De la oración brota el anhelo y el mayor testimonio en el apostolado: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 22-30).

Mensaje, 17 de julio de 1986

“¡Queridos hijos! Hoy los invito a meditar las razones por las cuales he permanecido durante tanto tiempo con ustedes. Yo soy la Mediadora entre ustedes y Dios. Por eso, queridos hijos, los invito a vivir siempre con amor todo lo que Dios les pide. Queridos hijos, vivan con la mayor humildad todos los mensajes que Yo les estoy dando. Gracias por haber respondido a mi llamado!”

El Padre Slavko Barbaric comentaba, el 29 de Mayo de 1997: “La soberbia es el rechazo de Dios y de la humildad, que María desea enseñarnos y que es aceptar a Dios. Humildad significa tener el valor de servir y de cooperar con Dios. Cuando Dios nos dice que perdonemos, el humilde dice: “Dios, Tú sabes que eso es difícil, pero si Tú me lo pides lo haré.” Cuando Dios nos dice que amemos, el humilde dice: “Dios, Tú sabes cuán difícil es amar en este mundo, pero si Tú me lo pides, amaré a todos, aún a mis peores enemigos.” La pregunta que debemos hacernos constantemente es qué nos impide buscar a Dios. Esto, de nuevo, es la soberbia que rechaza a Dios y los humildes saben que necesitan de Dios y simplemente lo buscan. Espero que durante este tiempo sigamos buscando a Dios continuamente y que abandonemos todo aquello que nos impida hacerlo.”

Enseña el  Tratado de la Verdadera Devoción en el N º 81:  “Para vaciarnos de nosotros mismos, necesitamos morir a nosotros mismos todos los días; es decir, es preciso renunciar a las operaciones de las facultades de nuestra alma y a los sentimientos de nuestro cuerpo; ver como si no viéramos, oír como si no oyéramos, servirse de las cosas de este mundo como si no nos sirviéramos de ellas (1 Cor. 7, 31), a lo que san Pablo llama morir todos los días (1 Cor. 15, 31). Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, permanece en la tierra y no produce fruto alguno (Jn 12, 24). Si no morimos a nosotros mismos, y si nuestras devociones más santas no nos llevan a esta muerte necesaria y fecunda, no produciremos frutos que valgan la pena y nuestras devociones serán inútiles; todas nuestras justicias quedarán manchadas por nuestro amor propio y nuestra voluntad propia, y esto hará que Dios tenga por abominación los más grandes sacrificios y las mejores acciones que podamos hacer, y la hora de nuestra muerte nos encontrará con las manos vacías de virtudes y méritos; y no tendremos ni una chispa de ese amor puro que sólo se comunica a las almas que han muerto a sí mismas y cuya vida está escondida con Jesucristo en Dios (Col. 3, 3)”

(San Luis María Grignion de Montfort)

 

Dice la Imitación de Cristo, (Libro 3, 3. Tomas Kempis):  “Los más oyen de mejor grado al mundo que a Dios, y más fácilmente siguen las apetencias de la carne que el beneplácito divino.

Ofrece el mundo cosas temporales y efímeras, y, con todo, se le sirve con ardor. Yo prometo lo sumo y eterno, y los corazones de los hombres languidecen presa de la inercia.

¿Quién me sirve y me obedece con tanto empeño y diligencia como se sirve al mundo y a sus dueños?

Sonrójate, pues, siervo indolente y quejumbroso, de que aquéllos sean más solícitos para la perdición que tú para la vida.

Más se gozan ellos en la vanidad que tú en la verdad. Y, ciertamente, a veces quedan fallidas sus esperanzas; en cambio, mi promesa a nadie engaña ni deja frustrado al que funda su confianza en mí.

Yo daré lo que tengo prometido, lo que he dicho lo cumpliré. Pero a condición de que mi siervo se mantenga fiel hasta el fin.

Yo soy el remunerador de todos los buenos, así como el fuerte que somete a prueba a todos los que llevan una vida de intimidad conmigo.”

La vida cristiana exige, por decirlo así, el «martirio» de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones. Pero esto sólo puede tener lugar en nuestra vida si es sólida la relación con Dios. La oración no es tiempo perdido, no es robar espacio a las actividades, incluso a las actividades apostólicas, sino que es exactamente lo contrario: sólo si somos capaces de tener una vida de oración fiel, constante, confiada, será Dios mismo quien nos dará la capacidad y la fuerza para vivir de un modo feliz y sereno, para superar las dificultades y dar testimonio de él con valentía.” De la oración brota el anhelo y el mayor testimonio en el apostolado: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 22-30).

El Señor no cesa en mostrar el camino por el que cada cual será verdaderamente enaltecido, “elevado”, engrandecido. La verdadera grandeza humana la alcanza no el vanidoso, no el soberbio, no el que se cree más que los demás por ser importante o tan sólo por estar cerca de personas importantes, sino el humilde, el que en todo procede con sencillez, el que incluso siendo una persona muy importante se abaja para servir y elevar a los demás.

Para alcanzar la verdadera grandeza humana, para ser enaltecidos auténticamente, la virtud de la humildad es esencial en nuestras vidas. La humildad es el fundamento de todas las demás virtudes, ella es la más importante de todas. “Humildad es andar en verdad”, es decir, no creerte más pero tampoco menos de lo que verdaderamente eres, pues así como no debes aparentar ser más o creerte superior a los demás, tampoco debes aparentar ser menos o pensar que nada vales.

Para descubrir quién soy y cuál es mi verdadero valor es necesario conocerme a mí mismo a la luz del Señor Jesús, aprender a mirarme con los ojos con que Él me mira. Sólo se conoce y se valora rectamente a sí mismo quien conoce y ama al Señor, porque Él «revela el hombre al propio hombre» (Gaudium et spes, 22). En Cristo descubrimos la verdad sobre nosotros mismos y de Él podemos aprender a ser verdaderamente humildes.

San Francisco de Sales explica: “El bien verdadero es como el verdadero bálsamo; el bálsamo se prueba echándolo al agua; si va al fondo y queda debajo, señal es de que es más fino y de más precio. Para conocer si un hombre es de verdad prudente,, sabio, generoso, noble, se ha de ver si estas virtudes tienden a la humildad, a la modestia y a la sumisión, porque entonces son verdaderos bienes; pero, si son causa de orgullo, serán bienes sólo en apariencia. Las perlas que se forman o se crían en medio de los vientos y del ruido de los truenos sólo tienen la corteza de perlas y están vacías de substancia; así también las virtudes y las buenas cualidades de los hombres, forjadas y alimentadas soberbia y en la vanidad, no tienen sino una apariencia de bien y carecen de substancia, de meollo y de solidez.

Los honores, los puestos y las dignidades son como el azafrán, que crece mejor y más abundante, cuanto es más pisoteado. Cuando el hombre se contempla a sí mismo pierde el honor de la belleza; la hermosura, para que tenga gracia, no ha de ser valorada; la ciencia nos deshonra cuando nos hincha y cuando degenera en pedantería. Si somos exigentes en lo que se refiere a los puestos, a las procedencias, a los títulos, además de exponer nuestras cualidades al examen de todo el mundo, las envilecemos y las hacemos despreciables, porque el honor, que es una gran cosa cuando es recibido como un don, degenera cuando es exigido, buscado o mendigado. Cuando el pavo real se hincha, para verse, y levanta sus hermosas plumas, se eriza, y muestra por todas partes lo que tiene de deforme y más feo; las flores plantadas en tierra son bellas, pero se marchitan si son manoseadas. Y, así como aquellos que huelen la planta llamada mandrágora de lejos y como de paso, perciben mucha suavidad, pero si la huelen de cerca y durante mucho rato, se adormecen y enferman, así los honores comunican un dulce consuelo al que los huele a distancia y a la ligera, sin entretenerse ni pararse en ello; pero los que se aficionan y se recrean en ellos son dignos de censura.”

Y San Alfonso Mª de Ligorio nos enseña como María Santísima se veía tan pequeña, como se lo manifestó a la misma santa Matilde, que si bien conocía que estaba enriquecida de gracias más que los demás, no se ensalzaba sobre ninguno. No es que la Virgen se considerase pecadora, porque la humildad es andar con verdad, como dice santa Teresa, y María sabía que jamás había ofendido a Dios. Tampoco dejaba de reconocer que había recibido de Dios mayores gracias que todas las demás criaturas porque un corazón humilde reconoce, agradecido, los favores especiales del Señor para humillarse más; pero la Madre de Dios, con la infinita grandeza y bondad de su Dios, percibía mejor su pequeñez. Por eso se humillaba más que todos y podía decir con la sagrada Esposa: «No os fijéis en que estoy morena, es que el sol me ha quemado» (Ct 1,6). Comenta san Bernardo: Al acercarme a él, me encuentro morena. Sí, porque comenta san Bernardino: La Virgen tenía siempre ante sus ojos la divina majestad y su nada. Como la mendiga que al encontrarse vestida lujosamente con el vestido que le dio la señora no se ensoberbece, sino que más se humilla ante su bienhechora al recordar más aún su pobreza, así María, cuanto más se veía enriquecida más se humillaba recordando que todo era don de Dios…

…El humilde desvía las alabanzas que se le hacen y las refiere todas a Dios. María se turba al oír las alabanzas de san Gabriel. Y cuando Isabel le dice: «Bendita tú entre las mujeres… ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a visitarme? Feliz la que ha creído que se cumplirían todas las cosas que le fueron dichas de parte de Dios» (Lc 1,42-45). María, atribuyéndolo todo a Dios, le responde con el humilde cántico: «Mi alma engrandece al Señor»…”

Solamente en humildad y amor podemos conocer a Dios y reconocer los mensajes de la Virgen como mensajes del Evangelio, mensajes del Reino de Dios que desea comenzar a vivir en nosotros y a través de nosotros en este mundo. Dios en Jesús se humilló y descendió hacia nosotros a fin de que nosotros pudiéramos comprenderlo y escucharlo.

Bendita Mama María, necesitamos conocerte más profundamente, necesitamos saber quién eres y meditar continuamente tus mensajes, escuela de santidad y amor, para que nuestro corazón se vacíe de toda prepotencia y vanidad, y no pretendamos imponer nuestros deseos y anhelos sobre la voluntad del Señor.

Limpia nuestro corazón de todo orgullo, arrogancia y egoísmo y ayúdanos a aprender de tu Hijo Jesús, tan valioso ejemplo de humildad y compasión, haciéndose sacrificio, víctima y altar en la Eucaristía, quedándoselas como prisionero de amor en el Sagrario. Gracias Gospa, Gracias Jesús.

 

Atentamente en Jesús, María y José…Padre Patricio Javier

REGNUM DEI

            “Cuius regni non erit finis”

Padrepatricio.com

 

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