El volcán activo de los conflictos

“Se encuentra en conflicto constante

con todos los hombres”.[1]

 

La Reina de la Paz en sus mensajes no utiliza el término “conflictos”, pero si utiliza vocablos que se refieren a lo mismo, como por ejemplo: “discordia”, que es lo contrario al “amor” y a la “paz”.

“¡Queridos hijos! El odio engendra discordia y no distingue nada ni a nadie. Yo los invito a llevar siempre la concordia y la paz dondequiera que ustedes estén. Actúen siempre con amor. Que el amor sea siempre su único medio de defensa. Con el amor, transformen para bien todo lo que Satanás quiere destruir y tomar para sí. Sólo así serán ustedes completamente míos y Yo podré ayudarlos. Gracias por haber respondido a mi llamado!”  (Mensaje, 31 de julio de 1986)

 

La mayoría de los conflictos, discordias, peleas y divisiones, suelen producirse por reacciones de antipatía y animadversión hacia otra persona.  Pero en muchos casos debajo de esos sentimientos de rechazo y de molestia hacia esa o esas personas, subyacen conflictos no resueltos con uno mismo.

 

Muchas antipatías automáticas surgen de eventos dolorosos del pasado que no hemos concientizado, orado en profundidad, y elaborado suficientemente. Pudo haberse tratado de situaciones dolorosas que provocaron discusiones, humillaciones y abandonos, y que marcaron la manera de autopercibirnos, nos llevaron a la subjetividad en el modo de vernos a nosotros mismos y a los demás, y que marcaron nuestro modo de relacionarnos con las personas; y que incluso pudieron hacernos levantar sucesivas barreras defensivas a nuestro alrededor.

 

Esos conflictos no resueltos han formado en nosotros lo que nosotros llamamos: “el volcán activo de los conflictos”, pues las marcas que han dejado en nuestra memoria siguen siendo como la lava subterránea de un volcán activo que se encuentra guardado en nuestro interior. Nos estamos refiriendo a una conducta reactiva negativa que puede no manifestarse externamente durante mucho tiempo, pero que mantiene su potencial de hacer erupción ante situaciones determinadas.

 

Cada uno de nosotros lleva consigo una mochila que -aunque invisible- suele ser muy pesada pues cargamos con todos los conflictos que hemos sufrido a lo largo de la vida, y que no hemos querido, sabido, o podido resolver.

 

Sentimientos de indignidad y baja autoestima, culpas, amarguras, enojos y frustraciones se pudieron haber ido acumulando por años en la infratierra de nuestro corazón; así como el magma que se va acumulando en lo profundo de un volcán que estaba dormido, hasta que finalmente tanta presión debe salir por algún lado, y termina haciendo erupción, e incluso arrasando los pueblos que están a su alrededor.

 

Estas personalidades pueden parecer serenas y tranquilas, aguantar por años un sinfín de situaciones de presión, hasta que en el momento menos pensado hacen erupción, llegando a tener incluso reacciones y comportamientos inimaginables.

 

Basta hacer memoria de algunos casos que han llegado a las crónicas policiales que, si bien es cierto que son casos extremos; sin embargo nos pueden ayudar a recordar como algunas personas que parecían tranquilas y pacientes, en un momento determinado reaccionan con un enojo desmedido, tienen reacciones violentas y comportamientos desproporcionados.

 

Y a esto debemos sumarle incluso, las cargas de las situaciones relacionales difíciles que signaron la vida de nuestros ancestros y que no fueron resueltas por ellos de manera conveniente, las cuales de algún modo comunican y nos transmiten a nosotros sus descendientes, que en muchos casos tampoco no sabemos bien de donde surgen, ni qué hacer con ellas o como resolverlas.

 

Por este motivo, para desactivar el volcán encendido del enojo y la amargura, la Madre nos invita a orar con el corazón, y a entregar toda forma de odio o discordia, para que el Espíritu Santo libere nuestra alma, ya que “quien ora no teme el mal y no tiene odio en su corazón”. (25 de septiembre de 2001)

 

 

Me siento desnudo

“De allí nacen la envidia, la discordia, los insultos,

las sospechas malignas y los conflictos interminables”.[2]

 

Podemos afirmar que el conflicto en el interior del ser humano y en las relaciones interpersonales comienzan con el pecado original:

“El Señor Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?». «Oí tus pasos por el jardín, respondió él, y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí». El replicó: «¿Y quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol que yo te prohibí?». El hombre respondió: «La mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto y yo comí de él». El Señor Dios dijo a la mujer: «¿Cómo hiciste semejante cosa?». La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí»”.[3]

 

El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que: “la Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres”.[4] Y la armonía original en la que se encontraban queda destruida.[5]

 

El primer pecado -única falta que se transmite de una generación a la otra-, es el acto que genera un deterioro en cuatro direcciones.

  1. Con uno mismo, ya que es el primer conflicto de autopercepción no resuelto, que afecta el modo en que los seres humanos comienzan a verse a sí mismos: “tuve miedo porque estaba desnudo”.

 

  1. Con los demás, ya que afecta la manera de relacionarse entre el hombre y la mujer: “la mujer que tú me diste”. En hebreo, estas palabras suenan de manera distante y despectiva. El Catecismo nos recuerda como el pecado original se encuentra en la raíz de todo conflicto en las relaciones interpersonales: “Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15)”.

 

  1. Con Dios, pues afecta el modo de relacionarse con su Creador, ya que a partir de allí el hombre tiene la tendencia a esconderse de Dios.

 

  1. Con el resto de la creación: “La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn 3,17.19)”.[6]

 

Cada vez que vamos en contra del amor de Dios y de su santísima voluntad, pecamos y nos lesionamos a nosotros mismos, e irradiamos una fuerza de oscuridad que deteriora nuestros vínculos con los demás, afectando incluso al resto de la creación. Cuando en cambio, nos tomamos fuertemente de la mano de María a través de la oración y las buenas obras, entonces el mal se diluye, los conflictos comienzan a desaparecer y vuelve la paz.

 

 

Oración

 

Padre amado, Creador de todo lo que existe, que me sostienes entre tus manos, hoy te presento mi vida con todos los acontecimientos hermosos y dolorosos que dejaron huellas en mí.

 

Señor Jesús, hoy renuevo el sacramento del Bautismo, para que las aguas espirituales fluyan en mi espíritu, en mi psiquis, y en todo mi ser, cortando aún más profundamente las consecuencias que han dejado en mi el pecado original; y abriendo canales de bendición a toda la herencia intergeneracional de bondad que tú quieres para mi vida.

 

Espíritu Santo, a través de las manos de la Virgen María, Reina de la Paz, hoy te entrego los volcanes activos que hay en la tierra de mi alma, y que son alimentados por la lava subterránea de la frustración, el enojo, los resentimientos, las consecuencias de mis pecados y errores; clamo a ti por la liberación de las adicciones, las ataduras, los malos hábitos, y por la sanación de las heridas de cualquier clase y de cualquier etapa de mi vida.

Espíritu de Dios, infunde en mí tu presencia, colmándome de todo los dones, frutos y carismas que quieres para mi vida.

 

Santísima Trinidad, gracias porque a través de la intercesión de la Reina de la Paz infundes paz y armonía en todo mi ser;

Gracias porque confío en que despertarás y fortalecerás en mi los nuevos comportamientos y virtudes que me ayudarán a vivir con un nivel mayor de paz conmigo mismo y con todos.  Gracias Señor.

[1] Esther Gr. 3:5

[2] 1 Tim. 6:4-5

[3] Gn. 3:9-13.

[4] CIC 390

[5] Referencia CIC 401

[6] CIC 400

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