Medjugorje – Homilía pronunciada el 16/05/2020

Hermanos y hermanas, ancianos y enfermos que estáis junto a vuestras radios.

Como verdaderos discípulos de Cristo estamos llamados a crecer permanentemente en el amor. El amor verdadero que necesita darse cada vez más.  Este amor va más allá de sentimientos que a menudo engañan y nos encierran en el propio egoísmo, si nos quedamos solo en ellos.

Dios nos ha prometido un amor que nuestra mente no puede imaginar ni nuestro corazón alcanzar, pero que nos puede ser dado por el Espíritu Santo.

Hemos de crecer de acuerdo con este amor, a fin de que podamos llegar a la plenitud de nuestra existencia.

Hermanos y hermanas, manteniendo la comunión con el Señor, según sus mandamientos, permanecemos en unidad con él. El pecado venial disminuye, y el grave rompe esa comunión y nos aleja de la fuente de la vida y de todo bien, por lo tanto, renunciemos decididamente al pecado arrepintiéndonos sinceramente con un corazón dispuesto para la conversión. En esta Santa Misa recordaremos a todas las víctimas de Bleiburg y de otros sitios de ejecución, así como a sus asesinos, que el Señor sea misericordioso con ellos.

Homilía

Hermanos y hermanas, cuando alguien quiere hablar con un dignatario estatal o eclesiástico, debe esperar. ¿Por qué? Las personas importantes siempre están ocupadas, tienen muchas visitas. Dado que sus consejos tienen peso, son valorados y solicitados.  Todos deben solicitar una cita primero y esperar pacientemente. Pero cuando queremos hablar con Dios, no se requiere pedir cita, y no hay que esperar.

Dios no dice: “¡Secretaria, dígales que el jefe está ocupado, que pidan cita en otro momento!”

El acceso al Padre, hermanos y hermanas, nos lo ha abierto Jesucristo mismo. Por eso se nos dio en su vida terrena para llevarnos a Dios. Ahora nosotros estamos “en Él”. Esta fórmula “en Cristo” la encontramos 164 veces en la Sagrada Escritura, en las cartas del apóstol San Pablo porque somos cristianos en Cristo, tenemos en él, en Cristo, acceso permanente al Padre.

Hermanos y hermanas, ¿qué significa “estar en Cristo”? Quizás esto podría interpretarse de la siguiente manera: como un niño está en una familia, nosotros también estamos en Jesucristo.

Por supuesto, la vida normal de un niño, no es posible sin padre y madre, sin familia. No pueden ser padre y madre de un niño, dos hombres o dos mujeres. Un niño no puede vivir sin el amor tierno y cuidadoso de sus padres. Siempre está en casa con sus padres. El niño es parte de sus padres. Viene de ellos. Es por eso que un niño no tiene que esperar y llamar, para que le abran la puerta, incluso a cierta edad ya tiene su propia llave.

Es similar, hermanos y hermanas, a nuestra existencia en Cristo Jesús. Jesús nos abraza como una madre y un padre abrazan a su hijo. En el profeta Isaías leemos:

“He aquí que te he grabado en las palmas de mis manos” (Isaías 49,16) y también “¿Puede una madre olvidar al niño, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré”. Nosotros llevamos la vida de Jesús dentro de nosotros. Estamos profundamente unidos a él. Él es la vid, y nosotros los sarmientos. Por eso, estando con él, estamos siempre con el Padre, siempre en casa.

Hermanos y hermanas, debemos santificar a Cristo en nuestros corazones, como afirma el apóstol Pedro al escuchar la segunda lectura. El apóstol Pedro, de hecho, piensa que debemos reconocer a Cristo como el Santo, es decir, como Aquel que vive y reina en comunión con el Padre y el Espíritu Santo. Quien da tal reconocimiento a Cristo, él mismo está santificado, se vuelve santo. Este Cristo que es Santo, es nuestra esperanza viva. Esta esperanza está aún más viva cuanto más viva es nuestra comunión con el Señor.

El apóstol Pedro se preocupa de despertar precisamente esta esperanza en cada uno de nosotros. No podemos vivir sin esperanza. La esperanza es lo último que se apaga. El hombre que no espera nada, todo lo que le queda es desesperación, y probablemente quitarse la vida. La virtud cristiana es: no desesperarse jamás.  Siempre hay una salida. Aparecerá la luz al final del túnel. Esta luz y esta esperanza son Jesucristo mismo. Por eso, el cristiano no cae en la desesperación absoluta. Él puede ser traicionado, negado y calumniado, su buena reputación puede ser quitada, pero él siempre permanece en la comunión más estrecha con su Cristo quien fue traicionado, engañado y calumniado también, y hasta contado entre los ladrones.

¿Acaso hoy la situación respecto a Jesús ha cambiado?

Hermanos y hermanas, no hay ningún enfermo cuyo sufrimiento sea inútil, sin sentido. En el sufrimiento se conoce la voluntad de Dios. Dios nos da la oportunidad de identificarnos con el sufrimiento de su Hijo Jesús. En el sufrimiento, se abre la oportunidad de sufrir con Cristo por los pecados del mundo. No hay ningún moribundo que no pueda tener esperanza, él sigue por el mismo camino que Jesús recorrió. Cristo fue como todos nosotros un hombre. Tenía naturaleza física y, como todo ser humano, fue susceptible a la mortalidad. Porque era hombre también, tuvo que sufrir y morir. Pero este Cristo desde siempre ha sido el Hijo de Dios también. Él mismo era la Vida. Y esta vida (Jesús), hermanos y hermanas, en si no está sujeta a la muerte, por el contrario, la muerte está sujeta a esta Vida. Aunque la muerte rompe los lazos más tiernos, divide y separa al hombre de todo lo que significaba algo para él en la vida, aun así la muerte no puede separarlo de la comunión con Cristo. La vida del hombre no termina en un callejón sin salida. Podríamos mencionar aquí más ejemplos de esperanza viva. Todos los mártires y testigos de la fe desde los tiempos de los apóstoles hasta nuestros días podían haber salvado su vida, prolongarla, si hubieran puesto solo un poco de incienso ante alguna deidad romana, (o hace cincuenta años entrado en el partido comunista) y así negado a Cristo. Pero, como no lo hicieron, acababan en las arenas de los circos romanos como juguetes de los poderosos y comida para las bestias salvajes o debajo de la guillotina como esas monjas francesas, las carmelitas, en la época de la Revolución Francesa o miles de sacerdotes, religiosos y religiosas, o fieles laicos que de alguna u otra forma dieron testimonio de Cristo.

Y dieron su vida porque Jesucristo era para ellos el camino, la luz y el sentido de la vida.

No quisieron morir como miserables y desesperados suplicando tristemente por la vida, sino que como héroes orgullosos dieron su vida por Cristo crucificado y resucitado.

Hermanos y hermanas, solo una hora antes de su muerte, el 4 de abril de 1968, terminó su discurso el activista de derechos humanos para los estadounidenses negros,

Martin Luther King con estas palabras: “Como todos, yo también quisiera vivir mucho tiempo, pero en este momento estoy interesado en otra cosa. Solo quiero hacer la voluntad de Dios. Dios me trajo al monte. Miré hacia abajo y desde arriba vi la tierra prometida en la que yo tal vez nunca entraré, pero los Negros como pueblo entrarán. Estoy feliz y ya no le tengo miedo a nadie, porque he visto la gloria y la venida del Señor.” ¿Ven cómo se repite la historia una y otra vez?

Hermanos y hermanas, esta esperanza viva frente a la muerte, es la que se requiere de los fieles de Jesús. ¡Y con razón! ¿Acaso no hemos escuchado en el evangelio las palabras de Jesús: “No os dejaré huérfanos”? Cristo nos ha prometido que su Espíritu siempre estará con nosotros para mantener nuestros ojos de la fe estén abiertos en todo momento y para que tengamos la verdadera vida. Amén.

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