Reflexión del Mensaje del 25 de octubre de 2025

“¡Queridos hijos! El Altísimo, en su bondad, me ha confiado a ustedes para guiarlos por el camino de la paz. Muchos han respondido y oran, pero hay muchas criaturas que no tienen paz y no han conocido al Dios del amor. Por eso, hijitos, oren y amen; formen grupos de oración para animarse mutuamente al bien. Yo estoy con ustedes y oro por su conversión. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”

“El Altísimo, en su bondad, me ha confiado a ustedes para guiarlos por el camino de la paz”.

Pero ¿qué significa confiar una persona a alguien?

Significa ponerla bajo su cuidado, responsabilidad o protección, con la certeza de que será tratada con respeto, amor y diligencia.

Así nos trata la Madre, para enseñarnos como debemos tratarnos unos a otros. Por eso, para cualquier católico que dice amar a la Virgen no es suficiente rezarle, hacer rosarios u organizar actividades religiosas para honrarla. Es necesario aprender de ella a no juzgar ni criticar a los demás. Es necesario comprometerse a recorrer un camino de continua conversión, con la convicción de que Dios no nos pide que cambiemos a las personas, sino a nosotros mismos. De este modo y, por añadidura, Él podrá transformar la vida de los hijos y la familia por quienes intercedemos.

San Juan Pablo II solía confiar a las personas a la Virgen María con esta fórmula: “Totus tuus ego sum, et omnia mea tua sunt”- “Soy todo tuyo, y todo lo mío es tuyo”. En este sentido confiar a alguien a María o a Dios Padre es un gesto de amor que reconoce nuestra limitación para proteger, sanar o guiar solos. Es decir: “Te lo entrego, Señor. Cuídalo tú”.

En muchas ocasiones, yo mismo hago esta oración de entrega, especialmente ante personas que sufren por situaciones dolorosas, o también cuando me encuentro con personas difíciles de tratar porque están cerradas a escuchar o son incapaces de ver las cosas desde un ángulo diferente al suyo. Como María es Madre de ellos, los ama y quiere lo mejor para sus vidas, entonces le digo: “María… es todo/a tuyo/a. Te lo/a entrego”.

Confiar a alguien una persona es también un acto profundo de fe y entrega. María se ha entregado con amor, humildad y constancia al plan de Dios, para ayudarnos en el camino de santificación. Sin embargo, Satanás hará todo lo posible para desviarnos del camino que Dios nos ha mostrado desde el principio. Uno de los mayores obstáculos para recorrer el camino de la paz -ese en el que Dios le pide a la Gospa que nos guíe- es la soberbia espiritual.

Esta es una forma de orgullo que puede manifestarse en el ámbito familiar, religioso o interior. Aparece cuando una persona comienza a sentirse superior a los demás por sus prácticas, conocimientos, nivel de vida o experiencias con Dios, o cuando cree y quiere tener siempre la razón. Aunque puede parecer devoción, en realidad es una trampa que aleja del verdadero amor y de la humildad.

La soberbia espiritual está profundamente relacionada con las palabras de Jesús: “¡Qué difícil es que un rico entre en el Reino de los cielos!” (Mateo 19:23). Con esta afirmación, Nuestro Señor no condena la riqueza en sí, sino la actitud del corazón que puede acompañarla. Y esa actitud, cuando se traslada al ámbito espiritual, se convierte en apego obsesivo a las propias ideas, en un espíritu de terquedad y control, y una incapacidad para ver las cosas con los ojos de Dios y percibirlas con su corazón.

Por eso, Dios quiere confiarnos a María, modelo de pobreza interior, es decir de auténtica humildad y verdadero discernimiento libre de todo apego desordenado. Solo en un “camino metanoico”, o sea, de cambio de mentalidad y conversión permanente, podremos comprender cómo, en ocasiones, estamos entre quienes la Virgen dice: “Hay muchas criaturas que no tienen paz y no han conocido al Dios del amor”. Estas palabras están dirigidas no tanto a los no creyentes, sino a quienes vamos a la Iglesia. Por eso añade: “Estoy con ustedes y oro por su conversión”.

El daño y los perjuicios son aún mayores cuando se da una fusión entre personas heridas o equivocadas por la soberbia. En estos casos, se reafirman las propias heridas, se habla desde criterios personales sobre lo que los demás “deberían” hacer y se tiende a culpabilizar a los otros.

Por ello, cada uno debería preguntarle a Nuestra Madre:
“¿En qué debo convertirme? ¿Qué errores he cometido o estoy cometiendo? ¿Pido la gracia de tener un corazón humilde capaz de reconocer los propios errores de pensamiento o de juicio hacia otras personas? ¿He trasladado el pensamiento del mundo a las cosas de Dios?”

Solo la auténtica experiencia del amor de Dios sostenida en el tiempo, en medio de las tempestades de la vida y de las tentaciones, nos conduce a la verdadera paz con nosotros mismos, con los demás y con Dios.

Finalmente, tengamos en cuenta que la Virgen nos habla con dulzura cuando nos pide: “Hijitos, oren y amen; formen grupos de oración para animarse mutuamente al bien”. Nuestra Señora nos invita a formar grupos que no estén unidos por intereses sociales ajenos al Evangelio o por “amiguismos”, sino por la auténtica caridad y humildad que parte del corazón de Cristo y que no conoce fronteras. Como ha repetido el Papa Francisco: en lugar de construir muros, debemos construir puentes de diálogo y encuentro.

“Hijitos, oren y amen” ¡Qué diferente es el estilo amable y respetuoso de la Virgen, comparado con el estilo autoritario o altisonante e imperativo que, en ocasiones, podemos utilizar quienes nos llamamos cristianos!  Por eso, no solo leamos los mensajes de Nuestra Madre: pidamos al Espíritu Santo que ellos iluminen nuestras oscuridades, para que, abriendo las puertas más profundas de nuestra alma, nos dejemos sanar y convertir por Jesús, el verdadero camino, quien nos lleva a la verdad plena y nos da vida en abundancia. Que así sea.

Padre Gustavo E. Jamut, OMV

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