Hemos escuchado, hermanos y hermanas, ese conocido relato del Evangelio según san Lucas, acerca de los dos discípulos desilusionados y tristes que, después de los acontecimientos en Jerusalén, regresan a la aldea de Emaús, se encuentran con Jesús en ese viaje y lo reconocen al partir el pan.

Ciertamente, aquellos días no fueron fáciles para los discípulos de Jesús en Jerusalén. Su maestro, el líder, al que consideraban profeta, incluso el Mesías, fue asesinado mediante una muerte vergonzosa. Y por él, ellos habían renunciado a sus vidas, habían dejado sus trabajos, su vida cotidiana e, incluso, a sus familias para estar con él. Porque estando cerca de él, sus corazones ardían. Y a través de ese sentimiento sabían que había algo grande en él. Después de la pasión y la muerte, quedan decepcionados y no tienen más remedio que regresar a sus casas, a sus viejos trabajos, lo que algunos hicieron. Y estos dos, en concreto, regresan de la ciudad al pueblo, de Jerusalén a Emaús. Por el camino, hablan de lo que había sucedido. Debían de haber estado llenos de dudas respecto a todo, particularmente respecto a los relatos de las mujeres que hablaban de la resurrección.

Es interesante notar cómo Jesús se les une cuando están hablando de él, de todos los acontecimientos relacionados con él y cómo llega justo en el momento de la desilusión, cuando nuestro mundo entero parece colapsar. Aún más interesante es la imagen de Jesús tratando de explicar las Escrituras, los profetas y todos los acontecimientos para hacerles ver el por qué sucedió todo y cómo esta desgracia aparente fue, de hecho, una gran bendición, un milagro sobre todos los milagros, que salvó a la humanidad entera.

Es alentador para nosotros, hermanos y hermanas, que Jesús no nos abandone cuando pensamos que todo se ha acabado. Al mismo tiempo, es un estímulo para comenzar a reflexionar sobre nuestra vida y las situaciones que estamos viviendo nosotros y, también, el resto del mundo. Hemos de saber que nosotros no somos los creadores de nuestra realidad. Hemos de admitir que a menudo no podemos interpretar los acontecimientos. Pero también, debemos poner nuestra confianza en Jesús – el Resucitado – que viene a nuestro encuentro y nos muestra que todo está bien, que todo está como debe estar y que todo estará bien, aunque a nuestros ojos humanos parezca que todo hubiera fallado.

Quizás esta crisis universal nos ha venido muy bien para empezar a ver y situarnos en el lugar que nos corresponde, para descender del trono en el que nos habíamos puesto nosotros solitos, ya sea en nuestra propia vida o en la vida de nuestra comunidad, y para levantar la vista hacia el cielo, donde Cristo glorificado está sentado a la derecha del Padre y rige el mundo entero. Y decir: “Señor, te entrego mi vida. Aunque me parece que podría haber sido mejor, que tú podías haber sido más amable conmigo, con mis prójimos, que podía haber habido menos sufrimiento, menos angustia y más diversión… Pero aun así, Señor, tú sabes mejor, tú eres Dios. Guíame tú. Abre mi mente para que pueda entender las Escrituras, y que ellas puedan reflejar mi vida”.

Los discípulos le hacen a Jesús quedarse en su casa y comen con él. Y lo reconocen por sus gestos de partir el pan. Entonces sus ojos se abrieron. Y entendieron todo lo que les estaba diciendo.

¡Qué importantes son los gestos de Jesús! Partir el pan. Partir su cuerpo. Entregarse a sí mismo por los demás. El amor inconmensurable de Dios por el hombre. Y al instante, los discípulos vuelven a sentir alegría, seguridad y protección. Dios está con nosotros. Él se queda con nosotros. No estamos solos. Están tan animados que regresan a Jerusalén de noche. A la ciudad del tormento. Pero ahora saben que es la ciudad de la gloria también.

Hermanos y hermanas, ¿cuál es el fruto de la resurrección de Jesús? – La paz. La paz que solo Jesús nos puede dar. La paz que nace de la realidad de la resurrección. ¿Qué puede ser tan terrible, doloroso o insoportable en nuestra vida si sabemos que Jesús ha resucitado y que en su resurrección tenemos vida nosotros? Una vida que no perece. La vida eterna que nunca pasará y que nadie podrá quitarnos. Esa es la verdadera alegría de la resurrección. Que todo el sufrimiento de este mundo, todo el peso de una vida humana no es nada comparado con esa gloria futura que tenemos en el Señor.

En ese conocimiento debe vivir cada persona bautizada. Si vive de esta manera, entonces su corazón siempre arderá, estará lleno de alegría y podrá ir al encuentro de los demás y podrá testificar: “¡Jesús ha resucitado! Lo he reconocido en su palabra y en la fracción del pan (en la Eucaristía)”.

Que este tiempo de retiro, mientras estamos en nuestros hogares, sea el momento de encontrarnos con Jesús en su palabra. Abramos los Evangelios y leamos sobre Jesús, escuchemos Sus palabras. Que nuestro corazón arda por él. Entonces seguramente con mayor celo nos acercaremos al sacramento de la Eucaristía y reconoceremos y apreciaremos esa fracción del Pan de Vida, esa entrega de la vida de Jesús por nosotros, ese sacrificio de amor.

 

Fr. Zvonimir Pavičić, ofm

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