El Escapulario del Carmen es uno de los sacramentales más recomendados e indulgenciados por la Iglesia. Según la tradición, le fue entregado por la misma Virgen María a San Simón Stock, General de la Orden de los Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo u Orden de los Carmelitas, el 16 de julio de 1251.

La Santísima Virgen María, Madre de Dios, le dijo: “Toma este Escapulario, será un signo de salvación, una protección en peligro y una promesa de paz. Todo aquel que muera llevando este Escapulario no sufrirá el fuego eterno. Usa el escapulario devotamente y con perseverancia, es mi vestidura. Para ser revestidos de él, debes estar continuamente pensando en mí, y yo a su vez, siempre estoy pensando en ti y te ayudaré a asegurar la vida eterna”. Además, prometió liberar del Purgatorio a todas las almas que hayan vestido el escapulario durante su vida, el sábado siguiente a la muerte de la persona y llevarlos al cielo.

Desde el siglo XVI que es cuando se extiende por toda la cristiandad el uso del escapulario del Carmen, casi todos los Papas lo han vestido y propagado. El Papa San Juan Pablo II, que era terciario carmelita, lo vistió con devoción, desde niño.

San Alfonso María de Ligorio, afirma: “así como los hombres se enorgullecen de que otros usen su uniforme, así Nuestra Señora Madre María está satisfecha cuando sus servidores usan su escapulario como prueba de que se han dedicado a su servicio, y son miembros de la familia de la Madre de Dios”.

De esta suerte, el sacramental del Escapulario es como un hábito carmelita en miniatura que todos los devotos “visten” como muestra de su consagración a la Virgen. Consiste en un cordón que se lleva al cuello con dos piezas pequeñas de tela color marrón. Una se pone sobre el pecho y la otra sobre la espalda y se suele usar bajo la ropa. Pero puede sustituirse por la medalla-escapulario que debe tener por una parte la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, y por la otra una imagen de la Virgen María bajo cualquier advocación (cfr. Decreto de 16-12-1910). Lo mismo que los escapularios de paño ha de estar bendecida por un sacerdote.

La última aparición de Lourdes fue el 16 de julio de 1858, fiesta de la Virgen del Carmen. Lucía, la vidente de Fátima, en la Aparición del 13 de octubre de 1917, vio por última vez a la Virgen vestida con el hábito carmelita y el escapulario en la mano. Y en San Sebastián de Garabandal se apareció como Nuestra Señora del Carmen (1961-1965). Las videntes la describen de esta forma: “Viene con un vestido blanco, el manto azul, la corona de doce estrellas doradas, las manos extendidas, con un escapulario marrón, salvo cuando lleva al niño en brazos”.

En Medjugorje, la Gospa no ha hablado del Escapulario, pero sí de la necesidad de llevar con nosotros objetos bendecidos: “Queridos hijos, hoy os invito a poner en vuestras casas más objetos benditos, y que cada uno de vosotros lleve consigo algún objeto bendito. Haced bendecir todos los objetos para que Satanás os tiente menos, porque tendréis una armadura contra él. Gracias por haber respondido a mi llamada” (18-07-1985).

Sea como fuere, el santo Escapulario tiene tres significados principales: la pertenencia a María (nuestra consagración filial), su amor y protección maternal (su promesa) y el suave yugo de Cristo que Ella nos ayuda a llevar. Como sacramental es, además, un signo que nos ayuda a vivir santamente y a aumentar nuestra devoción y amor a María.

El Papa Pío XII dijo que el Escapulario del Carmen es un “memorial” de todas las virtudes de Nuestra Señora: “Reconozcan en este memorial de la Virgen un espejo de humildad y castidad. Vean, en la forma sencilla de su hechura, un compendio de modestia y candor. Vean, sobre todo, en esta librea que visten ida y noche, significada, con simbolismo elocuente, la oración con la cual invocan el auxilio divino. Reconozcan, por fin, en ella su consagración al Sacratísimo Corazón de la Virgen Inmaculada” (11-02-1950).

Vestir el santo Escapulario supone imitar a Nuestra Santísima Madre tratando de reproducir sus virtudes, viviendo santa y piadosamente, con plena docilidad al Espíritu Santo.

La Madre de Dios se apareció a Santo Domingo en el año 1208. En su mano sostenía un Rosario y le enseñó a recitarlo. Dijo que lo predicara por todo el mundo, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían y obtendrían abundantes gracias. Después, en 1349, se le apareció al beato dominico Alano de la Roche y le hizo quince extraordinarias Promesas “a quienes recen el Rosario” que él se encargó de difundir por toda la cristiandad.

Desde Lourdes (1858), en todas sus Apariciones, la Santísima Virgen María nos habla, precisamente, de este poderoso sacramental, pidiéndonos con insistencia que recemos el Rosario. En Medjugorje, recientemente, ha vuelto a decir: “Hijos míos, regresad a la oración del Rosario. Rézadlo con sentimientos de bondad, de sacrificio y de misericordia” (2-12-2016). Al principio dijo también: “Rezad cada día cuando menos el Rosario completo: los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos” (14-08-1984). Y prometió: “El Rosario por sí solo puede hacer milagros en el mundo y en vuestras vidas” (25-01-1991).

¿Os imagináis el poder (la gracia) de ambos sacramentales cuando se unen y usan juntos? ¿Estamos dispuestos a permitir al Espíritu Santo que nos moldee a su gusto y obre en nosotros las maravillas que desee, vistiendo el Santo Escapulario con las condiciones debidas y rezando con el corazón (como nos pide la Gospa) el Santo Rosario completo todos los días? ¿Nos decidimos por la santidad, por ser sus apóstoles de amor y de paz que la ayuden a vencer y reinar, contribuyendo a que Su Inmaculado Corazón triunfe al fin?

Después de cada Mensaje, la Reina de la Paz nos dice: “gracias por haber respondido a mi llamada”. Ella nos llama a vestir Su Hábito y a meditar Su Rosario.

Vistamos, pues, con devoción Su Santo Escapulario y meditemos con el corazón Su Santo Rosario. Si nos lo pide, si lo desea, es porque nos ama y quiere nuestro bien: que seamos santos, aquí y ahora, en nuestra vida terrenal ordinaria, y alcancemos con nuestra perseverancia, la bienaventuranza eterna del cielo, donde nos espera.

Francisco José Cortes Blasco.

 

 

 

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