No sé exactamente cuántos grados tiene la pendiente del Krícevac, ni sus metros de altura, ni la enorme dimensión de alguna de sus rocas, pero lo que si sé es que el padre Slavko la subía a menudo, y que un viernes, 24 de noviembre del año 2000, sobre las 15:30 pm, entregó allí su alma al Padre Celestial.
Por mi parte, muchas veces me he visto avasallado por una cierta pereza a la hora de contemplar la idea de subirlo. Pero un día que estaba en Medjugorje de visita, y cometí un pecado que prefiero no recordar, me sobrevino un fuerte impulso de hacer reparación. Le dije a Dios entonces: “Señor, te ofrezco un Krícevac en reparación de mis culpas”.
Pero hay otra clase de Krícevacs que no son tan llevaderos como este. El de Joaquín por ejemplo, un compañero de la guardería de mi hija, que curiosamente cumple los años el mismo día que yo, el 12 de agosto; y que vive pegado a una silla de ruedas, no puede hablar, y se alimenta a través de un tubo de plástico que tiene conectado al cuerpo. Tampoco puede mover ninguno de sus miembros; su diagnóstico es más grave cuando consideramos que se trata de un niño sin infancia.
El papa Francisco, una vez, en un evento oficial de no sé dónde, recibió una de esas preguntas demoledoras que suelen hacer los niños algunas veces. Le preguntaron algo así como que por qué si Dios es todopoderoso no quita de una vez todo el mal que hay en el mundo, todas las enfermedades, todas las guerras, todo el hambre. Después de pensarlo unos instantes respondió: “es un misterio”. Y pienso que este Krícevac de Medjugorje que nos recuerda el calvario del Señor y, todos los calvarios de nuestras vidas, es un misterio que reclama nuestra confianza en Dios. Hay cosas que sólo entenderemos bien cuando, si Dios quiere, lleguemos allá, con los santos, a la Jerusalén Celestial.
Hasta entonces hemos de tener presente que la cruz que es el instrumento con el que el mal nos da la muerte, es, gracias a Cristo, el instrumento de nuestra liberación, la llave del paraíso, la puerta del Reino. Es ese cáliz que derrama la sangre del Cordero sobre el mundo; la misma sangre que nos alcanza la absolución de los confesionarios, los sacramentos de la Iglesia, la salvación de los hombres. Si no hubiera habido cruz, la sangre del Cordero no se hubiera derramado, y si esta no se hubiera derramado, nadie podría pagar nada al Padre por nuestros pecados. Hubiéramos quedado entonces atrapados en este mundo caído, sin posibilidad alguna de regresar al Paraíso.
El padre Slavko murió en lo alto del Krícevac como un altar viviente que ofrece a Dios su vida, unió sus sufrimientos a la pasión de Cristo por nosotros; San Oscar Romero lo hizo por medio de aquel disparo que recibió en el tórax aquel fatídico día de 1980, en su última misa; Joaquín lo sigue haciendo desde su silla de ruedas en Medellín; nosotros, en nuestros propios personales Krícevacs de cada día, en nuestras oficinas, en nuestros desempleos, en nuestras enfermedades, siempre alegres.