Ana y yo nos casamos un 7 de diciembre de 2012, en una hermosa ciudad española llamada San Sebastián, una ciudad enmarcada por las aguas de la playa de la Concha, custodiada por la catedral del Buen Pastor, y aderezada con una suculenta gastronomía local que derrite los paladares más exquisitos. Recuerdo que la lluvia nos dejó un hermoso arcoíris en el horizonte del mar y, el horizonte: un porvenir prometedor.

El cursillo prematrimonial lo hicimos en Madrid de la mano del padre Manuel, un intensivo de fin de semana en el que uno de los ponentes sacó a relucir las estadísticas de divorcios del último año registrado. Nos clavó la mirada y nos dijo: —Según las estadísticas, el 20 % de los que estáis aquí, en cinco años, acabaréis engrosando el índice de fracasos matrimoniales”.

Eran unos números altos, avalados por lo que uno percibe en su entorno: familiares, amigos, conocidos, compañeros de trabajo, víctimas de las terribles fauces de la separación y el divorcio. Se han generalizado tanto, que parece que lo normal sea eso. Y lo peor de todo es que, por lo que parece, tampoco en la iglesia nos salvamos de esto. Hace unos años estaba metido en un grupo de oración de mi parroquia donde la mayor parte eran mujeres separadas. En otros grupos a los que pertenecí, pude comprobar la misma tónica.

Hace unos años fuimos a evangelizar a uno de los barrios más deprimidos de Medellín, éramos un grupo de la parroquia de “la Chinca”, íbamos todos los sábados para dar unas catequesis a unos niños. A primeros de febrero abrimos un proceso de inscripción previa. Teníamos unos cien niños inscritos. En las inscripciones recabábamos datos sobre la estructura familiar de cada cual. Me impresionó que el 80 % de las familias que anotamos eran familias desestructuradas: madres separadas que vivían con padrastros, y viceversa, niños que vivían con otros niños que provenían de otras relaciones de pareja.

En el colegio de mi hija se sigue la misma línea. Un día mi hija, con cara de no entender bien lo que pasaba, me preguntó: —papá, dónde están los papás de los otros niños, ¿no tienen papás?. Todos sus amigos son niños de padres separados. Algo debemos estar haciendo mal para que se haya perdido la estabilidad familiar que antaño si se daba.

Confieso que mi esposa y yo íbamos por el mismo camino. Estuvimos a punto de caer en ese abismo del 20 % de las estadísticas. Hubiéramos caído, si no fuera porque el Señor, en el último momento, nos tendió una mano. Nuestro primer año de casados fue como vivir dentro de una espiral de discusiones y malos entendidos, faltas de respeto.

Justo cuando le dije a mi mujer que lo dejáramos, me propuso acudir a un servicio de parejas que tenía el obispado de Alcalá de Henares. Yo por aquel entonces no era precisamente católico, pero aún así acepté, por aquello de agotar el último cartucho. Después de varios meses, los dos nos dimos cuenta de que aquello no funcionaba. Al contrario, parecía que íbamos a peor. Las discusiones seguían y la distancia entre los dos era cada vez mayor. Sin embargo, lo que no pudieron hacer los orientadores de pareja, con toda su buena voluntad y experiencia, lo hizo el Señor en un par de segundos. Lo hizo aquel día en que, estando yo todavía alejado de la iglesia, me atravesó un rayo de luz en el que, por un instante, pude ver claramente al enemigo que perturbaba nuestra vida matrimonial: el demonio. Esta experiencia marcó un antes y un después.

Así es como de repente, me vinieron unas ganas tremendas de luchar por mi matrimonio. Pocos meses después, casi sin darme cuenta, me volvieron aquellos sentimientos perdidos de amor hacia mi esposa. ¡Había sido tan difícil ir a las citas que los orientadores nos marcaban por esa falta de amor que ya no teníamos! Se pusieron muy contentos cuando se enteraron de todo lo que nos había pasado. No daban crédito. Les parecía imposible una sanación tan repentina de un matrimonio por el que nadie daba un duro.

No sin dificultades pasaron los años. Cambió nuestra forma de afrontar los problemas, porque ahora teníamos al Señor, y contábamos con Él para todo. Teníamos el evangelio metido en la cabeza,  vivíamos arropados por el manto de la la Iglesia, la eucaristía, la confesión… Todo era distinto. Había discusiones, problemas, desavenencias, sí, pero teníamos las armas. Cada vez que nos pasábamos de la raya nos pedíamos perdón, y buscábamos la confesión. Empezamos a funcionar con nuevas reglas.

La psicología ayuda mucho, pero no es suficiente. Se requiere algo más. Las heridas profundas del pecado solo pueden ser sanadas con la gracia de los sacramentos, solo el poder de Cristo puede llegar allí. ¿Cómo vamos a vencer los enemigos espirituales de los matrimonios, con espadas de acero, terapias de catedráticos o libros de autoayuda y superación? Los enemigos espirituales requieren ser combatidos con armas espirituales. Necesitamos boca para la eucaristía, rodillas para la oración, oídos para la escucha del Espíritu, vientre para el ayuno, manos para la caridad, ojos para el hermano, pies para cumplir la voluntad de Dios, y corazón…, corazón para Cristo.

Unos años después fuimos a Medjugorje. Al terminar la misa vespertina mi esposa fue a confesarse. Yo la esperaba fuera apostado sobre una farola. El padre Jose Luis que así se llamaba el confesor, tenía una larga barba blanca, una de esas barbas que llegan hasta la mitad del pecho, parecía un ermitaño de esos que vive en el desierto. El caso es que no sé lo que le dijo mi esposa que nada más darle la absolución me pidió que pasara. Supuse que me iba a llamar la atención por algo que hice.

Allí, en presencia de mi esposa, sin saludarme, entró directamente al grano con estas palabras que jamás olvidaré: —¿De qué venís discutiendo por el camino?. Al principio no entendía bien a qué se refería. Yo no venía de discutir con nadie, ni venía de andar por ningún camino. Pero al instante me vino a la cabeza unas palabras del evangelio, comprendí que el padre estaba citándolo, aquel pasaje en que los apóstoles discutían sobre quién era el más importante de entre ellos. Cuando Jesús escuchó la discusión les dijo: “¿De qué venís discutiendo por el camino?. Luego el Señor los corrigió. El Padre José Luis quería señalar la soberbia que envenena la vida matrimonial. Uno quiere ser más que el otro y los dos se pelean. Enseguida el padre añadió: —Antonio, el que quiera ser el primero que se haga el último. No lo olvides: el primero que cede en una discusión es el primero a los ojos de Dios”. Aquellas palabras se me clavaron en alma, eran palabras ungidas, tocadas por una dulzura que no era de este mundo. Era Jesús hablándome a través de ese sacerdote.

A ellas les debo el haber podido desactivar algunas bombas que en nuestra vida matrimonial, se pusieron en marcha con esa terrible cuenta atrás de diez segundos. Bombas que hay que desactivar lo antes posible no sea que en un descuido al día siguiente uno amanezca divorciado. Aquellas palabras iban creciendo en mi interior, les daba vueltas y más vueltas, las saboreaba, buscaba su sentido más profundo. Así se inició para mí un lento proceso de purificación interior en el que cada discusión se presentaba como una oportunidad para humillar mi tan manida soberbia. Había que matar ese amor propio, ese lobo malvado que crece por dentro de uno y engorda de egoísmo.

Hace tiempo que rebasamos el hito de los 10 años de matrimonio y puedo decir que no ha sido nada fácil. No ha sido nada fácil pero al mismo tiempo ha sido lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Si volviera a nacer mil veces, mil veces me casaría con mi esposa. Mil veces me abriría a la vida. Mil veces le diría “sí” al Señor. Está claro que un matrimonio perfecto no es perfecto porque todo salga a pedir de boca; es perfecto porque siendo como somos pobres hombres, mortales, e imperfectos, renunciamos totalmente a la idea de estar el uno sin el otro. A esta santa renuncia de no poder estar el uno sin el otro le debemos nuestra purificación. Creo que este es el camino de los esposos, nuestro proceso de conversión, la paradójica manera de vivir un matrimonio perfecto.

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