En Medjugorje la Gospa ha hablado sólo en dos ocasiones de sus Apariciones en otros lugares: 1) La primera, el 25 de agosto de 1991, cuando dijo explícitamente que “los secretos que comenzaron en Fátima” se realizarán (con nuestra ayuda) en Medjugorje, cumpliéndose al fin su profecía: “¡Mi Corazón Inmaculado triunfará!”. 2) La segunda, implícitamente, cuando el 2 de mayo de 2016, por medio de Mirjana, nos exhortó: “os invito, hijos míos, a mirar bien los signos de los tiempos, a recoger las cruces despedazadas y a ser apóstoles de la Revelación”. Las cruces rotas y el llamado a ser apóstoles de la Revelación (Apocalipsis) se refieren, sin duda, a las apariciones de Tre Fontane (Tres Fuentes), en Roma, a Bruno Cornacchiola a quien le dice la primera vez (12/04/1947): “Soy Aquella que está en la Trinidad Divina. Soy la Virgen de la Revelación”. Luego, la Virgen mueve su brazo izquierdo y apunta su dedo índice hacia abajo, señalando algo a sus pies. Bruno sigue el gesto con la mirada y ve en el suelo una sotana de sacerdote y sobre ella una cruz destrozada. “Esta es la señal de que la Iglesia sufrirá, será perseguida, despedazada; esta es la señal de que mis hijos se desvestirán (de sus hábitos religiosos) …”.

Según Bruno deja constancia en uno de sus cuadernos (donde relata las apariciones, los mensajes y los sueños proféticos que tuvo hasta 2001), la Virgen le dice (en junio de 1948) que Tre Fontane es continuación de Fátima. También lo serán Garabandal, Akita, Kibeho y Medjugorje, pues Fátima además de ser asunto del presente sigue apuntando al futuro, al final de los tiempos (“Medjugorje es la continuación de Fátima” dijo el papa san Juan Pablo II al obispo Pablo María Hnilica, S.I, en 1984).

Partiendo de esta relación y ante la cercanía de la solemnidad de la Asunción, “la fiesta de María”, la más solemne de las fiestas que la Iglesia celebra en su honor, quisiera recordar que Nuestra Madre del cielo se ha referido a este inefable misterio tanto en Tre Fontane como en Medjugorje.

En efecto: Nuestra Señora le revela a Bruno en su primera Aparición: “Mi cuerpo no podía morir y no murió, no podía corromperse y no se corrompió. Mi Hijo y los ángeles vinieron a llevarme al cielo, al trono de la divina misericordia, de la Trinidad divina, para ser la Reina de los hijos de la Resurrección”. Con estas palabras, anticipa el Dogma de su Asunción al Cielo, promulgado por Pío XII el 1 de noviembre de 1950 en la Constitución Munificentisimus Deus.

En Medjugorje, al principio, cuando permitía que le hiciesen preguntas, la Gospa confesó con rotunda claridad: “me preguntáis por mi Asunción. Sabed que subí al cielo antes de la muerte” (15 de agosto de 1981).

Afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del Cielo y elevada al Trono del Señor como Reina del Universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte. La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (n. 966).

La importancia de la Asunción para nosotros, hombres y mujeres de comienzos del Tercer Milenio de la Era Cristiana, radica en la relación que hay entre la Resurrección de Cristo y la nuestra. La presencia de María, mujer de nuestra raza, ser humano como nosotros, quien se halla en cuerpo y alma ya glorificada en el Cielo, es eso: una anticipación de nuestra propia resurrección.

El misterio de la Asunción de María al Cielo nos invita, pues, a hacer una pausa en nuestra agitada vida, para reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia aquí en la tierra y sobre nuestro fin último: la Vida Eterna, junto con la Santísima Trinidad, la Purísima Virgen María y todos los Ángeles y Santos, a la vez que, renueva la esperanza en nuestra futura glorificación (la plenitud de la felicidad mediante la resurrección de los cuerpos).

Es por eso, precisamente, que la Santísima Virgen puede aparecerse en Medjugorje como se aparece a los videntes. Notemos que lo hace como en la visión que san Juan tuvo en el Apocalipsis, en el capítulo 12. Es la Mujer vestida de sol, con una corona de doce estrellas en su cabeza. La Mujer que lucha contra el Dragón, la Serpiente antigua, Satanás (cf. Gn 3). Así también aquí aparece y nos lo muestra a través de sus mensajes. Por eso aparece, según nos cuentan los videntes, en cuerpo y alma, de una belleza absolutamente indescriptible. La ven como se ven entre ellos, como ven a todas las personas (no como un fantasma, sino como una persona viva, “de carne y hueso”). Pero, a la vez, glorificada: totalmente resplandeciente, sumergida en luz e irradiando luz, coronada con doce estrellas. Además de dialogar con Ella, pueden tocarla (y hasta besarla).

En el corazón del verano, como cada año, vuelve la solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora, la fiesta mariana más antigua. Es una ocasión para ascender con María Inmaculada a las alturas del espíritu, donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, la de la santidad.

El clima de esta festividad está penetrado de alegría pascual. La Virgen María sube a los cielos, para reinar con Cristo para siempre. Y esto no le impide, sino que causa su presencia permanente entre nosotros. Ella, como Su Hijo, está ciertamente con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo.

Se trata de un acontecimiento totalmente único y extraordinario, destinado a colmar de esperanza y felicidad el corazón de todo ser humano. María es, en efecto, la primicia de la humanidad nueva, la criatura en la cual la redención de Cristo ha tenido ya pleno efecto, trasladándola en alma y cuerpo al reino de la vida inmortal. Por eso la Virgen María, como recuerda el Concilio Vaticano II, constituye para nosotros un signo de segura esperanza y de consolación (cf. LG, 68). La “Virgen de Agosto”, nos impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No un cielo hecho de ideas abstractas, ni tampoco un cielo imaginario creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo: Dios es el cielo. Y Él es nuestra meta, la meta y la morada eterna, de la que provenimos y a la que tendemos, como nos lo recuerda tantas veces Nuestra Madre en Medjugorje.

Francisco José Cortes Blasco.

 

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