Arrodillaos bajo la cruz y mirad a mi Hijo (02/10/09)

 

Tremenda cruz llevaba aquel muchacho inscrito en la guardería de mi hija. La primera vez que le vi se me cayó el alma a los pies. Un silencio sepulcral me invadió. Se llamaba Joaquín,  tenía 7 años, cumplía los años el mismo día que yo y no podía moverse, encadenado como estaba a una silla de ruedas que lo crucificaba, tampoco podía hablar, ni comer por sí mismo, vivía con un tubo de plástico conectado al estómago y una bombona de oxígeno incorporada en la parte inferior del asiento. Su mayor disfrute era verse rodeado de niños, niños como él, de su edad, en el jardín de infancia que solo podía mirar.

Ante un niño así uno tiene la sensación de estar ante el mismo Jesucristo en el Calvario; Jesucristo vivo y crucificado en un niño de 7 años. Su corta edad hacía que su sufrimiento fuera más terrible y que viéramos con mas claridad en él al redentor. Encarnaba el calvario, y adonde quiera que fuera lo hacía presente; impregnaba su entorno con esos sentimientos que se respiran en las iglesias cuando los fieles rezan el Vía Crucis. Sentimientos que Joaquín infundía naturalmente a cuantos entraban en su campo de visión. Todos lo mirábamos con compasión, y no había otra manera de mirarle. Aunque enseguida tratábamos de mirar hacia otro lado para no incomodarlo. Pero aquel silencio…, aquel silencio estaba lleno de Viernes Santo.

Joaquín no podrá nunca jugar con los niños del jardín de infancia, ni podrá echarse novia cuando cumpla veinte años, ni tener familia o trabajo. Es un niño sin futuro, todo en él es presente, y no un presente cualquiera, sino uno duro y terrible. Recuerdo aquella charla, de aquel retiro espiritual de Madrid. Fue hace ya muchos años. Una muchacha nos contaba una terrible situación personal por la que estaba pasando. Tenía un familiar que llevaba muchos meses ingresado en el hospital, el hombre estaba en coma. Ella le preguntaba a Dios por el sentido de todo aquello, la vida de aquel hombre en ese estado, que no podía hablar, ni comer, ni moverse, no tenía más vida que las que le concedían aquellas funciones cerebrales vegetales que ilustraba el monitor. La sombra tenebrosa de la eutanasia planeaba sobre la habitación del hospital. Planeó largamente hasta que una luz vino en su auxilio cuando sintió que Dios atendía su suplica y le ponía en el corazón palabras como estas: “está así, en coma, para que sigas amándole, ámalo, ámalo. Aún estando en coma sigue siendo digno de ser amado”.

Cuando terminó de contar su historia todos nos quedamos sin palabras. La profundidad de la respuesta de Dios nos había dejado impresionados. Comprendimos que en este amor consiste toda nuestra existencia. Ya caigamos en coma, ya seamos prisioneros de una silla de ruedas, o ya venga la demencia senil a liquidar nuestra memoria estamos llamados al Amor.

A lo largo de mi vida he conocido muchos niños en la misma situación que Joaquín. En la Iglesia de la América me encontré con un niño que también estará recluido en una silla de por vida. En la iglesia de santa Teresita, vi una señora de cuarenta y tantos prisionera de una silla y una bombona de oxígeno. En otra ocasión me invitaron a pasar el día con las familias de una asociación de niños autistas y pude ver muchos otros casos parecidos a estos, con el consiguiente número parejo de padres con el corazón destrozado. Uno no sabe qué decir ni cómo relacionarse con estos padres. El alma no encuentra palabras para hablar. Y parece que solo el silencio puede consolar, una mirada, un gesto, o un abrazo fraterno. Hay silencios que pueden hablar con más elocuencia que todas las palabras del mundo. Y más aún hay silencios que pueden acceder al interior de ciertas habitaciones  escondidas que guarda el corazón en su palacio.

Pienso que cuando Jesucristo estaba clavado en lo alto de la cruz y nos miraba a todos, nos veía así como el está, crucificados. Era el crucificado mirando a los crucificados. Cuando Jesucristo mira a Laura, a Santiago, a Dora, a Luisa, o a Fernando, cuando me mira a mí que estoy aquí escribiendo, nos ve con las manos clavadas y los pies traspasados, el corazón herido, nos ve partidos por el nervio de la cruz invisible que tiene cada día. Somos esclavos del pecado y de la muerte,  hasta que aceptamos la gracia que nos concede Jesucristo. Y esto que él ve con claridad desde lo alto de la cruz nosotros no lo vemos desde el llano en que vivimos. Lo que llamamos libertad es en el fondo una ilusión del hombre. ¿Qué libertad va tener el hombre que vive devorado por la lujuria, preso de la ambición por el dinero, esclavo del consumismo, o  vive bajo el hechizo de las redes sociales? Todos estamos ahí, luchando contra eso. Porque la libertad de Cristo es para todos, también para Joaquín y todos los Joaquines. En el bautismo recibimos el Espíritu y el Espíritu nos da la libertad. ¡Si pudiéramos ver el desencadenamiento que implica el bautismo, la libertad que nos concede…!

Uno puede sufrir martirios indecibles, pero si estás en Cristo, la cosa es diferente, el sufrimiento  no nos limita, ni nos encadena, ni nos esclaviza. El miedo al sufrimiento, también conocido como el miedo a la muerte, no pudo con los santos de nuestra Iglesia. Tampoco con nosotros que tenemos ese mismo Espíritu que ellos tuvieron. Ellos doblegaron la muerte con la fuerza del Espíritu. Y por eso los santos fueron libres en medio del martirio. Así nos lo testimonian el cuerpo quemado de san Policarpo de Esmirna (que escuchaba las voz de Jesucristo mientras lo quemaban), la espalda abrasada de san Lorenzo de Roma, el cuerpo atravesado por las flechas de san Sebastian, la cabeza de Juan el Bautista, los 28 años de parálisis en cama de María Valtorta, la violación de santa María Goretti, la posesión de santa Gema Galgani, el cuerpo echado a los leones de san Ignacio de Antioquía, la decapitación de san Pablo, el asesinato de san Maximiliano Kolbe en los campos de concentración de Auschwitz, las plantas de los pies de san José Sánchez del Rio cortadas con un cuchillo, o sin ir más lejos los mártires franciscanos de Siroki Brijeg, ahí cerca de Medjugorje, asesinados aquel fatídico 7 de febrero de 1945 porque no quisieron renunciar a su fe. Ninguno de los santos dio un paso atrás. ¿Qué fuerza los llevaba hacia el calvario, quién los mantuvo firmes en la cruz? ¡Eran hombres libres!.

No me preguntéis por qué el Señor permite el sufrimiento de los inocentes, no me preguntéis por qué hay tantos niños que mueren de hambre cada día en el corazón de África, por qué los mendigos flanquean las calles de Medellín o por qué las bases militares de algunas naciones ocultan armas de destrucción masiva en sus hangares. No me preguntéis nada de eso. Me llamo Antonio y soy también un peregrino en este mundo de oscuridad y muerte. Hay muchas cosas que todavía no comprendo, pero no importa. Camino en la oscuridad de la fe, avanzo ciegamente con un bastón que tienta cada paso. Confío en Dios y trato de seguir el camino marcado. Muchas noches me pongo de rodillas ante Dios y le pido por todos.

 

Antonio Martín de las Mulas

 

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