Aceptad la misión y no temáis: os haré fuertes. Os llenaré de mis gracias. (02/09/12)

 

Tenía la parroquia un grupo pastoral de catequistas que mandaba a los barrios populares de las  siempre olvidadas y lejanas periferias de Medellín. Un servidor formaba parte de este grupo. Era el recién llegado, el cuarto catequista, el último de todos. Y todos los sábados hacia las doce en punto tomábamos un taxi que nos dejaba cerca. Porque había una quebrada, que atravesaba el barrio e impedía el paso del taxi hacia los puntos más altos de la zona. Tomábamos entonces motocarros a unos 3.500 pesos por cabeza. Aquellas motocarros pocas veces topaban con obstáculos imposibles de salvar: se atrevían con todo, llegaban a cualquier sitio.

Nuestra compañera Pilar siempre subía con el miedo metido en el cuerpo, temía por los baches del camino, por las piedras, y las malas frenadas, por aquellos cambios bruscos de nivel que las lomas tenían, y que en un descuido podían provocar que aquella motocarro de tres ruedas se volcara y nos plantara repentinamente en el barro. Por eso ella siempre se sentaba en el asiento de en medio. Un día le preguntamos a uno de los conductores si era fácil volcar, si eso alguna vez había pasado. Su respuesta nos dejó sin palabras: —“Todas las motos vuelcan, menos esta que no ha volcado nunca”

Por lo demás, era todo un espectáculo ver todas aquellas casas enfiladas de obra negra montadas sobre las cuestas que subíamos, apiladas una tras otra sobre los trechos empinados, casas sin acabados que flanqueaban un largo recorrido de barro, tierra y piedras hasta el alto del sector de “La paz” donde nos bajábamos. En este sector teníamos cien niños registrados para las catequesis. Aunque luego con el pasar de los meses se quedaban en treinta, treinta y cinco, más o menos que aguantaban el año. Contábamos también con un espacio hábil para impartir las catequesis, gracias a que, años atrás, nuestra coordinadora solicitó a las instituciones la concesión de unas parcelas que finalmente le concedieron. Con donaciones hizo la escuela que explotamos, también en obra negra. Otra parte se la donó a la iglesia, que construyó enseguida una casa cural para los montfortianos, y una linda capilla con tablas de madera que una tarde muy mala, una ventisca, se llevó por delante.

Lo peor de todo era cuando se largaba la lluvia, “el aguacero” como lo llaman aquí, y nos cogía en medio de una clase. Dar clases con la lluvia era imposible. Su impacto en el tejado metálico de zinc era insufrible, siquiera alcanzábamos a escucharnos. Tales días había que improvisar. Nos las ingeniábamos para sacar adelante la clase sin morir en el intento. A dibujar tocaba en el cuaderno, a adivinar la mímica del cuerpo, a descubrir las frases silenciosas de los labios. Siempre nos inventábamos algo.

Siempre recordaré mi primer sábado como catequista. La coordinadora me presentó a los niños y enseguida los niños me hicieron un cerco de preguntas. Si no me hicieron mil preguntas no me hicieron ninguna. También me recomendó adquirir el catecismo del padre Gaspar Astete, un catecismo muy práctico de preguntas y respuestas, todo breve, muy breve, como debe ser. Lo compré por tres mil pesos en la tienda de artículos religiosos que hay al lado de la Iglesia de mi casa. Este catecismo nos servía de guía para las clases. Los grupos nos los repartimos por edades. A mí me asignaron el grupo que dejó Piedad Lorena, la anterior catequista, un grupo que rondaba entre los 10 y los 12 años.

Los sábados siguientes sin embargo no fueron tan amenos. Tomé, como de costumbre, unas diez sillas de plástico blanco, las puse en círculo, y comenzamos con la señal de la cruz. Ya no recuerdo bien lo que les dije, pero pronto me vi pobre del todo, inútil, torpe, sin ninguna pedagogía. Ese día descubrí que los niños y yo hablábamos lenguajes diferentes: yo hablaba el lenguaje de los abogados, y ellos el lenguaje de los niños. Y no sabía cómo adaptar mi manera de expresarme, cómo hacerme entender con un lenguaje claro y apto para todos los públicos. No tenía palabras sencillas en la boca. Tanto tiempo encerrado entre expedientes y libros de derecho me dañaron el habla; tanto tiempo metido en los juzgados de Plaza de Castilla, merendando jurisprudencia y doctrina jurídica, me robaron la simplicidad.

Tenía que sanarme de toda aquella pedantería que manejaba si quería llegar el corazón de aquellos niños. Las palabras, el tono, la ternura, el buen humor que todo lo atenúa, tenía ante mis ojos la tarea de las tareas: volverme niño. Sentir como un niño, pensar como un niño, hablar como un niño. Pronto entendí que la catequesis de niños no es la catequesis que un catedrático imparte desde lo alto de una tarima. La catequesis de niños es la catequesis que un niño da a otro niño.

Los sábados pasaban y mi incapacidad se hacía cada vez más manifiesta. Los niños no me hacían caso. Tampoco a las otras catequistas que algunas veces salían llorando de la clase. Lo de hacer silencio era misión imposible. En cuanto me giraba para llamar la atención a los de mi derecha, los de mi izquierda aprovechaban para meterse puñitos en las piernas, bolitas de papel contra la cara, o collejas velozmente en el cuello. ¡Aquello era desesperante!. Solo me quedaba un cosa: pedir a Dios la gracia, la insistente oración que con frecuencia salía de mis labios: “Concédeme Señor la gracia de transmitir la fe a los niños”.

Un día estaba yo explicando algo cuando uno de los muchachos me pidió permiso para ir al baño. Yo, bondadosamente, se lo di, y le dije: —no tardes mucho. El baño quedaba afuera del recinto. Había que salir para volver a entrar. Pasado un minuto otro niño me pidió permiso para lo mismo. Luego otro, después otro, y así sucesivamente con tres o cuatro niños más. Al final me quedé con cuatro niñas sentadas en el círculo de sillas, las cuatro más calladas, buenas, y responsables. En un momento dado miré hacia atrás y comprendí lo que había pasado. Estaban todos fuera echándose un partido de futbol. Se habían ido a jugar. A todo ello se unió el severo y merecido regaño de la coordinadora que con toda razón me dijo que los niños no aprendían nada conmigo. ¡Era así, era así!

Los primeros seis meses hasta que me adapté fueron muy sufridos, y la verdad, por dentro deseaba abandonar la catequesis, irme, le pedía a Dios con insistencia que me sacara de allí y que mandara en mi lugar a cualquier otro catequista. Por malo que fuera, siempre sería mejor que yo. Sin embargo aguanté todos aquellos sábados, calculo que tres años, solo porque sentía en mi interior que Dios me lo pedía. Recordar eso me daba fuerzas pues no quería desatender su llamado. Así fue como entendí una clave esencial de la misión, que podríamos resumir en esta frase: “la obediencia concede fortaleza”. Aquel que ve a Dios en las palabras del superior se reviste al instante de una fuerza, —sobrenatural diría—, que le hace capaz de aguantar lo que se le venga encima, necesaria para afrontar la penosidad que la misión implica.

El caso es que le daba tanta lástima a la coordinadora que al final me cambió de grupo. Ella, tan querida, se quedó con el mío y yo me quedé con el suyo que eran los que tenían entre 14 y 15 años, un poco más maduros. La cosa mejoró un poco, pero no mucho, porque el problema no estaba tanto en los niños, como en mi propia torpeza. Así que seguía con el bajón. Me consoló mucho aquella tarde en que la coordinadora me pidió explicar el evangelio del domingo a toda la asamblea. Faltando apenas unos pocos minutos para empezar la clase me rondaba la idea de que por mi incapacidad los niños quedarían en las manos de este mundo de tinieblas, sin recibir el preciado don de la fe. Esto me daba vueltas sin parar en la cabeza y me ponía muy triste. No sé si sería cosa del demonio pero el caso es que me entristecía mucho. Estaba así sumido en estos pensamientos cuando al momento, como si me hubieran leído el pensamiento, cuatro niños dejaron de jugar, se levantaron de sus sitios, y vinieron de pronto, al mismo tiempo, para darme un abrazo, un largo abrazo consolador. Era el abrazo de Dios, el consuelo divino que esta vez se me daba a través de los niños. Entonces me acordé de aquel versículo que dice: “Todo lo puedo en Aquél que me conforta”

Yo sé de uno que una circunstancia como esta fue a ver al Señor a la capilla de adoración perpetua y allí a solas con el Señor, en intimidad con Él le reprochó: —¿y por qué yo, Señor?, ¿por qué me has mandado a mí, es que no había otro mejor? Aquel día abrió la Biblia al azar buscando una respuesta y le salió el pasaje en que el profeta Jeremías le decía al Señor que él no sabía hablar, que era un niño y que buscara a otro más dispuesto. El Señor le respondió a Jeremías: —“yo estaré en tu boca”. Enseguida le hizo una segunda pregunta al Señor: —¿Y qué hago si los niños no me escuchan? Al abrir la Biblia por segunda vez le salió otro pasaje donde el Señor le decía algo así como: —el que no te escuche caerá bajo maldición. Entonces le respondió al Señor que no era necesario maldecir a ningún niño y que era suficiente con mandar a cualquier otro catequista capaz de transmitirles la fe. Pero al abrir la Biblia de nuevo, el Señor le contestó por tercera vez con un pasaje en el que se narraba como Jesús anticipaba a los apóstoles todo lo que les iba a pasar por el camino, el Señor sabía dónde estaba atado el burro, con quién se iban a encontrar, qué les iban a preguntar y qué les debían de responder ellos. Como si de esta manera el Señor le dijera: —Es que Yo, que soy tu Dios, sé todo lo que te va a suceder por el camino, sé con quién te vas a encontrar, sé qué te van a decir, sé lo que te va a pasar, Yo te conozco a ti mejor que tú a ti mismo, conozco el límite de tus fuerzas, conozco tus virtudes, tú eres el burrito, y yo el que va encima tuyo y concede la gracia para que todo se de. Comprendió entonces que todo dependía de la gracia, del Espíritu, de la unción de Dios y no de él, lo comprendió claramente.

Qué tonto había sido al pensar que la evangelización dependía de mis habilidades personales. Esto ayuda, pero al final sin la gracia uno no puede nada. Había sido víctima de una tentación de eficacia: es Dios el que da el fruto cuando Él quiere. Había hecho una lectura demasiado carnal de la evangelización. El hombre de espíritu piensa diferente a como piensa el hombre carnal, siente de otra manera, actúa desde otra perspectiva, vive poniendo su confianza siempre en el Señor. El hombre de espíritu puede entrar en la muerte, atravesar senderos que nadie se atrevería a atravesar; introducirse en la selva más inhóspita de Colombia para evangelizar a los indígenas como hizo santa Laura Montoya; desafiar los combos criminales del Salvador, como hizo san Oscar Romero; preferir que le corten las plantas de los pies antes que renunciar a Cristo como aquel niño santo llamado san José Sánchez del Río. El hombre del Espíritu puede dejarlo todo e irse de misión a otro país sin llevar un solo céntimo en el bolsillo.  Ese hombre nada teme. Y nosotros somos esos hombres de espíritu que viven a la espera de que el Señor conceda la lluvia y llene de abundancia nuestros pobres campos sembrados. No sabemos cuándo sucederá el milagro: pero la semilla está ya ahí plantada en la memoria de los jóvenes, en la fría memoria de sus fríos corazones, allí esperando el milagro del Espíritu.

Hoy firmo las palabras del poeta Antonio Machado, las que escribió cuando vio un Olmo partido por un rayo, con unas hojas verdes en su tronco. Le maravilló ver cómo de un tronco carbonizado pudieron salir  unos pequeños brotes verdes llenos de vida. Mi corazón es ese tronco carbonizado, el corazón de los jóvenes es ese tronco carbonizado, troncos carbonizados que claman al cielo. Hoy digo con el poeta: “Mi corazón espera también hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera”.

 

 

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