El año litúrgico o año cristiano es un tiempo oportuno de gracia y salvación (un “kairos”) cíclico: recorriéndolo y viviéndolo con fe y amor, Dios sale a nuestro encuentro ofreciéndonos la salvación a través de su Hijo Jesucristo, único Mediador entre Él y los hombres. Este ciclo anual se distribuye en festividades y periodos litúrgicos: Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua y Tiempo Ordinario. De esta suerte, memoramos, celebramos y actualizamos la Historia de la Salvación, el misterio de Cristo, desde su nacimiento hasta su última y definitiva venida, llamada la “Parusía”.

Ha comenzado, precisamente, un nuevo Año litúrgico con el tiempo de Adviento, vocablo que significa “venida” o “advenimiento”. El Adviento es tiempo de preparación y espera, de vivir la fe como esperanza activa. Hay tres venidas del Salvador estrechamente vinculadas en la historia y en la misma liturgia (vino, viene, vendrá) que responden a los tres tiempos de la carta a los Hebreos: “Cristo ayer, hoy y siempre”. Vino, en humildad y debilidad, en la Navidad. Vendrá, en gloria y poder, en la Parusía. Y viene, siempre (cada día, todos los días), en el Espíritu y en el amor. La teología litúrgica del Adviento se mueve, pues, en estas dos líneas: la espera de la Parusía (durante la primera parte del Adviento hasta el 16 de diciembre) y la perspectiva de Navidad (en la semana previa) que son como una novena preparatoria. Por estas dos razones, el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre, de espera gozosa y expectante ya que lo que esperamos es la llegada de nuestra Salvación.

La primera venida se realizó cuando el Verbo de Dios, la Palabra del Padre, se hizo hombre en el seno purísimo de su Madre Virgen, asumiendo la carne inmaculada de María, y naciendo de Ella en Belén, la noche de Navidad hace veinte siglos. De esta suerte, el nacimiento de Cristo y su obra redentora, inauguraron ya la última era de la historia: estamos viviendo la plenitud del tiempo (cfr. 1 Cor 10,11). Cristo inauguró ya su Reino: éste está creciendo y madurando bajo la acción del Espíritu Santo a lo largo de los siglos, hasta su plenitud final o consumación escatológica. Cada día que pasa avanzamos decididamente hacia la meta.

Por eso, en cierta medida, el futuro está ya presente en nuestro tiempo, que es el último. La vida eterna ya ha comenzado. Y es lógico, por tanto, que deseemos que ésta llegue a su plenitud y consumación definitiva: la madurez plena y perfecta de la Iglesia y de nuestra salvación. Ahora bien, hemos de tener en cuenta la advertencia de San Pedro a los cristianos impacientes de su época: un día, ante el Señor, es como mil años, y mil años como un día.

La primera venida de Cristo a la tierra es un acontecimiento tan insondable que Dios quiso prepararlo durante siglos, con un Adviento que duró cuatro mil años, henchido con el anhelo de todas las almas santas del Antiguo Testamento que no cesaban de pedir por la venida del Mesías, el Salvador. Nuestra Señora (Gospa) vivió intensamente el Adviento, sobre todo durante los nueve meses de gestación del Salvador en su seno, mientras lo esperaba “con inefable amor de Madre”. Por eso, es la gran figura del Adviento. A través de todo el Adviento sentimos la presencia de la Virgen María.

La Exhortación Marialis Cultus de Pablo VI (1974) considera el Adviento como el tiempo “mariano” por excelencia, particularmente apto para el culto de la Madre del Señor: “Durante el tiempo de Adviento la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen (…) sobre todos los días feriales del 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías, y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor”.

Ahora bien, María (tanto durante el tiempo litúrgico del Adviento como en Medjugorje), nos conduce siempre al centro: su Hijo. En el hoy de la Iglesia, Adviento y Medjugorje son como un redescubrir la centralidad de Cristo en la Historia de la Salvación. Y en esta historia, nosotros esperamos la Venida gloriosa de Cristo para establecer definitivamente su Reino. Esa Vuelta de Cristo, en gloria y majestad, al final de la Historia, en el “Último Día” (“Parusía”), es la que clausurará los tiempos e inaugurará la eternidad, los nuevos cielos y la tierra nueva. De esta suerte, la Iglesia espera y anhela que su Señor y Esposo, Cristo, venga pronto a juzgarla como Señor del mundo y Rey del Universo: lleva dos mil años repitiendo las palabras conclusivas del Nuevo Testamento: “Marannathá”, ¡Ven, Señor Jesús!

La relación entre el tiempo del Adviento y Medjugorje en cuanto tiempo (no sólo ni tanto como lugar geográfico) de gracia y salvación (el de mayores gracias, según nuestra querida Gospa), parece evidente: si aquél prepara sobre todo la primera venida de Cristo, su Navidad en el tiempo, éste (que el cielo nos regala a nuestra generación) prepara su retorno, su segunda venida o Parusía. Y en ambos, el papel de la Santísima Virgen María es absolutamente esencial.

Así lo dispuso, desde siempre, la amorosa Providencia de Dios: llegada la plenitud de los tiempos, envió a Su Hijo Eterno, Príncipe de la Paz, nacido, en la humildad de nuestra carne, de María Virgen (cfr. Gal 4,4). Y, ahora, al final de los tiempos, envió a Su Hija Inmaculada, Reina de la Paz, como precursora de Su segunda Venida en gloria, para preparar la Parusía, para llamar “por última vez” a Sus hijos a la conversión, a la penitencia, y a la fe. Ella nos recuerda lo esencial del Evangelio y los medios que la Iglesia nos ofrece para nuestra santificación y perseverancia: oración con el corazón (sobre todo el Santo Rosario y la Sagrada Biblia), ayuno,  penitencia, sacrificio, y vida sacramental, especialmente la Confesión y la Eucaristía celebrada (la Misa al menos dominical) y adorada en el Santísimo Sacramento del Altar, con la firme determinación de abandonar definitivamente el pecado y decidirnos, de una vez y para siempre, por la santidad.

Por eso, nuestra Mamá celeste, viene a nosotros en este Adviento de más de treinta y seis años, desde aquel 24 de junio de 1981, festividad de san Juan Bautista, el “Precursor”: porque nos ama y como buena Madre se preocupa por nuestra suerte eterna. Para que no sigamos ofendiendo a Su Hijo, Nuestro Señor. Para tomarnos de la mano y conducirnos a Dios. Y, también, para que le ayudemos a realizar Sus planes de Paz, Sus proyectos de salvación. Por eso, nos llama a todos a ser Sus manos extendidas, Sus apóstoles de paz y amor: los apóstoles de los últimos tiempos (según el santo de Monfort) que la ayuden a triunfar definitivamente sobre el pecado y el mal, sobre satanás y el infierno. Ella nos dice que nos necesita. Que no puede triunfar sin nosotros.

En el Mensaje del 25 de agosto de 1991, Nuestra Madre, la Reina de la Paz, nos invitaba “a comprender la importancia de Su venida y la seriedad de la situación” porque, en este tiempo de Medjugorje en el que vivimos, se ha de completar lo que hace cien años inició en Fátima: el triunfo de Su Inmaculado Corazón.

Sea como fuere, a través de Sus Mensajes, Ella nos ayuda a prepararnos para acoger bien en nuestras vidas la venida del Salvador: del que vino a nosotros; del que viene siempre y todos los días; del que ha de venir como Juez.

Ella, su Purísima Madre, fue la que mejor vivió en sí misma el Adviento, la Navidad y la Epifanía o Manifestación de Jesús como el Salvador de Dios.

Tenemos, pues, en nuestra Mamá María, Reina de la Paz, una buena Maestra para este Adviento y para la próxima Navidad. Para estos últimos tiempos y para la próxima Parusía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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