Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a Su Hijo Eterno, Príncipe de la Paz, nacido, en la humildad de nuestra carne, de María Virgen (cfr. Gal 4,4).

Dios Padre ha enviado Su Hijo al mundo por medio de la Virgen María. Dios Hijo se ha hecho hombre para redimir al hombre, en María y por María de quien recibió toda la naturaleza humana. Dios Espíritu Santo, tras obtener su consentimiento (su fiat), formó a Jesucristo, Verbo encarnado, en María. Sin María no hay Encarnación, no hay Navidad. Sin Ella no hay Redención ni perdón.

En el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María, san Luis María Griñón de Monfort, explica admirablemente cómo la salvación del mundo comenzó por María y por María debe alcanzar su plenitud. Asegura que, así como entonces, en la primera venida de Jesucristo, la Santísima Virgen apenas se manifestó (siempre discreta, callada, retirada); ahora, “en estos últimos tiempos”, “en la segunda venida de Jesucristo, María tiene que ser conocida y puesta de manifiesto por el Espíritu Santo, a fin de que por Ella Jesucristo sea conocido, amado y servido”. Ella fue el camino por donde vino Jesucristo al mundo la primera vez, y lo será también, aunque de modo diferente, cuando venga la segunda vez.

Pío XII llamó a nuestro tiempo “la era de María”, una era que ha de finalizar, precisamente, con el triunfo de Su Inmaculado Corazón. En ella el Espíritu Santo está revelando a la Iglesia el misterio de María para que sea conocida, amada y venerada. En ella se han proclamado los dos últimos Dogmas Marianos (la Inmaculada Concepción y la Asunción); el mundo ha sido consagrado (varias veces por distintos Papas) al Corazón Inmaculado de María; y han sido convocados hasta tres Años Jubilares Marianos (por Pío XII en 1953-54 y Juan Pablo II en 1987-88 y 2002-03). Además, uno de los signos de los tiempos de esta época nuestra es, precisamente, el de las múltiples Mariofanías que se están dando en todo el mundo.

La primera venida de Cristo a la tierra es un acontecimiento tan insondable que Dios quiso prepararlo durante siglos, con un Adviento que duró cuatro mil años, henchido con el anhelo de todas las almas santas del Antiguo Testamento que no cesaban de pedir por la venida del Mesías, el Salvador. Nuestra Señora (Gospa) vivió intensamente el Adviento, sobre todo durante los nueve meses de gestación del Salvador en su seno, mientras lo esperaba “con inefable amor de Madre”. Por eso, es la gran figura del Adviento, el tiempo con el que comienza un nuevo Año litúrgico. A través de todo el Adviento sentimos la presencia de la Virgen María.

Adviento (del latín “Adventus”) significa “venida” o “advenimiento” y traduce en el Nuevo Testamento el vocablo griego “Parusía” con el que se expresa la expectación de la Venida gloriosa de Cristo (su segunda venida del Último Día).

Pero el Adviento no es sólo un tiempo litúrgico. Los cristianos somos Adviento. Vivimos en un Adviento permanente cuyo último paso será nuestro encuentro con Cristo. El Adviento nos desvela el sentido cristiano de la esperanza: es tiempo de preparación y espera, de vivir la fe como esperanza activa.

En verdad, hay tres venidas del Salvador estrechamente vinculadas en la historia y en la misma liturgia (“vino, viene, vendrá”) que responden a los tres tiempos de la carta a los Hebreos: “Cristo ayer, hoy y siempre”. Vino, en humildad y debilidad, en la Navidad. Vendrá, en gloria y poder, en la Parusía. Y viene, siempre (cada día, todos los días), en el Espíritu y en el amor. La teología litúrgica del Adviento se mueve, pues, en estas dos líneas: la espera de la Parusía (durante la primera parte del Adviento hasta el 16 de diciembre) y la perspectiva de Navidad (en la semana previa) que son como una novena preparatoria para celebrar litúrgicamente su primera venida. Por estas dos razones, el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre, de espera gozosa y expectante ya que lo que esperamos es la llegada de nuestra Salvación.

La Exhortación Marialis Cultus de Pablo VI (1974) considera el Adviento como el tiempo “mariano” por excelencia, particularmente apto para el culto de la Madre del Señor: “Durante el tiempo de Adviento la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen (…) sobre todos los días feriales del 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías, y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor”.

María (tanto durante el tiempo litúrgico del Adviento como en Medjugorje), nos conduce siempre al centro: su Hijo. En el hoy de la Iglesia, Adviento y Medjugorje son como un redescubrir la centralidad de Cristo en la Historia de la Salvación. Y en esta historia, nosotros esperamos la Venida gloriosa de Cristo para establecer definitivamente su Reino. Esa Vuelta de Cristo, en gloria y majestad, al final de la Historia, en el “Último Día” (“Parusía”), es la que clausurará los tiempos e inaugurará la eternidad, los nuevos cielos y la tierra nueva. De esta suerte, la Iglesia espera y anhela que su Señor y Esposo, Cristo, venga pronto a juzgarla como Señor del mundo y Rey del Universo: lleva dos mil años repitiendo las palabras conclusivas del Nuevo Testamento: Marannathá”, ¡Ven, Señor Jesús!

En Medjugorje, María llama “por última vez” a Sus hijos a la conversión, a la penitencia, a la fe. Ella nos recuerda lo esencial del Evangelio y los medios que la Iglesia nos ofrece para nuestra santificación: oración con el corazón (sobre todo el Santo Rosario y la Sagrada Biblia), ayuno, penitencia, sacrificio, y vida sacramental, especialmente la Confesión frecuente y la Eucaristía (celebrada y adorada en el Santísimo Sacramento del Altar).

En el Mensaje del 25 de agosto de 1991, Nuestra Madre, la Reina de la Paz, nos invitaba “a comprender la importancia de Su venida y la seriedad de la situación” porque, en este tiempo de Medjugorje en el que vivimos, se ha de completar lo que inició en Fátima: el triunfo de Su Inmaculado Corazón.

Pero, para que su Corazón Inmaculado triunfe, Ella necesita nuestra ayuda porque no puede, no quiere triunfar sin nosotros. Por eso, insiste tanto en que le ayudemos a realizar Sus planes de Paz, Sus proyectos de salvación. Por eso, nos llama a todos a ser Sus manos extendidas, Sus apóstoles de paz y amor: los apóstoles de los últimos tiempos (según el santo de Monfort) que la ayuden a triunfar definitivamente sobre el pecado y el mal, sobre satanás y el infierno.

La ayudamos cuando rezamos por Sus intenciones, acogemos y vivimos Sus Mensajes, y, abandonando el pecado nos decidimos por la santidad, poniendo a Dios en el primer lugar y amándonos unos a otros como hermanos.

A través de Sus Mensajes, Ella nos sigue ayudando a prepararnos para acoger bien en nuestras vidas la venida del Salvador: del que vino a salvarnos; del que viene siempre y todos los días a santificarnos; del que ha de venir a juzgarnos y hacer nuevas todas las cosas.

Ella, su Purísima Madre, fue la que mejor vivió en sí misma el Adviento, la Navidad y la Epifanía o Manifestación de Jesús como el Salvador de Dios.

Tenemos, pues, en nuestra Mamá María, Reina de la Paz, una buena Maestra para este Adviento y para la próxima Navidad. Para estos últimos tiempos y para la próxima Parusía, que esperamos ver pronto cumplida.

Fco. José Cortes Blasco

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