aquella larga hora. Cuando Juan me preguntó que qué era lo que me pasaba, y que por qué estaba tan apático, le respondí algo así como:“mira tío, es que a mi estas cosas no me gustan, yo no soy católico”. Mi actitud rebelde era el contrapunto perfecto a la piedad y la devoción con la que Juan vivió la misa. Pero como el buen sacerdote que llegaría a ser, se esmeraba en volcar todo su apostolado sobre mí, y siempre, con redoblada paciencia, e insensible a la frustración de mis constantes noes y mis insufribles impertinencias de juventud.

Creo que algo de ese sopor que yo viví en mi primera juventud es el que ahora experimenta mi hija cada vez que rezamos por las noches, o cuando los domingos vamos toda la familia a misa. Lo peor es cuando el calendario litúrgico prescribe misas obligatorias y solemnes, y su idioma infantil lo traduce como: “misas largas”. En lo que llevo de misionero aquí en Colombia me he encontrado con pocos niños piadosos, pocos no, poquísimos. Un día conocí uno en una de esas jornadas de evangelización que solemos hacer en el barrio Nueva Jerusalén de Medellín. Una madre trajo a su hijo de 8 años a nuestro grupo de oración, y el niño… ¡había que verle!, la piedad con la rezaba el rosario completo, sin signos de cansancio, sin signos de ¡qué pesado!, había que verlo ¡cómo escuchaba las predicaciones!, ¡qué atención!, qué devoción ponía. Este niño, todos los sábados, le recordaba a su madre la hora del grupo para que no se olvidara.

Pero lo cierto es que no siempre es así. Estos son casos excepcionales. Los niños, en general, son más bien distraídos, y nuestro problema sigue siendo el de hacer que lo que a ellos les parece un árido desierto se les convierta en el mejor lugar en el que se puede estar. Pero claro este milagro no se puede dar sin el Espíritu Santo que es el que lo transforma todo. Yo me pasé mas de media vida sin sentir el Espíritu Santo. Solo mi amigo Juan, los compromisos familiares y mi esposa conseguían que alguna vez pisara una iglesia. Y cuando iba todo me parecía insoportable, ¿las homilías?, vacías, ¿las plegarias? un tostón, y lo único que se me pasaba por la cabeza eran cosas como “a ver cuándo termina esto”. Evidentemente no tenía el Espíritu Santo.

Pero un día vino y, cuando sucedió, la cosa ya pintaba de otra forma: con el Espíritu lo que me parecía un desierto insoportable se convirtió en un jardín de rosas resplandecientes, un jardín donde todo me hablaba, desde la señal de la cruz que se hace al inicio de la misa hasta la bendición final, pasando por las lecturas y las homilías en las que sentía como Dios me hablaba concretamente a mí, todo era luz, todo era amor, todo era un encuentro verdadero con Dios. Y así, como un Ferrari, pasé de 0 a 100 en un segundo, de no querer ver una iglesia ni en pintura, a ir todos los días sin descanso.

Muchas veces me he preguntado por qué razón el Espíritu Santo no sé manifestó antes en mi vida, por qué tardó tanto en darse a conocer. Por qué el día que fui con Juan a misa aquel día de mi juventud no se hizo notar, por qué las otras veces que fui con mi familia a una boda, a una comunión, o un bautizo permaneció en silencio. ¿Por qué tuvieron que pasar la friolera de 35 años para que empezara a ver las cosas como realmente son?.

Después de darle muchas vueltas, pienso que que todo aquel desierto que recorrí durante tantos años, es uno de los tesoros más grandes que Dios me regaló a pesar de no merecerlo. Porque gracias a ello ahora puedo ponerme un poco en los zapatos de aquellos que todavía no conocen el amor de Dios y vagan todavía por el arduo desierto de la fe, y puedo consolarlos un poco, darles palabras de ánimo, comprender un poco sus “ateísmos”. El Espíritu Santo se pasó 35 años enseñándome el magisterio de la misericordia, el magisterio de la compasión hacia los demás. Dios estaba formando mi corazón rebelde en el caldero del silencio divino, con la ayuda de sus fieles instrumentos. Como mi amigo Juan cuando yo no veía y me acercaba a Dios; como el perro lazarillo que ahora soy yo para mi hija hasta que vea.

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