Vivimos en una época de superficialidades, en la que lo externo se vuelve indispensable. No es difícil darse cuenta del valor que se le da al aspecto físico, peso corporal, ropa, y cosas materiales, especialmente cuando se trata de impresionar en redes sociales. Esta influencia mediática ha causado una gran presión, sobre todo en los más jóvenes, de buscar verse de cierta forma (cuerpos delgados y atléticos) o de tener ciertas cosas, para sentirse aceptados y valorados como personas. En muchos casos, el número de seguidores y “likes” en una red social es el factor determinante para la estabilidad emocional. Mientras más valor se le da a lo superficial, más se aleja la persona de lo verdaderamente esencial: su interioridad.  Este es el gran problema de nuestra sociedad actual; el hombre se ha desconectado de su interioridad, ha descuidado la importancia de entender y explorar las profundidades de su ser. Ahí, en el fondo de su corazón, se encuentra su verdadero yo, aquel que necesita ser restaurado con la experiencia del amor. Intentar llenar los vacíos internos con apariencias externas tiene como resultado la profunda crisis de identidad actual. La persona no sabe quién es, no comprende los impulsos y heridas de su propio corazón. Busca, desesperadamente, encontrar y formar su propia identidad con lo externo, maquillando y disfrazando su verdadero yo. Alejándose de su interioridad, el hombre no puede conocerse a sí mismo, y por tanto, no puede establecer una relación estable con Dios, consigo mismo, y con otros. Al no entrar en su corazón, el hombre se distancia de todo, principalmente de Dios, lo que lo hace perder el sentido de su existencia.

En el lenguaje bíblico, el término corazón no se refiere al órgano del cuerpo, sino a la interioridad del ser humano. Esta interioridad no es otra cosa que la intimidad de cada persona, el espacio sagrado en lo profundo de su ser. Es aquí donde conserva su verdadera identidad, su esencia pura y sin apariencias. En su intimidad, la persona resguarda su historia y las vivencias claves que han definido su vida. Ahí conserva, también, las heridas dolorosas que lo han marcado, y que muchas veces, se mantienen sangrantes y lastimosas como el día en que sucedieron. Esto genera traumas e inseguridades que impiden a la persona desarrollarse plenamente en el amor. Le tiene miedo al fracaso, rechazo, o a ser herido de nuevo. El corazón es la raíz de la estabilidad emocional, psíquica, y espiritual. Si el corazón está en orden, progresando y madurando en condiciones favorables, toda la persona podrá vivir en plenitud, incluso en su salud física (es bien sabido que muchas enfermedades se generan por cuestiones emocionales). Por el contrario, si el corazón no está en paz y vive lleno de dolores, traumas, rencores, etc., terminará afectando a toda la persona, y consecuentemente, a los que están a su alrededor. Es por eso que, para vivir la ley del amor, el ser humano necesita una renovación del corazón, que solo se lleva a cabo en su apertura al Espíritu Santo.

Los autores bíblicos, inspirados por el Espíritu Santo, presentan el corazón humano como el lugar donde Dios pondrá su ley, dando inicio a la tan esperada renovación espiritual, la vivencia del amor en toda su plenitud. “Pondré mi ley en su interior,” dice Dios a través del profeta, “la escribiré en sus corazones, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33). Dios promete dar “un solo corazón…un espíritu nuevo dentro de ellos. Y quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 11,19). Es en lo profundo de su interioridad que el hombre desarrolla, o no, la vivencia de la Palabra de Dios. El corazón es como un campo que, si no es limpiado adecuadamente de las hierbas, terminarán por ahogar el crecimiento de la semilla (Lc 8, 4-15). En consecuencia, no dará los frutos de fe, esperanza, y caridad necesarios para la santidad. La ley de Dios, el mandamiento del amor, necesita ser enraizado en el corazón humano; de lo contrario, permanece como una buena idea filosófica, pero sin encarnarse jamás en una vivencia concreta que dé paso a la felicidad. La felicidad es fruto de la plenitud vivida por el amor. Si la interioridad humana no es restaurada por la acción de Dios, entonces terminará por generar violencia, dolor, y muerte para sí mismo y para otros. Del corazón humano, explicaría Jesús, “provienen malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios y calumnias” (Mt 15,19). El corazón del ser humano alcanza su plenitud al ser vaciado de sí mismo, y en su lugar, llenado y restaurado por el amor de Dios. Ahí está el camino que lo conduce a la paz.

En perfecta concordancia con la Sagrada Escritura, Medjugorje presenta una extraordinaria pedagogía del corazón. A través de sus mensajes, Nuestra Señora ha desarrollado, a lo largo de los años, una riquísima enseñanza sobre el corazón humano, un camino hacia la interioridad de la persona. Si hay una experta en la vida interior, es la Virgen. “María, por su parte,” dice el Evangelio, “guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). Este detalle de Lucas sobre la persona de María no es accidental; con ello, el evangelista busca resaltar el aspecto contemplativo de la Virgen, el cual mantuvo a lo largo de su vida. María, aun siendo inmaculada y con plena virtud, también tuvo un camino de fe que recorrer. En este camino, la prueba estuvo presente. Con espíritu de contemplación y a la luz de la Palabra de Dios, ella debía meditar los acontecimientos que le sucedían. Como buena judía, la Virgen conocía las Escrituras que se leían en las sinagogas, en particular la Ley de Moisés y los Profetas. A raíz de su cuidadosa escucha de la Palabra de Dios, la cual conservaba y meditaba en su interior, la Madre de Jesús fue entendiendo a la persona y enseñanzas de su Hijo. También, fue comprendiendo la importancia de su papel como Madre del Señor, que más tarde se extendería a una maternidad de todo el Pueblo de Dios, redimido por Cristo. Su atenta escucha de la voz de Dios, junto con su cuidadosa observación de lo que ocurría a su alrededor, la llevaban a profundizar su fe en Cristo, a quien ella dio a luz por obra del Espíritu Santo. El corazón de la Virgen Madre, lo más profundo de su ser, era su santuario, el lugar de encuentro con la verdad de Dios. En ese campo fértil, inundado de la gracia divina, la semilla de la Palabra no solo era acogida, sino cultivada y cosechada. Del interior de la Virgen María surgieron los más bellos frutos de amor, la vivencia perfecta de lo que Cristo hacía y enseñaba. En ella se ha cumplido, plenamente, lo dicho por Jesús a sus discípulos: “La semilla en la tierra buena, son los que han oído la palabra con corazón recto y bueno, y la retienen, y dan fruto con su perseverancia” (Lc 8,15). El corazón de María es el modelo de aquella interioridad humana que alcanza su máxima plenitud en Dios, fuente y culmen de la existencia misma.

Siguiendo el mismo método instructivo de su Hijo, la Santísima Virgen María utiliza imágenes del campo y la vida cotidiana, para enseñar a los parroquianos de Medjugorje a profundizar en su interioridad. El 25 de Abril de 1985 decía: “Hoy quiero invitarlos a que comiencen a trabajar en sus corazones tal y como trabajan en sus campos. Trabajen y transformen sus corazones para que el Espíritu de Dios pueda entrar a sus corazones”. Con estas sencillas palabras, Nuestra Señora sitúa a los parroquianos en su propio contexto, comparando la labor del cultivo de tabaco y viñedos (típicos de la región de Herzegovina y modo de subsistencia local antes de las apariciones) con la labor que deben realizar en su interior. Así como se esfuerzan en labrar la tierra, quitando las hierbas malignas e innecesarias, y nutriendo los cultivos con abonos y buena irrigación, así se debe trabajar en el propio corazón. Al entrar en nuestro interior, encontramos hierbas y espinas de egoísmo, rencor, soberbia, vanidad, etc., que ahogan el crecimiento de la Palabra de Dios en nuestra vida. Esto obstruye la acción del Espíritu Santo, pues Dios no puede obrar en un corazón lleno de sí mismo. A través de la oración, el ayuno, los sacramentos, y las buenas obras, el corazón del hombre se abre, poco a poco, al amor de Dios, dejando a un lado su egoísmo y convirtiéndose en luz para otros. El 17 de Octubre de ese mismo año, al haber terminado la época de cosecha, la Virgen también comparó la limpieza del corazón con las labores de limpieza del hogar: “Ustedes encuentran tiempo para limpiar hasta los rincones menos importantes, pero hacen a un lado su corazón. Trabajen más y, con amor, limpien cada rinconcito de su corazón”. Con esta enseñanza, sencilla en su cotidianidad, Nuestra Señora anima a nunca dejar de lado la conversión del corazón, que es continua y permanente.

Años más tarde, Nuestra Señora profundizaría en la razón de su insistente llamado a la transformación interior. Los corazones deben dar frutos de amor en el mundo; solo así se puede realizar el plan de paz que Dios tiene para la humanidad. La Virgen lo explicaría el 2 de Julio de 2009: “Necesito corazones dispuestos a un amor inmenso. Corazones que no estén llenos de vanidad. Corazones que estén dispuestos a amar como mi Hijo ha amado, que estén dispuestos a sacrificarse como mi Hijo se ha sacrificado. Los necesito”. Para lograrlo, ella instruye en lo que conlleva una transformación interior: “Para venir conmigo, perdónense a ustedes mismos, perdonen a los demás y adoren a mi Hijo. También adórenlo por los que no lo han conocido, por los que no lo aman. Por eso los necesito, por eso los llamo”. Más tarde, en una magistral catequesis del 2 de Enero de 2012, la Madre de Dios desglosaría en lo que consiste una interioridad abierta al amor de Dios:

“Mientras con preocupación maternal miro sus corazones, veo en ellos dolor y sufrimiento. Veo un pasado herido y una búsqueda continua. Veo a mis hijos que desean ser felices, pero no saben cómo. ¡Ábranse al Padre! Ese es el camino de la felicidad, el camino por el que deseo guiarlos. Dios Padre jamás deja solos a sus hijos, menos aún en el dolor y en la desesperación. Cuando lo comprendan y lo acepten serán felices. Su búsqueda terminará. Amarán y no tendrán temor. Su vida será esperanza y verdad, que es mi Hijo”.

Es claro, entonces, que una interioridad en plenitud, como la que vivió María, no es otra cosa que aceptar y vivir en el amor de Dios, dándose así los frutos del amor en nuestra vida. Solo Él, con el poder de su gracia, puede transformar la duda en fe, el miedo en confianza, y el egoísmo en caridad. De esta manera, la persona alcanza la plenitud para la que fue creada. La santidad es la plenitud del amor que purifica el pecado, dando paso a un corazón nuevo, reflejo viviente del Corazón de Cristo. Mediante una sincera conversión, se lleva a cabo “la perfectísima simplificación del corazón que se fija definitiva y firmemente en Dios[1]”, Este es el culmen de la vida, la razón misma de nuestra existencia.

La interioridad humana fue creada por Dios para ser de Dios. Sin embargo, “cuando en el corazón todo está oscuro, está triste, este estado de desolación puede ser ocasión de crecimiento,”[2] como explica el Papa Francisco. El corazón del hombre ha sido formado por su Creador para ser su morada, su santuario viviente en la tierra. El llamado de María en Medjugorje invita al hombre a regresar a su interior, al fondo de su corazón, donde se encontrará con la Verdad misma, que es Dios. Ahí, la persona hallará el sentido de su existencia; descubrirá no solo sus debilidades y heridas, sino la inmensa compasión que Dios tiene por ellas. Evitar conocer la interioridad, por miedo al fracaso o soberbia, llevará a la persona a “permanecer siempre en la superficie de las cosas y no tomar nunca contacto con el centro de nuestra existencia”.[3] Esta búsqueda inquieta del corazón por conocer el sentido de su vida llevó, en el pasado, a muchas celebres figuras al fondo de su interior (Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Agustín, Teresa de Jesús, Teresita del Niño Jesús, etc.). Fue ahí, en su corazón, donde ellos encontraron la verdad de sí mismos. Esta verdad personal, por más humillante o dolorosa que fuera, sirvió como un impulso para encontrar en Dios la satisfacción de sus más grandes deseos. La verdad fungió como punto de encuentro con el amor en plenitud. Con esto, sus vidas se transformaron en luz, en “oración y esperanza para aquellos que no han conocido al Dios del amor.”[4] Descender a las profundidades del corazón es el único camino que conduce a la verdad. Al vivir en la verdad se encuentra la felicidad, ya que la verdad sostiene la libertad interior. En esto tiene su realización la plenitud del corazón, anunciada por Jesús a sus discípulos: “Si ustedes permanecen en mi palabra…conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Jn 8,31-32).

[1] Mons. Luis María Martínez. Tiende el Vuelo (Ciudad de México: Ediciones Cimiento, 2004), 5.

[2] Papa Francisco, Audiencia General del 16 de Noviembre de 2022 (Vatican City, Italy: Libreria Editrice Vaticana, 2022), https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2022/documents/20221116-udienza-generale.html

[3] Papa Francisco, Audiencia General del 16 de Noviembre de 2022.

[4] Mensaje de la Virgen del 25 de Mayo de 2021

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