1.- LA EUCARISTÍA COMO SACRIFICIO: LA SANTA MISA.

En primer lugar, consideraremos la Eucaristía en lo que, verdadera y esencialmente, es: el memorial y actualización del Sacrificio del Calvario.

¡Cuántos católicos han olvidado hoy este carácter sacrificial de la Misa! Que la Eucaristía es el sacrificio de la Iglesia, la verdadera ofrenda sacrificial que la Iglesia posee como culto. Es el sacrificio amoroso y único de Cristo por nosotros. Es también nuestro sacrificio: la entrega amorosa de nuestra voluntad y nuestra vida a Dios.

En cada Misa se memora, renueva y actualiza el único Sacrificio de la Cruz, con una sola diferencia: sobre el Altar se realiza de forma incruenta, sin derramamiento de sangre.  Afirma el Catecismo de la Iglesia (CE 1364): “Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual (cf. Hb 7,25-27)”.

La esencia misma de la Misa como sacrificio es la doble consagración del pan y del vino. De esta suerte, la Eucaristía es Sacramento porque Cristo se nos da como alimento para el alma, y es Sacrificio porque se ofrece a Dios en oblación. En efecto: por medio de la Comunión, nos unimos física y espiritualmente, formando con Cristo y entre nosotros un sólo Cuerpo. La Comunión es el gran don de Cristo que anticipa la vida eterna.

De esta suerte, la Misa es el verdadero y mismo sacrificio de la Nueva Ley en la que Jesucristo, a través del ministerio del sacerdote, ofrece a Dios Padre, en una inmolación mística incruenta, su Cuerpo y su Sangre, bajo las especies del pan y del vino que se nos dan en comida y garantizan el cumplimiento de su promesa de estar con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo.

Ahora, consideramos este primer y fundamental aspecto: la Misa es el mismo Sacrificio de la Cruz, con todo su valor infinito y nos aplica sus mismos frutos (cf., CE 1367).

En este sentido, la Eucaristía siempre ha sido el centro de la espiritualidad en Medjugorje. La Virgen desde el inicio introdujo a los videntes y a la Parroquia en una profunda espiritualidad eucarística. A tal punto, que su aparición diaria ocurre, precisamente, veinte minutos antes de la gran concelebración eucarística; con todos los sacerdotes y peregrinos que llegan a la Parroquia.

En Medjugorje todos entienden que la Eucaristía es lo primero. La misma Virgen recomienda que “es mejor para los fieles permanecer en la Iglesia preparándose para la Eucaristía, que estar con los videntes en el momento de la aparición”. Y a ellos les ha enseñado que “comulgar vale más que ser vidente”. También les ha dicho que: “Si tienen que elegir entre ir a Misa y encontrarse conmigo en la aparición prefieran la Eucaristía porque en ella está presente mi Hijo y en la aparición estoy yo”. Ella nos invita a poner la Misa en primer lugar y de ser posible asistir a Misa todos los días.

La Madre de Dios se lamenta porque muchos católicos no entienden lo que es la Eucaristía. Ni la comprenden ni la valoran. El 11 de abril 1982, la Gospa se quejaba: “Hay muchos que vienen a Misa solo por hábito. Es necesario despertar la fe”.  Otro día apareció llorando, y al preguntarle: “por qué lo hacía” respondió: “Porque muchos no saben el valor que tiene la Eucaristía”. Fue entonces cuando pidió que antes de participar en la Misa los fieles se prepararan, al menos, con 15 minutos de oración y al finalizar hicieran otro tanto “para agradecer a Dios por los múltiples beneficios recibidos”.

Todo se reduce precisamente a esto: la Misa debe ser el experimentar a Dios que se ha manifestado en Su Hijo como misericordia y perdón, como Redentor y Salvador. De esta suerte, en el mensaje del 16 de mayo de 1985 la Virgen dice: “¡Queridos hijos! Os invito a una oración más activa y a una participación más activa en la Santa Misa. Yo deseo que vuestra Misa sea una experiencia real de Dios. Deseo que experimentéis a Dios en vuestros corazones durante la Santa Misa”.

La Santísima Virgen llama, también, a la oración familiar, a que cada familia sea verdaderamente una Iglesia doméstica, un pequeño grupo de oración, y, a que participen juntos en la Eucaristía: nada contribuye más a la salvación y nada alegra más el ambiente en que un niño crece y se desarrolla, que el nacer y crecer en el amor eucarístico. No hay que tener miedo ni dudar de formar a los niños en este espíritu, en la espiritualidad del amor eucarístico. Los padres deben llevar a los niños desde pequeños a Misa, aún cuando no estén en la posibilidad de comprender. El 7 de marzo de 1985, la Gospa dice: “Hoy os invito a renovar la oración en vuestras familias. Queridos hijos, alentad también a los pequeños para que hagan oración y que también los niños vengan a la Santa Misa”.

En el mensaje del jueves 21 de noviembre de 1985, la Gospa invita a acercarse a la Misa por amor y a demostrarle, así, nuestro amor. Nos exhorta a hacerlo por Ella. Se trata de esa exhortación que a menudo se dirige al hijo en nombre del amor a la madre. Oigamos Su ferviente invitación maternal: “Venid a la Santa Misa, porque este tiempo os ha sido concedido a vosotros. Queridos hijos, sois muchos los que venís regularmente a la Misa, a pesar del mal tiempo, porque me amáis y de esa forma deseáis manifestarme vuestro amor. Yo espero de vosotros que me demostréis vuestro amor viniendo a Misa, el Señor os recompensará ampliamente”.

El mensaje del 3 de abril de 1986, es uno de los más preciosos. En esa ocasión la Virgen, con Su ternura maternal, dijo simplemente lo que una madre como Ella hubiera podido decir a un nivel muy comprensible: “Os invito a vivir la Santa Misa. Muchos de vosotros han experimentado la alegría y la belleza de la Santa Misa y hay otros también que no vienen de buena gana. Yo os he escogido, queridos hijos, y Jesús os da Sus gracias en la Santa Misa. Por lo tanto, vivid conscientemente la Santa Misa y que cada venida os llene de alegría. Venid con amor y acoged con amor la Santa Misa”.

Y en el mensaje del 25 de abril de 1988, dice que la Santa Misa es el centro de la vida, la vida misma, y que la Iglesia, entendida como templo, es un lugar sagrado por la Presencia divina que en ella habita y por el hecho de que todos los creyentes están llamados a la santidad que se deriva del encuentro con el Santo de los Santos: “¡Queridos hijos! Dios quiere haceros santos y por eso os invita a través mío al abandono total. Que la Santa Misa sea para vosotros la vida. Daos cuenta, que la Iglesia es la Casa de Dios, el lugar donde Yo os reúno y deseo mostraros el camino que conduce a Dios. ¡Venid y orad! No miréis a los demás y no murmuréis de ellos. Que sus vidas sean más bien un testimonio en el camino de la santidad. Las iglesias son sagradas y merecen respeto, porque Dios -que Se hizo hombre- vive en ellas día y noche. Por tanto, hijitos, creed y orad para que el Padre os acreciente su fe y después pedid lo que necesitéis. Yo estoy con vosotros y me regocijo por vuestra conversión y os protejo con mi manto materno. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!”.

En el Mensaje mensual del 25 de enero de 1998, la Gospa volvía a apremiarnos: “Os invito a ser responsables y decididos, y a (…) que la Santa Misa, hijitos, no sea una costumbre sino vida. Viviendo cada día la Santa Misa sentiréis la necesidad de santidad y creceréis en la santidad”.

Hacernos santos: éste es el primer objetivo y el más importante en la escuela de María, en las enseñanzas que nos imparte a través de Sus Mensajes. Su compromiso es convencernos para que abandonemos el pecado y nos decidamos por ser santos, y, así, conducirnos de la mano por el camino de la santidad, que no consiste en hacer milagros ni en tener dones y carismas extraordinarios, sino en vivir los mandamientos y guardar y cumplir la Palabra de Dios, viviendo -como Ella, con Ella- en el Reino de la Divina Voluntad. Ella es para nosotros un modelo y un espejo de santidad, pero no puede dárnosla, -¡sólo Dios puede concederla!-; por eso, la hemos de pedir con humildad y confianza al Espíritu Santo. Entregar, como María, el propio corazón a Dios, confiarse a Él, decirle con María, “Aquí estoy, fiat, cúmplase en mí tu voluntad”: ése es el contenido de la fe.

De esta suerte, la Gospa nos invita a no conformarnos con ir a Misa: nos exhorta a vivirla. Porque, mientras no viva la celebración eucarística, mientras no prolongue la comunión y la adoración, el cristiano corre un grave peligro. Por eso, es necesario (como nos pide nuestra Madre) que cada Misa sea preparada y celebrada conscientemente. Entonces, cuando el encuentro litúrgico sea vivido, y se dedique tiempo para escuchar a Dios que nos habla en Su palabra, cuando se ore y permanezca en silencio, cuando se cante con el corazón, ¡entonces la Misa será vivida! Entones, ¡viviremos la Misa, como nos pide María! Será vida y progreso espiritual y abrirá los ojos de los no creyentes, ¡y atraerá a quienes se han alejado, a los débiles y a los inseguros! Vivir la Santa Misa es una gracia que podemos y debemos pedir a Dios.

La belleza de la Misa radica en el hecho de que es el sacrificio vivo del amor de Cristo, que se ofrece por nosotros, con Quien nos encontramos. La belleza de la Eucaristía radica en el hecho de que Dios está dispuesto a perdonarnos y a mostrarnos misericordia, a alimentar nuestra alma y sanar nuestro cuerpo.

Cuando no se es consciente de ello, cuando se ignora la belleza y el valor de la Eucaristía, es muy fácil encontrar justificaciones para no ir a Misa. Todos los motivos para no participar en la Eucaristía tienen su origen en una única razón de fondo: Dios no ocupa el primer lugar en la vida del hombre. Su puesto lo ocupan otros valores y no se tiene tiempo para Él. Si Dios no es lo primero, si no es colocado en el centro de la vida, si no es “el primer amor”, cualquier cosa (el dinero, el poder, la ambición, el egoísmo, …) se impondrá y ocupará, como un ídolo, su lugar. ¡Y el hombre acabará por servirle!

De esta suerte, nuestra Madre, la Reina de la Paz, nos confesaba en el mensaje del 25 de octubre de 1993: “Yo no puedo ayudaros si vosotros no vivís los mandamientos de Dios, si no vivís la Misa, si no abandonáis el pecado”.

Dos décadas después, el 29 de mayo 2017, nos dijo: “Queridos hijos, también hoy deseo invitaros a poner a Dios en primer lugar en vuestras vidas, a poner a Dios en primer lugar en vuestras familias: recibid sus palabras, las palabras del Evangelio, y vividlas en vuestras vidas y en vuestras familias. Queridos hijos, especialmente en este tiempo, os invito a la Santa Misa y a la Eucaristía”.

En el Mensaje extraordinario del 2 de julio de 2015 nos llamaba a ser apóstoles de su amor, y decía: “El amor revive siempre y de nuevo, el dolor y el gozo de la Eucaristía, revive el dolor de la Pasión de mi Hijo, con la cual Él os ha mostrado lo que significa amar inmensamente; revive el gozo de haberos dejado Su Cuerpo y Su Sangre para nutriros de sí mismo y ser así uno con vosotros. Al miraros con ternura siento un amor inmenso, que refuerza en mí el deseo de conduciros a una fe firme. Una fe firme os dará en la Tierra gozo y alegría y al final, el encuentro con mi Hijo. Ese es Su deseo. Por eso vividlo a Él, vivid el amor, vivid la luz que os ilumina siempre en la Eucaristía”.

El 2 de diciembre del mismo año insistía: “Dios necesita apóstoles que, viviendo la Eucaristía con el corazón, realicen grandes obras; necesita de vosotros, mis apóstoles del amor. Hijos míos, la Iglesia ha sido perseguida y traicionada desde sus inicios, pero ha crecido día a día. Es indestructible, porque mi Hijo le ha dado un corazón: la Eucaristía”.

La tarde del jueves 29 de marzo de 1984, la Gospa pidió, de una manera especial,  a los parroquianos la perseverancia en las pruebas y a ofrecer los sufrimientos que les lleguen como sacrificio a Dios. Al pequeño grupo de oración les reveló este mismo mes que la primera parte de su programa se había realizado. Pero que hay muchos hombres que viven en pecado. Y les dijo: “que la Santa Misa sea para ellos el obsequio del día y vayan y deseen que comience. Cuando Jesús se entrega a sí mismo durante la Misa, se purifican. Pero si las personas asisten a Misa indiferentes, regresarán a sus hogares fríos y con el corazón vacío”.

En octubre del mismo año, les aseguró: “Yo quisiera guiaros espiritualmente, pero no sabría ayudaros si no abrís vuestros corazones. Basta con que penséis dónde estaban vuestros pensamientos ayer durante la Misa. Cuando vayáis a Misa, el tiempo del camino de la casa la Iglesia, debiera ser preparación para la Misa. Además, debéis recibir la Sagrada Comunión con un corazón abierto y puro. No marchéis de la iglesia sin un acto de acción de gracias apropiado. Yo puedo ayudaros solamente si atendéis mis sugerencias. Yo no puedo ayudaros si no abrís vuestros corazones. Lo más importante en la vida espiritual es el pedir el don del Espíritu Santo”. Por eso, antes de cada Misa hemos de invocar al Espíritu Santo y pedirle nos unja con su gracia, nos ayude y procure una participación consciente, activa y piadosa.

Finalmente, antes de pasar a considerar la Eucaristía como Sacramento, apuntar algo que solemos olvidar habitualmente:

Si, como hemos afirmado, la santa Misa es el Sacrificio del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, que se ofrece sobre nuestros altares bajo las especies de pan y de vino en memoria del sacrificio de la Cruz, si es el mismo y único sacrificio de la cruz, por la lógica sacramental, litúrgica, que descorre el velo que separa el universo visible del invisible, el tiempo de la eternidad, cuando participamos activamente, si vivimos la santa misa, no somos meros espectadores de un drama que nos es ajeno o distante en el tiempo. Con María, con el discípulo amado, con Magdalena, subimos a la cima del Calvario para, al pie de la Cruz, asistir y participar del drama de la Pasión y Muerte del Mesías, Nuestro Dios y Señor, Jesús Redentor. En cada Misa se vive realmente el sacrificio de Jesús en la Cruz; Cristo se ofrece a la muerte por nosotros y para perdonar nuestros pecados.

Le dice la Virgen a Catalina Rivas, mística estigmatizada de Bolivia, durante su visión mística de la Santa Misa en el momento de la consagración: “Este es el milagro de los milagros, te lo he repetido, para el Señor no existe ni tiempo ni distancia y en el momento de la Consagración, toda la asamblea es trasladada al pie del Calvario en el instante de la crucifixión de Jesús”.

En Medjugorje, la Gospa ha mencionado, también, que “el momento más solemne de la Eucaristía y donde más gracias se pueden recibir, es durante la Consagración”.

¿Puede alguien imaginarse eso? Nuestros ojos no lo pueden ver, pero todos estamos en el Calvario, en el momento en que a Él lo están crucificando y está pidiendo perdón al Padre, por cada uno de nosotros: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!”. Y, es, por tanto, ahí, al pie del altar, que Él nos confía a María como hijos y nos la entrega como Madre …

¿Cómo podríamos tomar parte en el sacrificio eucarístico sin recordar e invocar a la Madre del Soberano Sacerdote y de la Víctima, a la corredentora, a la Reina de los mártires?

Ciertamente, como estaba presente en el Calvario, al pie de la Cruz, está presente en la Misa, al pie del Altar, que es una prolongación del Calvario. En la Cruz asistía a su Hijo ofreciéndole al Padre; en el Altar, asiste a la Iglesia que se ofrece a sí misma con su Cabeza cuyo sacrificio renueva.

De otra suerte, la unión con Su Hijo en la Pasión, al pie la Cruz, se manifestó después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como «memorial» de la Pasión. “¿Cómo imaginar -se pregunta San Juan Pablo II- los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros»? (cfr., Lc 22, 19) Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el Suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz” (Carta Encíclica sobre la Eucaristía, n. 56).

Consideremos con qué amor, piedad, humildad y devoción asistiría Ella a la celebración de la Eucaristía, a la Santa Misa, en los más de 20 años que transcurrieron desde la Resurrección y Ascensión de Jesús a Su gloriosa Asunción al cielo. Tratemos de imitarla. Participando y viviendo la Misa como la vivió Ella, y comulgando con Sus mismos sentimientos, actitudes y humildad; con Su misma fe, esperanza y caridad.

Continuará…

Francisco José Cortes Blasco

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