Pienso que nuestra existencia es un milagro constante y que cada ser humano tiene más de una vivencia particular que destacar como una muestra amorosa de la obra de Dios. Es así que cientos de memorias acuden al momento de compartir experiencias y que también nos hacen reflexionar si hemos agradecido debidamente ante tanta bondad. Este análisis empieza a ser real cuando nos encontramos viviendo una situación particular y cobra importancia cuando nos detenemos, meditamos y reconocemos en profundidad.

La primera vez que escuché sobre Medjugorje fue el año 1988. Había una corriente  de manifestaciones marianas en mi ciudad enclavada en el corazón de Sud América; apariciones bastante creíbles, mensajes por doquier de videntes que luego se esfumaron en el olvido, peregrinaciones de amigas y conocidos a puntos  de  interés donde  tal  o cual persona traía un mensaje del Cielo, pero sinceramente, la palabra Medjugorje y el contenido de su historia, siempre me hizo merecerle importancia y una gran y respetuosa consideración.

Una amiga muy querida fue mi mentora en la espiritualidad de María Reina de la Paz. Ella visitó el país bosnio reiteradas ocasiones, aún cuando la travesía tanto desde Dubrovnik, Split o Zagreb implicaba riesgos por la reciente guerra y más aún cuando aquellos avezados peregrinos eran acogidos cuidadosamente en casas particulares. Recuerdo su dedicación para que asimiláramos cada palabra de los mensajes y que éstos cobraran vida en nuestras propias vidas. Desde entonces supimos de cada uno de los videntes, de la gente, del lugar, todo en detalle, y con esa imagen conviví años añorando llegar algún día a ese pedazo de cielo y poder degustar  las delicias extraordinarias que allí se derraman hasta hoy.

Pero el tiempo nuestro no es el tiempo de Dios y llegué a Medjugorje casi 23 años después. Me encontraba en Perugia donde fui a recoger a mi hija que cursaba estudios de la lengua italiana y quien estaba atravesando por un delicado estado de salud. La estadía empezó a tornarse difícil por la condición emocional y física que ella atravesaba y de un momento a otro como un gesto de desesperación, tomé la decisión de cruzar el charco y llegar a Medjugorje a los pies de la Gospa para suplicarle ayuda. No tenía contactos, ni amigos que me ayudaran en la decisión. Una sobrina mía con quien me comuniqué por internet me compró los pasajes online y me aconsejó una pensión donde llegar. Me valí de la tecnología e ingresé a un blog y por medio de él hice el contacto para la recepción y reserva del hospedaje, pero siendo yo una persona muy meticulosa y con mucho control sobre las decisiones, de repente me encontraba en el aire confiando en la Providencia para realizar quizás la primera aventura más importante de mi  vida.

La noche antes de salir de Perugia a Roma y tomar las debidas conexiones, mi hija, en la penumbra de la habitación que compartíamos, me preguntó si no tenía  miedo, ya que no sabíamos que tan seguro podría resultar el viaje y si las personas contactadas respondían a la seguridad que deseábamos. Con un coraje falso le contesté que no y que confiaba en la Virgen, que Ella se encargaría que todo resultara perfecto. En el fondo estaba aterrada, más aún sintiendo la debilidad física de mi hija y sin la certeza que pudiera superar la travesía de muchas horas antes de alcanzar nuestro  destino.

La mañana siguiente, fría y débilmente soleada, nos devolvió la confianza y mientras el tren avanzaba, mi corazón me repetía paz y esperanza interior. Mi hija por su parte empezó a sentir fatiga y todo alimento que le facilitaba, ocasionaba en ella rechazo y ansiedad. Ya en el aeropuerto partiendo hacia Split, su condición empeoró y creo que lo más necesario en ese momento hubiera sido al menos una camilla para recostarla, oxígeno o un médico quizás; sin embargo, como una autómata la subí al avión y creo, sinceramente, que más de una vez estuvo a punto  de perder el conocimiento.

Durante el vuelo la azafata pasaba constantemente  mirando de reojo nuestra situación,  en la  que  veía a una muchacha desfalleciendo y quizás en algún momento, tendría que salir corriendo  a buscar auxilio; mas, conseguimos llegar a Split y nada más pasar por el control de Migración, vimos un amable y cálido rostro que sostenía un pequeño cartel con  nuestros nombres. Cómo bendije a Dios ¡Estábamos en las manos ciertas!

Dejando la terminal y caminando hacia el carro, lo cual hicimos casi lentamente, mi hija se detuvo y en la placidez de esa noche me dice observando el amplio y descampado estacionamiento: -Mami, mire ¡Cómo todo esto se parece a nuestro aeropuerto en Santa Cruz! Contuve la respiración asintiendo en ese sencillo pero increíble maravilloso detalle. La Madre dulcemente nos estaba mostrando esa semejanza y para mí fue como si me dijera: -Hija… bienvenida a casa.

El trayecto a Medjugorje fue una agonía. La fatiga fue en aumento y con una madeja, en vez de cuerpo humano, llegamos a la pensión. Mi hija en un extremo de debilidad me dice: -Mamita, por favor, deme unas gotitas de Plasil… Un medicamento para la nausea y del que yo no disponía. De manera automática recurrí a mi botiquín personal, sin saber qué podría encontrar allí y qué sorpresa que me llevé cuando con mis propias manos extraje del fondo del bolso una cajita pequeña, perfectamente sellada, sin uso y que llevaba el nombre: “Plasil Gotas”.

La noche transcurrió tranquila y cerca de las 9 de la mañana desperté a mi  hija,  ya  que en los siguientes minutos vendría una guía para llevarnos en peregrinación. Yo estaba preparada a recorrer la historia de mis conocimientos, pero qué curioso que apenas pusimos los pies en la calle todo se borró de mi mente. ¡No recordaba nada! Lo que se me mencionaba era absolutamente nuevo y hasta ahí, desconocido. Ni siquiera el nombre del Padre Slavko o Padre Jozo podía recordar. Mientras más esfuerzos hacía, peor resultaba, y como una perfecta ignorante, tuve que someterme a recibir la lección del  primer día. De hecho la Gospa quería instruirme a su manera, con sus propias palabras y en su propia casa. Después de escuchar la historia de Medjugorje, visitar la Iglesia y orar, nos dispusimos subir al Podbrdo, pero cuando estuve al pie y recorrí con mis ojos la empinada cima de piedra viva, volteé hacia mi hija y le supliqué que me esperara. Yo subiría por ella considerando todo lo que habíamos vivido horas antes. Ella se negó y con sus debilitadas fuerzas empezamos la escalada. En el segundo Misterio Gozoso del Rosario nos detuvimos para que ella se sentara y descansara, pero luego de la oración que seguíamos con fervor, algo sucedió, no hubo más fatiga ni debilidad y con una fuerza distinta y renovada llegamos a doblar nuestras rodillas a los pies de la imagen de Nuestra Señora en la Colina de las Apariciones.

Mi hija, de nombre Ana, fue anoréxica y bulímica por años. Luego de la visita a Medjugorje el problema aún parecía incurable, hasta fue ingresada en un centro especializado. Pero ya la Virgen María había empezado su obra en ella, había tocado su corazón y sus sentidos. Su recuperación fue un milagro, como el milagro que somos cada uno. Mientras estuvo en el centro de ayuda en desordenes alimenticios, conoció muchas chicas como ella, muy hermosas todas aunque sufridas hasta lo más profundo, con heridas casi insalvables; con diagnósticos hasta quizás menos severos, pero que ya han fallecido. Otras, actualmente reiterativamente reincidentes.

Ana se ha curado completamente y aunque ha tenido etapas de fragilidad, nuestra Señora la levanta y nuevamente sé que le habla al corazón y la sostiene para que siga avanzando en la vida. Tengo una hija que ama a Dios, que lo busca cada día y que fue encontrado con gloria, allá en una pequeña aldea amada y escogida como un bello jardín de esperanza para el mundo por María Santísima, llamada Medjugorje.

Jacqueline Brehmer – Bolivia 1988

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