El Padre Antonio había leído el Evangelio de la mejor manera.

Durante la homilía, tuvo que superar cierto desaliento repentino. Algo le decía que varios de sus oyentes, feligreses de costumbre, no tenían mucho interés por acercarse a Jesucristo de verdad. Trató de espantar esos pensamientos, sonrió y prosiguió su homilía. El P. Antonio de Almagrande es un cura ya muy curtido en lo duro del trabajo pastoral pero con la gracia del Jefe conserva fuego juvenil en su viejo corazón.

Se esforzó por pronunciar una homilía clara y contundente, aunque las palabras le salían con dificultad en algunos momentos. Sí, pensaba, quizá era su presunción, o su vanidad las que le fastidiaban hoy más que nunca. Después de todo, la obra era de Dios mismo, él sólo era un servidor, hacía su parte y nada más. Pero ahí estaba la voz que le hincaba de dentro, que no le dejaba tranquilo, que le hacía pensar que su gente necesitaba más que nunca una palabra firme, una palabra fuerte, cortante, hiriente. Es que, ¿de qué otro modo podría vencerse tanta indiferencia de “los buenos”, tanta pasividad, tanta indolencia ante el misterio de su propia salvación?. El P. Antonio sufría por dentro, sufría el Evangelio, sufría la Palabra de Dios, sufría ante tanta cerrazón y superficialidad…

Creo en Dios Padre, creador del cielo y la tierra…. 

Lo dijo con el alma, como queriendo obtener de su adhesión de fe una nueva esperanza, algo que le impulsase con nuevas fuerzas.

Durante las peticiones a él se le ocurrió pedir al Señor que concediera a su pueblo la gracia de despertar… Los percibía dormidos con los ojos abiertos, sordos con los oídos sanos, inmóviles con los miembros sanos y fuertes. Señor, concédenos despertar….

Señooor te ofrecemos el vinoooo y el paaaaan….

Al poner un poco de vino en el cáliz recordaba cuando por primera vez celebró el sacrificio, era tan joven que hasta sintió que la casulla le quedaba muy grande. Esa mañana estuvo muy emocionado, de tanta emoción casi se le cae el cáliz. De pronto, pensando en ello, se supo transportado a otro mundo, como si se abriera una gran puerta luminosa y cálida y alguien que le llamaba desde adentro: Antonio, Antonio… Sí, él sospechaba que no había sido el mejor de los párrocos aun cuando lo intentaba. Desde joven seminarista se había fijado en su colega santo: El Santo Cura de Ars, ése buen sacerdote que convirtió a su pueblo por su amor a Jesucristo, por su piedad encendida, por su penitencia tremenda. Sí, él se sentía bien lejos de ese amado y respetado modelo.  Ahora sentía que la vida se le iba como agua de las manos, que quizá no había logrado todo lo que había soñado… Y ahora… Esa voz: Antonio, Antonio… Sentía su corazón ya muy cansado, quizá también un poco desilusionado a falta de conquistas pastorales tremendas. Y esa voz: Antonio, Antonio… Se sentía bien poca cosa, bien limitado. Esa voz se le transformaba en sonrisa tierna. Él de pronto se sentía mirado y compadecido. Su colega del pueblo vecino le había dicho en alguna ocasión: Sólo un cura comprende el corazón de otro cura… ¿Era acaso un cura el que le llamaba? No, no podía ser, él era el único cura en el pueblo. Pero sentía que esa voz le miraba y le comprendía. ¿Quién eres?, preguntó atrevido. Soy un colega tuyo. He fracasado muchas veces y mi único gran éxito ha sido cargar con todo lo que tú cargas y con las cargas enteras de todos tus colegas de todo el mundo

Tomad y comed…  Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros…

Los monaguillos se miraban sorprendidos, no sabían si seguir tocando las campanillas. El P. Antonio se había quedado contemplando el Cuerpo de Jesús Sacramentado. Lo miraba como quien mira al ser amado, como quien mira su propia alma, como quien mira su propia niñez e inocencia. A unos metros Doña Ernestina miraba su reloj, la misa se le estaba haciendo muuuuuy larga, qué barbaridad, pensaba.

Y entre colegas, Jesucristo y el P. Antonio, se quedaron conversando. Claro, después de todo, Nuestro Señor es el único y eterno Sacerdote.

Tomad y bebed… Esta es mi sangre derramada por vosotros… Y el P. Antonio miraba el cáliz como si fuese su primera misa.

Así, Antonio, lentamente vas derramando tu sangre conmigo, ¿lo ves? Así se salva al mundo, amigo.

Don Pablo, el gerente del banco del pueblo, que había venido por la misa de su abuela difunta, se sentía un poco incómodo de tanta “espiritualidad”, como le llamaba.

El crío aquél había terminado de comerse la pasta del cancionero parroquial, su mamá estaba feliz de haberlo neutralizado a tiempo. Pero ahora el chiquitín estaba muy atento a lo que el anciano párroco hacía, estaba como embelesado, como arrobado contemplando al viejo cura con cara de abuelo bueno. Sólo los niños entienden a Dios…

Así, Antonio, extiende los brazos para que te parezcas un poco más a mí, para que también a ti te crucifiquen, para que también tú puedas presentar la vida como ofrenda…

El P. Antonio leía despacio el misal, lo rezaba con calma, como tratando de comerse cada palabra. El viejo cura en medio de todo se sentía feliz aunque con un dolor que le traspasaba el alma. Sí, para eso había nacido, para extender sus brazos, pedir por sus hermanos, para sufrir por ellos, para hablarles de parte de Dios, para hacerLe presente, esa era su vida.

Señor Jesucristo que dijiste a tus amigos la paz les dejo….

Él se sorprendía de estar ya a esa altura de la celebración. Gracias a Dios, pensaba, que se había dejado llevar por el misal y por su buena memoria, se había entretenido con El Amigo en medio de las rúbricas y ahora estaba mirando al Santísimo Sacramento sobre el altar, lo miraba y le pedía paz para él y para su pueblo.

Al partir el pan se sintió en medio de los dos amigos de Emaús, pero, si era él, sólo él… No, ya no era él, era Jesús salvando y dando vida por sus manos.  Sintió más verdaderas que nunca las palabras de Pablo: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Le temblaban las manos de emoción, partía el pan con sumo cuidado y al ver desgajarse la humilde oblea veía también que su vida estaba partida y repartida, que lo suyo era sin retorno, que el misterio de Jesucristo se hacía presente y palpitante por su ofrenda personal.

Al dar la comunión se sintió plenamente acompañado, arrobado en Jesucristo.

Luego, un monaguillo se le acercó asustado: Padre, ya han pasado diez minutos desde que se sentó a orar y la gente se está impacientando. Se incorporó de inmediato y pronunció la oración final. Dio la bendición con emoción de sacerdote joven y recién estrenado.

Te den graciasss todos los puebloooos, que tooodos los pueeblos te deeeen graaacias….

Llegó a la sacristía y al volverse al Cristo aquél de la pared, le pareció que le sonreía.  Y él también sonrió. Los monaguillos susurraban algo.

Los fieles se volvieron a sus casas, cada quien comentando algo distinto: Que si el estandarte que se cayó, que si el perro, que si aquel niño que lloraba, que si el párroco hoy estuvo muuuuy distraído….

El P. Antonio se fue más contento, sabiendo que Jesús hacía su obra en él.

 

Fr. Israel del Niño Jesús, RPS

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