3.- Evolución de esta relación a lo largo de la vida de María

La relación de María con el Espíritu Santo comenzó con su origen inmaculado, es por el Espíritu Santo que ella fue preservada del pecado y recibió su plenitud de gracia. Los momentos fundamentales donde aparece explícitamente su relación con el Espíritu Santo son la Anunciación y Pentecostés, donde Lucas expresa la relación en los mismos términos.

En su Concepción Inmaculada

Es el poder santificante del Espíritu el que penetró en María en el primer instante de su vida, la libró de toda mancha y la hizo una creatura nueva, creada y formada por Él (cf. LG, 56).  La Virgen María es la Toda-santa porque desde el primer instante de su ser fue “templo del Espíritu Santo” (LG 53). Concebida sin mancha de pecado, en el estado de inocencia original, con la plenitud y perfección de la santidad, desbordante de gracia.

Llena de gracia significa llena del Espíritu Santo, porque es siempre Él, el que pone en comunión con la vida trinitaria. La santidad del Espíritu ha visitado a María, la ha purificado, hecha toda santa, la ha empapado con el amor. Esta transformación de María desde el principio, por parte del Espíritu, era tan profunda, que alcanzaba a su mismo ser. Esta “santidad original o bautismo singular” de María, formada como nueva creatura por el Espíritu (LG 56), no ha sido pasiva, porque desde el primer momento en que tomó conciencia de sí, colaboró de manera especial con el Espíritu para aumentar en sí misma aquella unión intensa con Dios. De la misma forma que el Espíritu conduce a los hijos de Dios (cf. Rm 8,14), así el Espíritu guió a María a lo largo de toda su vida.

Por este singular privilegio, en Ella, la gracia divina se adelantó a la naturaleza viciada; ningún hálito impuro la contaminó jamás; sola Ella, entre todas las hijas de Adán, por un milagro de preservación redentora, fue preservada por el Espíritu Santo del universal contagio del pecado original. Dios, Uno y Trino, en su omnipotencia, pudo hacer infinitos mundos, universos, mejores que el que hizo, pero no pudo ni quiso hacer una criatura más pura, admirable y perfecta. Su santidad es superior a la de todos los ángeles y santos juntos. Ciertamente, más que Ella, sólo Dios, Su Creador.

Ser la Inmaculada Concepción implica que María goza de todos los dones preternaturales que perdieron culpablemente Adán y Eva. Perfecta integridad y dominio de la sensibilidad orientada siempre espontáneamente al bien. Sin verdaderas tentaciones internas (sólo externas del mundo y del príncipe de este mundo, la antigua serpiente). Sin inclinación alguna al pecado (concupiscencia). Y es colmada del don de la justicia originaria: los dones sobrenaturales y virtudes infusas que el Espíritu Santo derrama en Ella.

Ahora bien, todos estos dones no la hacían impecable. No gozaba todavía de la visión beatífica. Que María naciera sin pecado original no implica que no pudiese pecar. Podía. Aunque jamás pecó ni tuvo la mínima imperfección.

María, aunque no pudo ser jamás tocada (herida ni mancillada) por satanás, sí que fue tentada. Como Jesús y como nosotros. Su fidelidad perfecta, correspondiendo con exacta cooperación a los continuos llamamientos de la gracia, acumuló en sí méritos sobrenaturales sobre toda otra humana medida haciendo de Ella la más bella, la más sublime y santa entre todas las puras criaturas salidas de las manos del Creador.

1.- EN LA ANUNCIACIÓN:

Con la anunciación a la Virgen empieza la plenitud de los tiempos: el Espíritu desciende sobre María de forma eficaz para realizar la encarnación del Hijo de Dios (cf. LG 52).

Al interrogante de la Virgen: “¿cómo puede ser esto?”, o mejor, “¿cómo podré concebir virginalmente una criatura?”, Gabriel dice: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 11,34-35). Y el Credo profesa que Jesús “nace de María Virgen por obra del Espíritu Santo”.

Por su fe y su obediencia engendró en la tierra al Hijo mismo del Padre, sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe no adulterada por ninguna duda al mensaje de ios, y no a la antigua serpiente (LG 63). En ninguna otra etapa de la historia de la humanidad se dio una relación tan íntima entre una persona humana y el Espíritu.

La Virgen de Nazaret fue elegida para que se convirtiera en Madre del Redentor por obra del Espíritu Santo: en su humildad, halló gracia ante Dios (cf. Lc 1, 30). Efectivamente, en el Nuevo Testamento vemos que la fe de María «atrae», por así decirlo, el don del Espíritu Santo. Ante todo, en la concepción del Hijo de Dios, misterio que el propio arcángel Gabriel explica así: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35).

Misterio de la Encarnación que se cumplió gracias a la colaboración libre y generosa de María, gracias a su “fiat”, a su sí. Ella responde con todo su “yo” humano y femenino y, en esta respuesta de fe, estaban contenidas una cooperación perfecta con la “gracia de Dios que previene y socorre” y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, quien perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones.

El Espíritu, para traernos a Cristo, ha necesitado de la respuesta libre de la Virgen. Sin esto, Jesús no hubiera podido salvar a los hombres. Esta colaboración de María no se ha reducido solamente a dar cuerpo al hombre Jesús, sino que continúa aun construyendo el cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

La virginidad de María, antes que una virtud moral, es un don de ser en el Espíritu, es el participar en la fecundidad crística del Espíritu. María, para engendrar a Jesús, no tiene necesidad de intervención humana, siendo transparencia viviente del Espíritu: la fecundidad de su seno recibe la fuerza de Él y solo de Él.  El Espíritu hace fértil su virginidad la fecunda: Es el Espíritu Santo Quien crea en el seno de María la humanidad del Verbo: Jesucristo, Hijo Único y consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial a nosotros, mediante María, la THEOTÓKOS (Éfeso), según la humanidad. Ella es verdadera MADRE DE DIOS, la MADRE DEL REDENTOR (Gál 4,4).

Siendo una mujer humana, es Madre del Hijo eterno de Dios, al que engendra en el tiempo por obra y gracia del Espíritu, introduciéndose de esta forma en el mismo misterio trinitario, sin identificarse sin embargo con Dios, sin ser una persona de la Trinidad.

El Dios que da la vida, el Creador, el Señor de todas las cosas, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de la misma naturaleza del Padre, estuvo presente en todas y cada una de las fases del desarrollo embrionario en el seno de María Virgen. Ese y sólo ese es el significado profundo de la frase evangélica: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

La concepción virginal del Verbo de Dios, por obra y gracia del Espíritu divino, significa que todo el genoma humano del Señor procede de la Virgen. Toda la sustancia humana la recibe de María Virgen. En su caso, la transmisión (y recepción) de los rasgos fisionómicos y psicológicos se realizó por un solo canal proveniente de una única fuente, su Madre. Entonces, podemos estar seguros de que, sólo el par 23, el cromosoma sexual es diferente en ellos: en todo lo demás, son idénticos. ¿Cómo era, cómo es María? Basta mirar a Jesús. El Hijo fue el doble, el “clon” de su Madre, su fotografía, su imagen exacta, tanto en el aspecto físico, psicológico y espiritual.

El Espíritu Santo fue portador de la fuerza creativa del Todopoderoso para formar una sustancia corporal en el seno de María. Pero, la acción del Espíritu Santo no se limitó a formar inicialmente el embrión, sino que acompañó con su influjo todo el proceso de gestación.

Pues bien, aquí nos encontramos con un misterio ante el cual la imaginación humana se pierde. Resulta que María recibió, digamos así, la sustancia personal del Verbo Eterno, segunda persona de la Santa Trinidad; y recibió al mismo tiempo al Espíritu Santo, sustancialmente también, no en sus efectos como sucedió en el día de Pentecostés.

María, en este tiempo era rigurosamente templo sustantivo de la Santa Trinidad. Todo el cielo, el Dios Uno y Trino, enclaustrado en su seno inmaculado y virginal.  Si bien, es verdad, que Dios no ocupa ni tiempo ni espacio, las comunicaciones intratrinitarias se efectuaron en estos nueve meses, en el recinto personal de María, en el perímetro, por así decirlo, de sus dimensiones somáticas. ¿Cómo fue aquello? Aquí uno se pierde.

«En» María, en estos nueve meses, el Padre fue Paternidad, es decir, continuó su eterno proceso de engendrar al Hijo. Este —que era propiamente Filiación— continuó a su vez en el proceso eterno de ser engendrado. Y de la proyección de ambos sobre sí mismos nacía el Espíritu Santo. Desde siempre y para siempre había acontecido lo mismo: en el circuito cerrado de la órbita intratrinitaria se desenvolvía una fecunda corriente vital de conocimientos y amor, una vida inefable de caudalosa comunicación entre las Tres Personas. Pues bien, todo ese enorme misterio se desarrollaba ahora en el marco limitado de esta frágil gestante. Esto supera toda fantasía e imaginación.

El Misterio Total y Trinitario envolvía, penetraba, poseía y ocupaba todo en María.

Ella es la nueva morada a la que Dios baja por pura iniciativa de su amor y de su misericordia para encontrarse definitivamente con su pueblo, para ser Emmanuel, Dios-con-nosotros. Y este descenso de Dios sólo podía realizarlo el Espíritu Santo. Sólo Él, que es quien produce el milagro de la vida y el que hace a la carne capaz de Dios, podía realizar esta entrada definitiva de Dios en la carne.

La maternidad divina de María fue un hecho absolutamente único e irrepetible: Dios se hizo hombre una sola vez y para siempre en las entrañas de la Virgen. Pero la relación entre el poder creador de Dios y la disponibilidad virginal de María que se dio en la Encarnación ilumina también otra realidad que nos concierne más a nosotros. La acción del Espíritu en María fue el inicio de Pentecostés, cuando el Espíritu irrumpiría sobre todos los creyentes. Por eso la Iglesia ha relacionado siempre el seno virginal de María con su propio seno, la fuente bautismal, de la que salen los regenerados por el agua y el Espíritu. También aquí el poder del Altísimo cubre con su sombra y engendra una nueva vida, unos hijos de Dios que, como dice San Juan, «no han nacido de la sangre, ni de deseo de hombre, sino de Dios» (Jn 1,13). Y también aquí, la acción del Espíritu necesita el consentimiento humano, como necesitó el de María. La disponibilidad plena y virginal de María se convierte así en modelo de la fe con la que la comunidad cristiana acoge la intervención soberana y creadora del Espíritu en el bautismo y en todos los demás sacramentos.

María es aquella mujer grávida que aparece en la grandiosa visión del Apocalipsis, encaramada sobre la luna, vestida con la luz del sol y coronada por una antorcha de estrellas (Ap 12,1-15).

2.- EN LA VISITACIÓN: Inmediatamente después (de la Anunciación y Encarnación), María acude a ayudar a Isabel, y he aquí que cuando llega hasta ella y la saluda, el Espíritu Santo hace que el niño salte de gozo en el seno de su anciana pariente (cf. Lc 1, 44); y todo el diálogo entre las dos madres está inspirado por el Espíritu de Dios, particularmente el cántico de alabanza con que María expresa sus sentimientos profundos: el Magníficat.

En esta visita, inspirada por el Espíritu Santo, María profetiza y pro-anuncia palabras inspiradas por el “soplo” de Dios; interpretó la historia de la salvación a partir del pensamiento divino; y mostró ser la “sierva de Dios”, siempre disponible a hacer la voluntad del Altísimo. El canto del Magníficat fue la oración inspirada por sus sentimientos y esto fue hecho realidad porque María hizo experiencia personal mediante el Espíritu Santo que la había iluminado e instruido. Así, ella aprendió del Espíritu Santo la gran ciencia: que Dios no quiere manifestar su poder de otro modo que ensalzando lo que es humilde y pequeño y humillando lo que es soberbio.

3.- EN LA NATIVIDAD Y LA INFANCIA DE JESÚS: Toda la historia del nacimiento de Jesús y de su primera infancia está guiada de manera casi palpable por el Espíritu Santo, aun cuando no siempre se lo nombre. El corazón de María, en consonancia perfecta con su Hijo divino, es templo del Espíritu de verdad, en el que toda palabra y todo hecho quedan conservados en la fe, en la esperanza y en la caridad (cf. Lc 2, 19. 51).

El Espíritu no solo estuvo presente en los primeros compases de la vida de Cristo, ayudando a María a creer que el niño era el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a los antiguos, sino que acompañó a María durante todo el desarrollo de Jesús, aun en las etapas más duras y misteriosas, cuando tenía necesidad de “meditar”, de interiorizar estos hechos para comprender mejor su alcance y significado (cf. Lc 2,19.49-51).

4.- EN LA VIDA OCULTA EN NAZARET: Podemos, pues, estar seguros de que el corazón santísimo de Jesús, durante toda la vida oculta en Nazaret, halló siempre en el corazón inmaculado de María un «hogar» permanentemente encendido de oración y de atención constante a la voz del Espíritu. Los Santísimos Corazones de Jesús, María y José están íntimamente unidos en el amor a Dios, por el Espíritu Santo, Espíritu de Amor y comunión que los hace vivir en el Reino de la Divina Voluntad.

5.- EN LAS BODAS DE CANÁ Y LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS: Testimonio de tan singular sintonía entre Madre e Hijo en la búsqueda de la voluntad de Dios es lo acontecido en las bodas de Caná. En una situación preñada de símbolos de la Nueva Alianza como la de un banquete nupcial, la Virgen María intercede y provoca —valga la expresión— un signo de gracia superabundante: el «vino bueno» que remite al misterio de la Sangre de Cristo, al don de la Redención.

6.- EN EL CALVARIO: Ello nos conduce directamente al Calvario, donde María permanece al pie de la cruz junto con las demás mujeres y el apóstol Juan. Madre y discípulo recogen espiritualmente el testamento de Jesús: sus últimas palabras y su último aliento, en el que empieza a derramar el Espíritu; y recogen el grito silencioso de su Sangre, íntegramente derramada por nosotros (cf. Jn 19, 25-34). María sabía de dónde venía aquella sangre: se había formado en ella por obra del Espíritu Santo, y sabía que ese mismo «poder» creador resucitaría a Jesús, como él había prometido.

María, en el Calvario, tuvo necesidad de una particular presencia y cercanía del Paráclito. Al permanecer al pie la Cruz, al contemplar la muerte de su Hijo, pronunciando su sí en el Espíritu, se convirtió en Madre de aquellos por los cuales Cristo entregaba su vida. El hecho de asociarse con sentimientos maternales a su sacrificio y consentir en él se debe al poder del único e idéntico Espíritu, poder en el que Jesús mismo se ofreció a Dios. Tocamos aquí el fondo del misterio de la cooperación de María, posibilitada por el Espíritu de Cristo: María coopera con la cooperación del Espíritu en la obra del Hijo. Aun, y sobre todo en el momento de la muerte de Jesús, está bajo la plena dependencia del Espíritu, que dispone enteramente de Ella. Por eso es corredentora.

Y MADRE DE LA IGLESIA: La bienaventurada Virgen María es Madre de la Iglesia, porque en virtud del Espíritu continúa generando al cuerpo místico de Cristo (la Iglesia) y cada creyente. Nos dice sobre esto el Concilio: “Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar […] hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos” (LG 62).

La Virgen con su maternidad divina se ha convertido en Madre de la humanidad. Cuando María concibe y da a luz a Jesucristo por virtud del Espíritu, con Él y en Él concibe y genera a todos los hombres que vendrán, porque Cristo desde el primer momento está destinado a ser la cabeza del cuerpo de la Iglesia (cf. Col 1,18), lo que se conseguirá totalmente después de la resurrección y de pentecostés.

Sea como fuere, en el origen de la maternidad universal de María, está siempre presente el Espíritu.

7.- EN LA PASCUA: Así la fe de María sostuvo la de los discípulos hasta el encuentro con el Señor resucitado, y siguió acompañándolos también tras su ascensión al cielo, a la espera del bautismo «en el Espíritu Santo» (cf. Hch 1, 5).

8.- EN PENTECOSTÉS: En Pentecostés, la Virgen Madre aparece nuevamente como Esposa del Espíritu para ejercer una maternidad universal respecto a cuantos son engendrados por Dios mediante la fe en Cristo.

María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la anunciación la había cubierto con su sombra (LG 59). Y, al recibirlo, tuvo un crecimiento de gracia, y un desarrollo de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo. Recibió todavía más perfección sobrenatural.

9.- EN LA ASUNCIÓN AL CIELO EN CUERPO Y ALMA: En el misterio de la glorificación-asunción de la Santísima Virgen María resalta con desbordante claridad la acción del Espíritu Santo: Él es la causa primera de la resurrección de Cristo y lo será de la futura resurrección final de los muertos, y también de la glorificación y asunción de María, que participa ya perfecta y plenamente de la gloria del resucitado, como primicia de la Iglesia. María ha sido glorificada ya “como corresponde a la acción del Espíritu Santo” (2 Cor 3,18), asunta al cielo en cuerpo y alma y coronada como Reina y Señora de la entera Creación.

La Virgen María, completamente llena y transformada por el Espíritu, es «redimida» de modo singular de la corrupción corporal y “asunta” al cielo (cf. LG 59). María por su excelsa santidad y por la radical transformación realizada por la presencia del Espíritu, ya en su vida tuvo un “cuerpo espiritualizado”, es decir, transformado por el Espíritu. Estaba totalmente compenetrada con aquel que es Señor y da la vida, que poseía ya en sí la fuente de la vida inmortal. La Virgen poseía aquella vida “en el Espíritu” ya cuando vivía en este mundo, pero de forma oculta. Y, cuando se terminó su existencia terrenal, la inmortalidad brilló en ella como sucedió con Cristo después de su muerte. La asunción de María a los cielos es el resultado definitivo de su “espiritualización”.

(Continuará…)

Compartir: