“¡Queridos hijos! También hoy los invito a consagrarme sus vidas con amor, a fin de que Yo pueda guiarlos en el amor. Yo los amo, queridos hijos, con un amor especial y deseo conducirlos a todos al Cielo con Dios. Yo deseo que ustedes comprendan que esta vida dura poco en comparación con la del Cielo. Por tanto, queridos hijos, decídanse hoy nuevamente por Dios. Sólo así podré mostrarles cuánto los amo y cuánto deseo que todos ustedes sean salvados y estén Conmigo en el Cielo. Gracias por haber respondido a mi llamado! ”


Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor.(Benedicto XVI)

La Asunción de nuestra Madre al cielo nos manifiesta que en el reino de los cielos, en la contemplación de la gloria de Dios, también hay lugar para el cuerpo. Ya no es para nosotros una realidad lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre, que es Madre de Dios y Madre nuestra. Y cuando el Señor la hizo madre nuestra, al decir al discípulo (Juan, 19, 27): “«Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.”, de modo implícito está anunciando que es propio del Hijo acoger a su Madre del cielo, así como de la Madre es propio de la Madre permanecer con los hijos en «casa». Y el Señor abrió las puertas del cielo para los hijos del Padre y los hijos de María con su Ascensión gloriosa.

«Deseo conducirlos a todos al Cielo con Dios.»

El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: “Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas” (cf. Jn 14, 2). María, al decir: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”, preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.

San Agustín dice: “Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma”. Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.

Entonces, por ser la Santa y Virgen Madre la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es “feliz” porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre— en la morada del Señor.

«María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está “dentro” de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como “madre” -así lo dijo el Señor-, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros.» (Benedicto XVI)

La Virgen María sube a los cielos; porque reina con Cristo para siempre. En efecto, la primicia de la humanidad nueva, la criatura en la cual el misterio de Cristo —encarnación, muerte, resurrección y ascensión al cielo— ha tenido ya pleno efecto, rescatándola de la muerte y trasladándola en alma y cuerpo al reino de la vida inmortal. Por eso la Virgen María, como recuerda el concilio Vaticano II, constituye para nosotros un signo de segura esperanza y de consolación (cf. Lumen gentium, 68).

«Cuanto deseo que todos ustedes sean salvados y estén Conmigo en el Cielo.»

La Asunción nos recuerda que la vida de María, y la de todo cristiano, es un camino de seguimiento, de seguimiento de Jesús, un camino que tiene una meta: la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte, y la comunión plena con Dios, porque —como dice san Pablo en la carta a los Efesios— el Padre “nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef 2, 6). Esto quiere decir que, con el bautismo, fundamentalmente ya hemos resucitado y estamos sentados en los cielos en Cristo Jesús, pero debemos alcanzar corporalmente lo que el bautismo ya ha comenzado y realizado. En nosotros la unión con Cristo, la resurrección, es imperfecta, pero para la Virgen María ya es perfecta, a pesar del camino que también la Virgen tuvo que hacer. Ella ya entró en la plenitud de la unión con Dios, con su Hijo, y nos atrae y nos acompaña en nuestro camino.

María, la primera entre los redimidos por el sacrificio pascual de Cristo, resplandece hoy como Reina de todos nosotros, peregrinos hacia la patria inmortal.

«Queridos hijos, decídanse hoy nuevamente por Dios»

En ella, elevada al cielo, se nos manifiesta el destino eterno que nos espera más allá del misterio de la muerte: un destino de felicidad plena en la gloria divina. Esta perspectiva sobrenatural sostiene nuestra peregrinación diaria. María es nuestra Maestra de vida.
Contemplándola, comprendemos mejor el valor relativo de las grandezas terrenas y el pleno sentido de nuestra vocación cristiana.

«Por todo ello, la augusta Madre de Dios, unida a Jesucristo de modo arcano, desde toda la eternidad, por un mismo y único decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, asociada generosamente a la obra del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, alcanzó finalmente, como suprema coronación de todos sus privilegios, el ser preservada inmune de la corrupción del sepulcro y, a imitación de su Hijo, vencida la muerte, ser llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos…» (Pio XII, Munificentissimus Deus)

El signo de la «Mujer» en el Apocalipsis indica a la Madre de Dios y a la Iglesia. Indica a todos los que «son guiados por el Espíritu de Dios». Todos los que, junto con Cristo, como hijos en el Hijo, claman: «¡Abbá, Padre!».

Ese signo se refiere también a nosotros. Al clamar junto con Cristo «Abbá, Padre», participamos como hijos adoptivos en la victoria pascual de la cruz y la resurrección, en la que María participó antes que nadie: ¡María elevada al cielo!

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