10.- EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y EN NUESTRA VIDA, EN LA VIDA DE LOS CRISTIANOS: Por medio del Espíritu Santo la Virgen está permanentemente presente y operante en la Iglesia; en Él y por Él sigue, de manera misteriosa pero real, con nosotros, acompañando a la Iglesia en su peregrinación hacía la Patria celestial.

Ella, por Su condición glorificada semejante a la de Su Hijo Resucitado, sigue entre nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Y, precisamente por eso, porque está en el cielo en cuerpo y alma, puede “aparecerse” como se ha aparecido y se aparece en tantos lugares de la tierra. Estas Apariciones o Mariofanías podemos considerarlas verdaderamente como “misiones marianas”: María irrumpe en la vida y en la historia de la Iglesia acompañándola, en el tiempo, en su caminar hacía la eternidad, preparando la segunda Venida de Su Hijo.

Las únicas palabras que conservan los Evangelios de María dirigidas a los hombres son aquellas que pronunció en Caná de Galilea a los sirvientes de la boda: “Haced lo que Jesús os diga” (cfr. Jn 2,5). Este Mensaje encierra (resume y sintetiza) todo los demás Mensajes que, después, a lo largo de la historia de la Iglesia nos ha dado en tantos lugares: La Salette, Fátima, Garabandal, Akita, Medjugorje…

Por eso es María, para todas las generaciones, imagen y modelo de la Iglesia que con el Espíritu camina en el tiempo invocando el regreso glorioso de Cristo: «Ven, Señor Jesús» (cf. Ap 22, 17. 20).

La misión divina que compete al Espíritu Santo es la santificación, el papel de la Virgen María es ayudarnos a crecer en la santidad, su misión es transformarnos en santos.

La gran tarea divina de la Virgen María es, en unión con el Espíritu Santo, transformar a los seres humanos en “otros Cristos”. Con el Espíritu Santo forma en nosotros a Jesús. Cada persona es invitada a descansar en el vientre de la Virgen María y ser ahí transformada más perfectamente, por el poder del Espíritu Santo, en imagen de Cristo. Si queremos ser transformados más plenamente en Cristo, necesitamos pertenecer más plenamente a la Virgen María con el auxilio del Espíritu Santo, que “despierta en cada uno de nosotros lo mejor de nosotros mismos”.

Y es que, al Espíritu Santo le complace trabajar y actuar mediante su esposa, María, por la santificación del género humano. El Espíritu Santo en libre elección y sin necesidad de ello, simplemente se regocija en Ella, la cual también fue elección del Padre y del Hijo. Ella fue la elegida por el Espíritu Santo, autor de todos los frutos espirituales, para producir el mejor fruto en este mundo: el fruto trascendente que es Dios hecho hombre.

El Espíritu Santo es, también, el manantial de la presencia mariana en nuestra vida y es como su alma interior. Con María el Espíritu del Señor realiza sus obras maravillosas en el cuerpo místico y hace nacer y crecer a Cristo en nosotros. La Virgen es el don del Espíritu a los cristianos. El don de Cristo a Su Iglesia.

Aprendamos de María a reconocer nosotros también la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, a escuchar sus inspiraciones y a seguirlas dócilmente. Él nos permite crecer de manera conforme a la plenitud de Cristo, con esos frutos buenos que el apóstol Pablo enumera en su Carta a los Gálatas: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22).

La santidad original de la Virgen, formada por el Espíritu Santo como nueva criatura, requerirá de ella una actitud activa y consciente, como colaboradora única en su obra.

Su vida terrenal como la nuestra fue también una peregrinación, un camino de fe, un camino hacia Dios, en el que la Virgen tuvo que experimentar que creer es abandonarse totalmente a un Dios que no entendemos, a un Dios cuyos designios son insondables y sus caminos inescrutables (cf. Rom 11,33). En efecto, María se encontró con el hecho desconcertante de que su Hijo, aquel de quien el ángel había dicho «Dios le dará el trono de David, su Padre», «reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin», «será grande», tuviera que nacer en una situación de extrema pobreza. Pocos días después del nacimiento, escuchó el anuncio de Simeón: «Una espada te atravesará el alma» (Lc 2,35). A lo largo de toda la vida de Jesús tuvo que avanzar en la peregrinación de su fe, manteniendo fielmente la unión con su Hijo, pero teniendo que aceptar los incomprensibles caminos de Dios, que le desconcertaba una y otra vez. Y la prueba definitiva de la fe de María tendría lugar al pie de la cruz, cuando tuvo que presenciar y participar en el desconcertante misterio de su Hijo, que «despojándose de su rango, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,5-8).

Por eso Ella es modelo y maestra de la fe: nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino, incluso si es misterioso. María se abandona con total confianza en la palabra que le anuncia el Ángel, convirtiéndose así en modelo y madre de los creyentes. La Virgen, «icono perfecto de la fe», creyó que nada es imposible para Dios, e hizo posible que el Verbo habitase entre los hombres.

El Espíritu, que ha hecho de María una obra de arte única, al mismo tiempo enseña y educa constantemente a la Iglesia a venerar a la Virgen (cf. LG 53). Esto debe llevar a una pastoral (catequesis, actos de piedad y devoción) que considere a María en su justo lugar. En LG 54 se afirma que María ocupa en la Iglesia, después de Cristo, el lugar más elevado y el más próximo a nosotros.

Es cierto que María posee un puesto irrepetible en la historia de la salvación, Ella ha hecho que Jesús sea nuestro hermano; pero sin la acción sobrenatural del Espíritu habría quedado como una mujer judía más. Por otro lado, su libre y total colaboración con el Espíritu hace de Ella el paradigma de toda relación con el Espíritu que nos santifica.

GRACIAS, DONES Y CARISMAS DE MARÍA.

María desde su concepción está en continua sinergia, o comunión operativa con el Espíritu Santo. Es decir, toda su vida y actividad sobrenatural están bajo el influjo totalizante del Espíritu. Se puede afirmar que «el Espíritu Santo se hace un solo principio con María en el plano de la acción, por lo que cada acción es de María y a la vez del Espíritu Santo… María es una persona humana, el Espíritu Santo es una Persona divina; pero en el plano del actuar (no del ser) se puede decir que el principio es único: María y el Espíritu Santo en sinergia, por lo que la misma acción se atribuye a María y al Espíritu Santo» 158. Pero ambos co-principios no están al mismo nivel, sino que debe sostenerse que María está en un plano de plena, perfecta y total subordinación respecto del Espíritu.

En María, como en nosotros, el Espíritu Santo se manifiesta por la gracia, las virtudes infusas (principalmente las teologales), los dones y los carismas. A todos estos niveles María manifiesta la plenitud del don del Espíritu.

Gracia

Ella recibe del Espíritu la gracia suprema expresada a través de la palabra Kecharitomene, “la llena de gracia” (Lc 1,28): el amor y la perfecta benevolencia de Dios, su inhabitación, la impronta que resulta de esto y la vida divina en su plenitud.

A este respecto afirma Pío XII: “Dios colma de gracias a María, más santa, más bella, más sublime, incomparablemente más santa que los mayores santos y ángeles más excelsos, incluso todos reunidos” (Radiomensaje, 13/5/1946).

Esta plenitud de gracia inicial de María no excluye en modo alguno el aumento de gracia, pues María, como “viadora” (en camino) podía crecer en gracia, virtud y mérito.

Virtudes

María tiene desde el primer instante de su Concepción Inmaculada, con la plenitud de la gracia inicial, las virtudes infusas y los Dones. Obviamente, cuanto más perfecta sea la gracia, tanto más perfectas también las virtudes y dones que proceden de ella; y, como la gracia de María fue perfectísima, hay que afirmar que las virtudes infusas, tanto teologales (fe, esperanza y caridad) como morales, florecieron en Ella en sumo grado y con eminencia especial.

Dones

María siempre se dejó mover por el Espíritu Santo. Y éste nos mueve (la movió a Ella) por medio de los Dones, Frutos y Carismas.

Los Dones son disposiciones o cualidades permanentes que capacitan al hombre para obedecer rápida, fácil y voluntariamente a Dios. El Espíritu, mediante sus dones, nos da “costumbres divinas”; obramos no al modo humano, sino según Dios. Cumplimos suave y gustosamente la voluntad de Dios, incluso en situaciones penosas y heroicas.

Según el texto de Isaías 11,2-4, del Espíritu septiforme reposando sobre el Mesías, podemos concluir que María posee las riquezas sobrenaturales del Espíritu de manera perfectísima.

  • El Don de Sabiduría que da al corazón del hombre sabio el gusto y sabor de Dios y lo capacita para entender y valorar las cosas con “los ojos de Dios” y amar la realidad como Dios la ama. Esta sabiduría divina inundaba el alma de María de una inefable dulzura.
  • El Don de Entendimiento se concede para oír, entender y captar clara y profundamente (por connaturalidad afectuosa) las verdades reveladas de los misterios de nuestra fe. En María brilló de manera singularísima.
  • El Don de Ciencia nos hace juzgar rectamente de las cosas creadas en sus relaciones con Dios. María tuvo en plenitud este instinto divino que la hacía juzgar siempre con certeza el valor de todo lo creado en su relación con el Creador.
  • El Don de Consejo nos habilita para oír la voz de Dios en las situaciones difíciles de la vida, para encontrar la justa decisión, pronunciar la palabra más exacta y obrar rectamente. Perfecciona la virtud de la prudencia. Es como una intuición sobrenatural que nos orienta en la buena dirección de las acciones particulares. Fue maravilloso el don de consejo en María: con razón es llamada por la Iglesia “Madre del Buen Consejo”.

 

  • El Don de Fortaleza robustece el alma para practicar toda clase de virtudes heroicas. El alma obra, de un modo sobrehumano, conforme a las fuerzas y al brazo de Dios. Perfecciona la virtud del mismo nombre. El Espíritu, mediante este don, libera el corazón de la tibieza, el miedo, las incertidumbres y toda pusilanimidad.

 

María, apoyándose siempre en Dios, superó toda dificultad, venció todo peligro y cumplió la ardua empresa de cooperar con Cristo en el rescate del género humano, permaneciendo al pie de la Cruz, con-muriendo (espiritualmente) con Él.

 

  • El Don de Piedad produce en el corazón un afecto filial hacia Dios Nuestro Padre y una tierna devoción y amor hacia nuestros prójimos, reconociendo en ellos hermanos. Suscita en nosotros la gratitud y la alabanza. Se relaciona con la mansedumbre. El don de piedad nos hace apacibles, serenos, pacientes, dulces en el trato, en paz con Dios, al servicio de nuestros hermanos. La Virgen María gozó especialmente del don de piedad. Basta recordar sus palabras: “He aquí la esclava del Señor; que se haga en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

 

  • El Don de Temor perfecciona al mismo tiempo la virtud de la esperanza y la de la templanza. No se trata de un temor servil al castigo, sino reverencial: a no amar a Dios como Él sólo se merece. María poseía en plenitud este don causado por un vivísimo sentimiento de la infinita majestad de Dios y de su omnipotencia, con un vivísimo sentimiento, a la vez, de su pequeñez y humildad.

Carismas

Los carismas son “gracias gratis dadas” o “gracias gratuitas”: dones pasajeros que concede el Espíritu en orden a la utilidad espiritual del prójimo, al servicio de la comunidad. San Pablo se refiere a ellos sobre todo en 1 Cor., y menciona, entre otros: la profecía, el discernimiento de espíritus, las palabras de sabiduría y de ciencia, y el don de curaciones, milagros, lenguas, …

Si María es la primera en gracia, con y en Cristo, Ella tiene también la primicia en los carismas. Ella es de hecho su culmen. Podemos afirmar que el Espíritu la colmó de “todo cuanto convenía a su condición”.

Frutos y Bienaventuranzas

Podemos preguntarnos, ¿cómo sabré yo si me dejo mover y guiar por el Espíritu? La respuesta es evidente: lo sabrás, si posees sus frutos.

Los frutos son, esencialmente, obras virtuosas de todo género que se ejercen bajo la moción del Espíritu Santo con una perfección especial en los que el alma halla consolación espiritual. Los enumera, también, el apóstol Pablo en Gálatas 5: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad.

En ninguna otra criatura el Espíritu Santo obró más maravillas y mayores frutos que en María. En ella, los frutos del Espíritu alcanzaron su máxima perfección. Sus obras nunca fueron las “obras de la carne”, sino los “frutos del Espíritu” (Gál 5,22-23).

Ella vivió, en plenitud y perfección la Nueva Ley del Espíritu, de la gracia. Las Bienaventuranzas, el camino del Evangelio, que Jesús propone en el Sermón del monte, lo aprendió Él en Su Hogar, de Su Madre, la Virgen, y de san José. Ambos encarnaron cada una de las Bienaventuranzas que, después, vivió Él mismo, antes de proclamarlas como camino de gracia y santidad a Sus discípulos. María, fue la “pobre de espíritu”, la humilde esclava de Dios, su pequeña sierva, que, acogiendo en Su Corazón, puro, manso y misericordioso, la Palabra de Yhawé, la puso en práctica, viviendo siempre en la voluntad de Su Señor; la que, siendo más feliz en dar que en recibir, procuraba siempre el bien a todos, comunicando paz y consuelo. Hambrienta y sedienta de santidad, creyó siempre y esperó contra toda esperanza. En verdad, las bienaventuranzas dibujan el rostro de María y describen su caridad.

Sea como fuere, esa perfección en las virtudes, en los dones y carismas, y en los frutos del Espíritu que hace de María la criatura más perfecta, no nos debe hacer olvidar que Ella vivió una existencia plenamente humana, corriente y normal, a los ojos de los demás. El Espíritu Santo que la colmó de Sí mismo no ahorró a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe.

En conclusión:

«El Espíritu del Cristo, origen de toda gracia, está presente en María desde el primer momento de su existencia, de tal forma que Ella… Está determinada por esa presencia del todo singular y única». Es el poder santificante del Espíritu el que penetró en María en el primer instante de su vida, la libró de toda mancha y la hizo una creatura nueva, creada y formada por Él (cf. LG, 56).

De esta suerte, María se encuentra enteramente bajo el dominio del Espíritu Santo como ninguna otra persona. Por gracia de Dios y actuando de manera libre, Ella se encuentra totalmente vinculada a la presencia y obra del Espíritu, y colabora con Él en perfecta sinergia.

Sin dejar de ser «alma socia Christi», compañera o socia de Jesús, María se ha venido a desvelar como presencia del Espíritu, su pura transparencia, su viva imagen y el ícono más perfecto.

María está incluida dentro de la gran función mediadora del Espíritu. «Está al servicio del Espíritu Santo, que dispone de Ella para el crecimiento del cuerpo de Cristo mejor que cualquier otra creatura humana…». Esto supone que María no colabora directamente con el Logos sino con el Pneuma: se pone, con plena docilidad, en el campo de su influjo, dejándole que actúe.

Dice el Papa Francisco: “La Virgen María nos enseña el significado de vivir en el Espíritu Santo y qué significa para cada cristiano, para cada uno de nosotros, que está llamado a acoger la Palabra de Dios, a acoger a Jesús dentro de sí y llevarlo luego a todos. María invocó al Espíritu con los Apóstoles en el Cenáculo: también nosotros, cada vez que nos reunimos en oración estamos sostenidos por la presencia espiritual de la Madre de Jesús, para recibir el don del Espíritu y tener la fuerza de testimoniar a Jesús resucitado” (Regina Coeli, 28 de abril de 2013).

Ella fue para los apóstoles y lo es hoy para nosotros el mejor modelo para seguir las inspiraciones del Espíritu Santo.

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