Mensaje 2 de Diciembre del 2017

Queridos hijos, les hablo como su Madre, Madre de los justos, Madre de aquellos que aman y sufren, Madre de los santos. Hijos míos, también ustedes pueden ser santos, eso depende de ustedes. Santos son aquellos que aman sin medida al Padre Celestial, aquellos que lo aman sobre todas las cosas. Por eso, hijos míos, procuren siempre ser mejores. Si procuran ser buenos, pueden ser santos, sin pensar que lo son. Si piensan que son buenos, no son humildes y la soberbia los aleja de la santidad. En este mundo inquieto, lleno de amenazas, sus manos, apóstoles de mi amor, deberían estar extendidas en oración y misericordia. A mí, hijos míos, regálenme el Rosario, esas rosas que tanto amo. Mis rosas son sus oraciones dichas con el corazón y no solo recitadas con los labios. Mis rosas son sus obras de oración, de fe y de amor. Cuando mi Hijo era pequeño, me decía que mis hijos serían numerosos y me traerían muchas rosas. Yo no lo comprendía. Ahora sé que esos hijos son ustedes, que me traen rosas cuando aman a mi Hijo sobre todas las cosas, cuando oran con el corazón, cuando ayudan a los más pobres. ¡Esas son mis rosas! Esa es la fe que hace que todo en la vida se haga por amor, que no se conozca la soberbia, que se esté pronto a perdonar; nunca juzgar y tratar siempre de comprender al propio hermano. Por eso, apóstoles de mi amor, oren por aquellos que no saben amar, por aquellos que no los aman, por aquellos que les han hecho mal, por aquellos que no han conocido el amor de mi Hijo. Hijos míos, esto es lo que pido de ustedes, porque recuerden: orar significa amar y perdonar. Les doy las gracias.

 

“Si procuran ser buenos, pueden ser santos, sin pensar que lo son. Si piensan que son buenos, no son humildes y la soberbia los aleja de la santidad.”

El ser humano, en virtud de la ley natural escrita por Dios en la creación, tiene en su interior el impulso profundo de buscar el bien y evitar el mal.  El Creador, en su bondad y sabiduría, nos ha creado insertos dentro de una  familia, para nutrirnos en el alma y el corazón, y educarnos en la búsqueda de lo bueno y lo verdadero (1 Tim. 2). Y cuando con la gracia, somos dóciles a las luces y dones de la Providencia, podemos llegar ha reconocer en la búsqueda del bien, a quién es la misma Bondad: Dios Uno y Trino, felicidad y alegría del corazón  humano.

Pero habiéndonos herido por el pecado, no solo desistimos en la búsqueda del bien, renunciando al dulce esfuerzo por ser buenos, sino que terminamos llamando bueno a lo que no lo es, esclavizándonos a lo que solo es aparente, transitorio y placentero.

Ante las múltiples carencias humanas y espirituales, que ha dejado el pecado en nuestra historia personal, la Misericordia Divina se nos  revela en Cristo, el Hijo de Dios, que nos hace visible el rostro del Padre y nos extiende los brazos de su Madre, para ayudarnos a buscar el Bien pleno que es “Solo Dios” (Mc. 10, 18).

La Santidad es la configuración con Cristo, realizada por  el Espíritu Santo en los caminos del sacrificio, la penitencia y la oración, venciendo en nuestra alma el “orgullo mentiroso”, que nos induce a la vanidad, el rencor y el gesto despectivo e indiferente. Por el contrario, se va abriendo nuestro corazón, a la caridad de Dios y el servicio a nuestros hermanos, reconociendo en cada uno la acción providente del Creador.

Ante tanta pureza y amor del Señor, no hay otra posibilidad que humillarnos y confesar nuestra vanagloria y necedad, ante Aquel que no hizo alarde de su condición de Dios y se hace siervo y prisionero de amor. Ubicándonos frente al resplandor de la Bondad Divina, se hace evidente la sombra de nuestros pecados. Nos damos cuenta que creyéndonos buenos, en realidad nos estamos sirviendo a nosotros mismos y no al Señor. Quizás no caemos en faltas vulgares, pero si en nuestro orgullo farisaico.

El remedio para la soberbia es “orar con el corazón”. Hay que ser como niños, que no están tan seguros de sí mismos, y se refugian en el amor de la madre, que no abandona y que sustenta de verdad, hasta dar su propia vida. El corazón humilde se deja cautivar por ese amor, y con simpleza y sencillez, pero involucrando todo su ser, pronuncia pequeñas palabras de auténtico amor, haciéndolas oración, como modestos pétalos de rosas, que constituyen un ramo de recogimiento y de piedad llamado Rosario: “Cuando mi Hijo era pequeño, me decía que mis hijos serían numerosos y me traerían muchas rosas.”

La oración verdadera nace de la humildad, virtud que es fruto de la suplica constante de quien se declara indigente y frágil: solo le queda su  “oración”.

Dócil es al Espíritu Santo el que se hace pequeño, como niño, en los brazos maternales de la Reina de la Paz. No pone obstáculos, en su mente y su corazón, a los impulsos del amor de Dios: “Esa es la fe que hace que todo en la vida se haga por amor, que no se conozca la soberbia, que se esté pronto a perdonar; nunca juzgar y tratar siempre de comprender al propio hermano”.

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