El amor humano más semejante al amor divino es el amor materno: absolutamente incondicional, magnánimo, fecundo, misericordioso, sacrificado hasta el olvido de sí, profundamente afectivo y efectivo y dispuesto siempre a perdonar a sus hijos y a olvidar sus ingratitudes y ofensas.

San Luis Mª Griñón de Monfort en el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, afirma que María nos ama tiernamente y con más ternura que todas las madres juntas: “Reúnan, si pueden, todo el amor natural que todas las madres del mundo tienen a sus hijos, en el corazón de una sola madre hacia su hijo único: ciertamente, esta madre amaría mucho a ese hijo. María, sin embargo, ama en verdad más tiernamente a sus hijos de cuanto esta madre amaría al suyo. Los ama no sólo con afecto, sino con eficacia. Con amor afectivo y efectivo” (n. 202).

En Medjugorje, Ella misma lo confirma y no se cansa de repetirnos: “Yo soy su Madre; por tanto, Yo deseo conducirlos a todos a la santidad completa. Yo deseo que cada uno de ustedes sea feliz aquí en la tierra y que cada uno de ustedes esté Conmigo en el Cielo. Esta es, queridos hijos, la razón de mi venida aquí y mi deseo” (25/05/1987). “Hijitos, yo soy Su Madre, los amo y deseo que cada uno de ustedes se salve y esté conmigo en el Paraíso” (25/08/1988). “Intercedo por ustedes, hijitos, y los amo con un amor infinito” (25/08/2015). “Yo los amo con el amor inmenso de Jesús” (25/11/1991). “Queridos hijos, si supieran cuánto los amo, llorarían de alegría” (febrero 1982).

Sin duda, habéis oído decir que nadie ha podido nunca escogerse a su madre como se escoge a la esposa. Nadie salvo Dios mismo. Él la escogió, bendita entre todas las mujeres, para que fuese la digna Madre de su Unigénito y, también, nuestra Madre. Ahora bien: como nos asegura la fe, nada es casual sino causal, no hay coincidencias sino providencias (todo tiene su razón de ser en la Providencia amorosa de Dios). Sería, pues, absurdo pensar que nuestra madre biológica nos ha sido dada al azar, que ha sido cuestión (más o menos) de suerte, tener una u otra madre… Ciertamente, no la elegimos nosotros; pero nos fue dada por Alguien que pensó en ambos desde antes de la creación del mundo. Por lo tanto, a cada hombre le corresponde siempre la mejor de las madres, aquella que Dios mismo ha elegido para él. La mía se llama Felicidad y ha sido la madre que Dios, en su infinita sabiduría y amor, eligió (de entre todas las mujeres) para mí y para mis dos hermanas. La mejor de las madres que Dios encontró para nosotros.

De otra suerte, cuando hablamos de amor verdadero hemos de reconocer que está siempre unido al dolor: el amor duele. Por eso el libro del Eclesiástico nos dice: “no olvides los dolores de tu madre” (7, 27). Quizá el dolor más cruel para una madre es enterrar al hijo, ver morir al hijo. Y quizá, para un hijo el mayor dolor sea la muerte de su madre, el vacío de sentirse huérfano, la pérdida física de un regazo que fue siempre cálido y entrañable hogar. Pero, la fe ilumina la oscuridad de la muerte y nos conforta; por eso, no sufrimos como los que no creen, los hombres sin esperanza. Nosotros creemos en el amor de Dios y esperamos en la vida eterna y la resurrección de los muertos. Sabemos, además, que sólo se muere una vez y que ésta no rompe los lazos de comunión entre nosotros: el amor es más fuerte que la muerte y permanece siempre.

Escribo esto porque acabo de experimentar el desgarro de la pérdida de mi madre Felicidad: tras una larga y fecunda vida, terminada su existencia mortal, acaba de cerrar sus ojos para abrirlos a la eternidad y regresar al Padre. Porque quisiera compartir con todos mi fe y esperanza.

Era Felicidad una mujer creyente, sencilla, ama de casa, esposa fiel y buena madre que perteneció (desde su fundación) a la Junta de la Cofradía de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de la Parroquia de san Bartolomé de Torreblanca (Castellón) y que vestía el santo escapulario del Carmen.

Tres días después de su ingreso en el Hospital, el 25 de mayo, la Gospa en su mensaje mensual decía algo que enseguida consideré como un guiño, como un aviso: “Sean conscientes, hijitos, de que la vida es breve y les espera la vida eterna según sus méritos”. Es verdad que ya antes (en distintas ocasiones) había insistido en la misma idea como, por ejemplo, cuando dijo: “Hijos míos, vuestra vida es solo un abrir y cerrar de ojos hacia la vida eterna” (2/08/2014).  “Hijitos, sean conscientes que su vida es breve y pasajera. Por eso, anhelen la eternidad” (25/10/2014). Pero, ahora, esta vez, sentía que me lo decía personalmente, que me preparaba para el desenlace de esta enfermedad de mi madre que se complicaba por momentos.

Nada más ingresó en el Hospital le administré los sacramentos de la Penitencia, Unción y Viático, agradeciendo a Dios y a la Santísima Virgen esta oportunidad de poder socorrer a mi madre con los auxilios espirituales que la Iglesia otorga a sus hijos en su enfermedad y para su último viaje… Me reconfortaban las palabras de la Señora: “Para los que vivan la Palabra de mi Hijo y la amen, la muerte será la vida” (2/08/2015). Y el saber que la vida eterna que esperaba a mi madre no sería ya “según sus méritos”, sino (por la eficacia de los sacramentos) según los méritos de Nuestro Señor Jesucristo. En este sentido, recordaba consolado las palabras de la Gospa en los primeros días de las Apariciones cuando hablaba de los novísimos (las realidades últimas que nos esperan: muerte, juicio, infierno y gloria): “Quien haya hecho mucho mal durante su vida, puede ir derecho al Cielo, si confiesa, está arrepentido por lo que ha hecho, y recibe la Comunión al final de su vida” (24/07/1982).

No obstante, era duro verla en este estado: los primeros días sufría mucho, pero aún en su agitación, conservaba la calma y confesaba serena que ya no regresaría a casa ni podría volver a ver a su biznieta, susurrando, entre lamentos: “¡Ay, Mare de Déu!” (“¡Ay, Madre de Dios!”). Me sostenía también la oración de tantos hermanos y la de algunos conventos de contemplativas de la diócesis que intercedían por ella, especialmente la de las carmelitas descalzas.

Los últimos tres días le suministraron dosis de morfina, calmando al fin sus constantes e intensos dolores. Entonces, le administré el último recurso espiritual abriendo el cofre de los tesoros de la Iglesia: la Indulgencia Plenaria. Y recordando las promesas de Jesús misericordioso a santa Faustina, comencé a rezar, a su lado, la Coronilla de la Divina Misericordia.

Finalmente, al entrar en agonía, cuando se aproximaba la hora, teniendo presente las palabras de la Gospa: “Uno va al cielo en plena conciencia, igual que la tienen ahora. En el momento de la muerte está consciente de la separación del cuerpo y el alma” (24/07/1982), le dije que estuviera en paz, que no temiera, que muy pronto vendría la Virgen a por ella, y, tomándola de la mano la conduciría al cielo. La besé y le dije: “Madre, cuando la veas, dale este beso de mi parte”. Eran las vísperas de la Ascensión, cuando, mis dos madres, subían juntas al encuentro del Señor. Ahora, tengo un motivo más para anhelar la eternidad. Ahora, que mis dos madres están esperándome en el cielo.

Pero, los guiños de la Gospa no terminaron ahí. Faltaba aún su mensaje extraordinario del 2 de junio y me atreví a pensar que tal vez me dirigiera nuevamente alguna palabra… Y en él, descubrí otra caricia, otro mimo de mamá María, cuando decía: “Solo el amor les hará comprender que Él (mi Hijo) es más fuerte que la muerte, porque el amor verdadero ha vencido a la muerte y ha hecho que la muerte no exista”. ¿Por qué creo que se dirigía a mí, personalmente? ¿Por qué lo considero un mimo? Porque utilizó el mismo pensamiento, casi las mismas palabras, que el Espíritu Santo me inspiró en las Exequias de mi madre.

Entonces, después de que el sr. Obispo pronunciara la oración de postcomunión, dirigí a la asamblea unas palabras de agradecimiento en nombre de mi padre, hermanas y sobrinos. Al terminar la acción de gracias (a Dios, a la Virgen y a todos los presentes) afirmé (con la seguridad y la paz que la Reina de la Paz infundió en mi corazón): ¡No os dejéis engañar por el diablo! ¡No tengáis miedo a la muerte! Es su gran engaño. La muerte es sólo una gran mentira que ha sido vencida por Cristo muerto y resucitado. No tiene ningún poder. Ahora, podemos ya mirarla de frente y decirle con san Pablo: “¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde tu aguijón? …” Sí, es verdad que todos hemos de morir. Pero, aún lo es más que morimos para vivir. Además, morir es sólo morir, morir se acaba. Morir es sólo una pascua: dar un paso hacía los brazos del Padre. Entrar en su Casa, donde la fe se convierte en visión, la esperanza en posesión y el amor permanece y se perfecciona eternamente fructificando en la comunión plena y dichosa con la Santísima Trinidad y con la asamblea de los santos.

Este es mi testimonio. Y mi ofrenda a nuestra Madre María, nuestra queridísima Gospa: por sus intenciones y por el pronto triunfo de su Corazón Inmaculado. Hasta ahora, nada me costó y dolió tanto de ofrecer.

La Iglesia considera la muerte de sus hijos como el día de su verdadero nacimiento. Por eso, puedo afirmar que, al ser testigo de la muerte de mi madre, viéndola morir, tuve el privilegio de contemplar su nacimiento al cielo. Por eso, sólo me resta decir: Gracias Dios mío por el don de mi madre Felicidad; gracias por el don de nuestras madres. Y, gracias también a Ti, amada Señora, dulce Madre mía, por tu continua compañía, tu perpetuo socorro, tu permanente solicitud: ¡Madre, yo confío en Ti!

Francisco José Cortes Blasco

 

 

 

 

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