Mensaje del 2 de septiembre de 2017 en Medjugorje, Bosnia-Herzegovina
“Queridos hijos, ¡quién mejor que yo puede hablarles del amor y del dolor de mi Hijo! He vivido con Él, he sufrido con Él. Durante la vida terrena he experimentado el dolor, porque fui madre. Mi Hijo amaba los pensamientos y las obras del Padre Celestial, el verdadero Dios. Y, como Él me decía, había venido para redimirlos. Yo escondía mi dolor en el amor, y ustedes, hijos míos, tienen numerosas preguntas. No comprenden el dolor. No comprenden que, a través del amor de Dios, deben aceptar el dolor y soportarlo. Cada criatura de Dios lo experimentará en menor o mayor medida, pero, con la paz en el alma y en estado de gracia, la esperanza existe: es mi Hijo, Dios, nacido de Dios. Sus palabras son la semilla de la vida eterna que, sembradas en las almas buenas, producen numerosos frutos. Mi Hijo ha llevado sobre sí el dolor porque ha tomado sobre sí sus pecados. Por eso, hijos míos, apóstoles de mi amor, ustedes que sufren, sepan que sus dolores se convertirán en luz y en gloria. Hijos míos, mientras soportan el dolor, mientras sufren, el Cielo entra en ustedes. Y ustedes, den un poco de Cielo y mucha esperanza a quienes tienen alrededor. ¡Les agradezco!”
La maternidad creada por Dios, ha sido capacitada para reconocer la profundidad del amor, en la realidad misma del ejercicio de su misión, en la familia y en la sociedad.
Cuando una mujer se transforma en mamá, ya no vive solo para si misma, vive misteriosamente para otra vida, vive para aquella realidad personal que ha sido alumbrada en su vientre y en su corazón.Todos y todo converge en unidad, en el cuidado y en el amor a la vida que lleva en su interior. De un modo maravilloso los padres colaboran y participan del misterio Divino de la creación, otorgando sus cuerpos, capacidades y corazón, en el impulso de la existencia humana y la acogida de una persona, que comienza a palpitar con los impulsos de la mamá, en la experiencia del amor ya antes de nacer.
Esta maternidad no solo abraza la angustia esperanzada por la vida que se gesta en su interior, sino que también el dolor gozoso de darse en vida, sacrificio, paciencia y amor a quién es frágil y depende de ella. La madre se hace dependiente del amor de quién lleva en su vientre y espera anhelante, entre dolores de parto.
¡Cuanto se acerca al misterio de la Redención, esta maternal inmolación de cada mamá por su hijo, termina siempre en la pascua humana del nacimiento de cada ser humano, que ya ha vivido intensamente en el vientre materno un vínculo, con quién se ha donado a sí misma como madre, por amor a esta vida nueva y a su familia!.
Comprendamos con mayor profundidad, entonces, la certeza de estas palabras: “He vivido con Él, he sufrido con Él. Durante la vida terrena he experimentado el dolor, porque fui madre.”
Inmaculada y Santa, sin la ceguera del pecado y libre de la disipación de la tibieza, inundada de gracia, fervor y humildad, la Madre de todas las madres hizo de su vida un camino de dolor y de sufrimiento gestador, que colabora en el nacimiento a la vida plena de tantos que estaban dormidos, pero ahora están despiertos (Juan 11, 11).
Al abrazar el dolor, María nos ha dado a luz para la vida de la gracia, para la vida del cielo. Somos redimidos por quien es carne de su carne y sangre de su sangre. Somos abrazados por Ella ya en el momento de la Anunciación, cuando concibe en su vientre virginal a quien es cabeza de la Iglesia, Primogénito y Redentor de la Humanidad.
Preservada de dolores de parto, abrazó el dolor de la Pasión y muerte de su Hijo Jesús, cuando una espada traspasó su Corazón (Lucas 2, 35).
Somos responsables, por nuestros pecados, del dolor de nuestra Madre Santísima. Ella espera nuestra necesaria conversión, abrazando pacientemente ese dolor que esconde en el amor.
Pero nuestro corazón se endurece por la soberbia y los afanes del mundo. Se acostumbra a vivir en tibieza y no se conmueve ante las lágrimas, de quien nos ama e implora, que regresemos a la casa paterna, al regazo del fervor y de la santidad.
Tenemos que abrazar, con la ayuda del Espíritu Santo, el dolor que es un don de Dios que nos purifica, sana y consuela. Gran misterio de victoria, para quienes han puesto su confianza en el amor de Cristo Crucificado. Ese dolor constituye para nosotros una oportunidad inmensa de ser resucitados con intensidad de gracia y virtudes, en paz y quietud interior.
La Reina de la Paz nos lo ha enseñado con su ternura y bondad: “Por eso, hijos míos, apóstoles de mi amor, ustedes que sufren, sepan que sus dolores se convertirán en luz y en gloria.”
REGNUM DEI
“Cuius regni non erit finis”