La razón de la alegría de Jesús 

El texto del Evangelio según San Mateo que habla de cómo Jesús glorifica a Dios Padre es muy similar al de las Bienaventuranzas. En ambos casos, su discurso va más allá de la forma habitual de expresión que encontramos, por ejemplo, en sus parábolas o disertaciones. En lugar de una presentación lógica, aquí tenemos la exaltación que proviene de lo más profundo de su ser divino. Sin embargo, la diferencia está en que, en las Bienaventuranzas, Jesús alaba, más precisamente aun, “bendice” a las personas que se han reunido en torno a él para escuchar su mensaje sobre el reino de Dios, mientras que aquí glorifica al Padre en el cielo.

Ya, a primera vista, está claro que se trata de algo especial. Mientras Jesús, en su oración a Dios, simplemente se dirige a Él como “Padre”, aquí usa el nombre más solemne referido a Dios que pueda encontrarse en las Sagradas Escrituras: “Padre, Señor de cielo y tierra”. Se dirige a Dios que ha creado el cielo y la tierra y que precisamente por eso es frecuentemente alabado y exaltado en el Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos. Sin embargo, aquí hay una razón especial para la alegría de Jesús que desemboca en una alabanza tan exultante del Padre. Y esa es la revelación del Padre a los humildes y es precisamente estando con ellos cuando Jesús ve el comienzo del reino de Dios y la razón de su gozo.

Lo que los profetas observaron en espíritu ahora se está haciendo realidad. Dios nuevamente visitó a su pueblo en Jesús. Vino “manso” y “humilde” y, por lo tanto, no fue reconocido por los “sabios y entendidos”, que tenían sus propias nociones sobre cómo Dios debía venir con poder y gloria, y en cambio sí fue reconocido por los humildes que siempre estaban genuinamente abiertos a su venida y dispuestos a acoger la sorpresa. Estos son los mismos a quienes Jesús dirigió la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres en el espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3).

Entre ellos, no solo se debe buscar a los pobres pastores, que fueron los primeros en reconocer la venida de Dios anunciándolo a los demás, sino también a todos aquellos que le siguieron en su recorrido por diversos lugares a lo largo de Galilea, que absorbían su palabra y experimentaban curaciones milagrosas. Entre ellos, están los leprosos que había sanado de la lepra, los cojos a quienes les hizo caminar, los ciegos que empezaron a ver… En todos ellos, Dios manifestó su omnipotencia, lo que era una clara señal de que su reino había comenzado con Jesús.

¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados!

 Después de glorificar al Padre del Cielo, Jesús se vuelve hacia los sencillos que tiene delante y les llama dulcemente: “Venid a mí, todos los que estáis cansados ​​y agobiados, y yo os daré descanso” (11, 28). Nada es tan necesario para una persona en su vida como alguien que nos ofrezca consuelo sincero, que esté dispuesto a compartir las preocupaciones y los problemas de la vida. Es difícil estar sufriendo teniendo la sensación de que a nadie le importa ese sufrimiento, que todos son indiferentes a él. Ya, el justo del Antiguo Testamento, cuando experimentó cómo los malhechores le ponían trampas, le gritó a Dios: “Mira a la derecha y, fíjate: nadie me hace caso. No tengo adónde huir, a nadie le importa mi vida” (Sal 142, 5).

Es bien sabido que la peor condición en la que uno puede encontrarse es la de compadecerse de sí mismo. Desafortunadamente, las personas a veces entran en tal estado, en un momento dado, pensando que no son importantes para nadie y que nadie tiene lastima de ellos, comienzan a sentir pena de sí mismos, repitiendo de alguna manera las palabras del salmista antes mencionadas: “a nadie le importa mi vida”.

Las personas de espíritu fuerte no se dejan quebrantar, ni siquiera en las mayores tentaciones, cuando de hecho puede parecer que todo ha conspirado contra ellas, que han sido abandonadas y olvidadas por todos.

Uno de los ejemplos de esa postura fue el gran escritor Dostoievski, quien fue sentenciado a muerte por su oposición al régimen imperial, aunque en el último momento la pena de muerte le fue reemplazada por la larga sentencia de exilio en Siberia. Mientras esperaba en la cárcel para ser trasladado a Siberia, junto con muchos otros desafortunados, para cumplir su sentencia, le escribió a su hermano: “Querido hermano, acabo de enterarme de que nos trasladarán a Siberia hoy o mañana. No estoy desesperado, ni he perdido el coraje. La vida existe en todas partes. Porque la vida está en nosotros, y no fuera de nosotros. Estaré rodeado de gente y seré humano entre ellos y siempre seguiré siendo así. No permitir que la desgracia te doblegue, pase lo que pase, lo llamo vida, es el deber de nuestra existencia… Todavía tengo el corazón dentro de mí, sigue fluyendo sangre en mi cuerpo que es capaz de amar y sufrir, desear y recordar. Y ese es el contenido real de nuestra existencia. Adiós, hermano”.

Dostoievski encontró esta gran fortaleza espiritual al soportar el sufrimiento de la vida en su profunda fe en Jesucristo y en su lectura diaria del Evangelio. Y Jesús pensó exactamente en esas personas cuando les prometía que al estar cansadas y agobiadas, él les daría descanso. Él no promete quitarles su carga, pero la convertirá en un “yugo dulce” y “una carga ligera”. El único requisito es que vayan a él y aprendan de él, que es “manso y humilde de corazón”.

La santa de hoy es un ejemplo de ello también. Ella vivió en uno de los momentos de prueba más duros de la historia de la Iglesia, durante el llamado “Exilio de Aviñón”, cuando los Papas, debido a los persistentes conflictos y disturbios en los que se vio arrastrada Roma, junto con otras ciudades italianas, se establecieron en la ciudad francesa de Aviñón durante setenta años. Muchos cristianos lamentaban profundamente la condición de la Iglesia, pero no todos rezaron y se sacrificaron para que el Señor pusiera fin a la prueba. No lo tomaron como “un yugo y una carga” que debe ser llevada en el espíritu de Cristo.

Catalina pertenecía a aquellos pequeños y humildes en los que Jesús pensó cuando glorificó al Padre del Cielo. Ella dedicó toda su vida a restaurar la vida de la Iglesia, escribiendo cartas incansablemente a los dirigentes y viajando por toda Europa. Reconciliaba los gobernantes cristianos enfrentados, pidiendo al Papa, a los cardenales y a los obispos que llevaran una vida digna de su misión. En un momento, pensó que tal vez el Papa se había hartado de ella, por lo que escribió lo siguiente: “Si no me recibe Usted, recurriré a Cristo, quien seguramente me recibirá, aunque sea una pecadora. Y si él me recibe, debería Usted también recibirme, dado que es su sucesor. En la Iglesia, mi lugar es como de portera, de aquella que vela y lucha. En ella, quiero terminar mi vida en lágrimas, sudor y llanto…”. Ella lo consideró la misión de su vida, y en 1377 dio fruto cuando el Papa Gregorio XI regresó a Roma. Tres años después, con tan solo 33 años, Catalina nació para la eternidad, llevando entre las manos muchos méritos en bien de la Iglesia de su tiempo.

¿Qué quiere decirnos a nosotros este texto del evangelio? Si el discípulo de Jesús es tan manso y humilde de corazón como su Maestro, él le ira revelando al Padre en quien encontrará la paz y el sentido de la vida permanentemente. No todos estamos llamados a hacer grandes obras como santa Catalina, pero todos estamos llamados a ser “mansos y humildes de corazón”. El escritor ruso A. Solzhenitsyn describe a una mujer buena y pobre, que cada vez que iba a decir algo comenzaba su discurso con la frase “con la ayuda de Dios” y de este modo es como llevaba la pesada carga de la vida; enfatiza que su rostro irradiaba una alegría especial, para finalmente concluir: “Todas las personas que viven según la voz de la conciencia, tienen un rostro hermoso”.

En el espíritu del evangelio de hoy, se puede decir que todas las personas que confían en la llamada de Jesús y en su promesa, a pesar de los problemas que atraviesan, irradian seguridad y paz. Llevando el yugo de la vida con Cristo y para Cristo, ese yugo se vuelve dulce y salvador para ellos. Amén.

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