Juan 14, 21-26

Revelación en las palabras de despedida

La pregunta de uno de los discípulos de Jesús, “Señor, ¿cómo es que te has de manifestar a nosotros y no al mundo?” (Jn  14,22) sirve como trampolín para que el evangelista continúe la presentación de la revelación de Jesús. Lo que sigue no es la respuesta directa de Jesús a la pregunta planteada, porque él no cuestiona para nada la relación entre los discípulos y el mundo, sino la relación de los discípulos con él, como su Maestro y por medio de su Palabra que les confía para que la cumplan. Está claro, por el contexto más específico de qué palabra se trata: es un mandamiento nuevo de amor de Jesús (Jn.13,34) que el discípulo solo puede cumplir por amor a él (14,15.21).

Tal actitud de los discípulos hacia Jesús también garantiza el amor del Padre, con la promesa casi solemne de Jesús: “Vendremos a él y moraremos en él” (14,23b). De hecho, es una promesa repetida y extendida: el regreso de Jesús con los discípulos que permanecen en el mundo (14,18). Y hasta entonces, los discípulos no solo conocerán a Jesús aún mejor, sino también al Padre, porque son uno (14,20). El discurso pictórico sobre las moradas en la casa del Padre al comienzo del discurso de despedida de Jesús (14,2) se expresa aquí en el vocabulario teológico sobre la venida de Jesús y del Padre para entrar y habitar en estas moradas previamente preparadas.

Quizás el motivo veterotestamentario de Dios habitando en medio de su pueblo sirvió a Jesús como el trasfondo de este dicho. Es decir, en el libro de Levítico leemos como Yahveh  le promete solemnemente a su pueblo: “Pondré mi morada en medio de vosotros y no os rechazaré. Me pasearé en medio de vosotros y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Lev 26,11ss).

Ahora es más fácil ver la verdadera razón por la cual Jesús no responde directamente a la pregunta de la relación entre los discípulos y el mundo. Porque el criterio de la verdadera fe nunca puede ser el mundo con sus razones, sino solo Jesús y su palabra. Es por eso que en el evangelio según san Juan nos encontramos constantemente con una nueva mirada a la situación del Jesús histórico y de sus discípulos. No existe un criterio de fe “objetivo” que pueda reemplazar a uno basado en el amor del discípulo por Jesús y su palabra.

El amor como criterio de fidelidad del discípulo

En el muy breve texto del evangelio de hoy, se menciona hasta siete veces el sustantivo amor o el verbo amar. Jesús espera de los suyos que guarden sus mandamientos, pero ya no repetirá esta palabra nunca más, ni dice que deban hacerlo, sino que quiere convencerlos de que guardar sus mandamientos solo es posible en el amor. Porque si “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16) ¿sería digno de Dios pedirle a los hombres al menos que respondan con amor a su infinito amor? El hombre no puede ser llevado a Dios por temor al castigo por los pecados cometidos o por un intento de comprar el favor de Dios con algo que no proviene del amor sincero.

A este respecto, todos los hombres son iguales, ricos y pobres, instruidos e ignorantes, los hombres honrados y aquellos a los que a nadie les importan. Partiendo de esto, alguien advirtió convenientemente qué es lo que el amor cambia significativamente en la vida del hombre y en su comportamiento, y dijo: “El honor sin amor hace que un hombre sea soberbio, el honor con amor le hace humilde; El bienestar sin amor le hace al hombre tacaño, el bienestar con amor le hace generoso; La bondad sin amor le hace hipócrita: la bondad con amor le hace amable; La sabiduría sin amor le hace astuto, la sabiduría con amor le llena de comprensión; El poder sin amor lo hace violento, el poder con amor le hace dispuesto a ayudar; La justicia sin amor le hace rígido, la justicia con amor le hace confiable; La fe sin amor le hace fanático, la fe con amor le hace pacífico”.

Y dado que el amor es también el principio de la relación entre el Padre Celestial y Jesús, esta cuestión de la identidad cristiana se extiende lógicamente desde la relación con Jesús hasta la relación con el Padre. Se trata de la relación inquebrantable entre el discípulo, Jesús y el Padre, que trascurre como un hilo conductor a través de todo el Evangelio según san Juan. Por lo tanto, cualquier intento de retratar a Jesús solo como hombre, por idealizado que sea ese hombre, se dirige no solo contra la fe en Jesús como Hijo de Dios, sino también contra la fe en Dios.

Espíritu defensor

Jesús no deja a sus discípulos indefensos y solos cuando les pide que acepten y cumplan su palabra con amor. Les promete a un poderoso Defensor en la persona del mismo Espíritu Santo quien obró en su propia vida de principio a fin. Jesús fue concebido por el poder del Espíritu Santo (Lucas 1,35; Mateo 1,18). Después de su bautismo en el Jordán, él “lleno del Espíritu Santo” (Lc 4,1) va al desierto donde, por su poder, vence la tentación, “en el poder del Espíritu” (4,14) y regresa a Galilea donde comienza su vida pública.

Jesús promete ese mismo Espíritu a los discípulos. Al igual que le envió a él, así el Padre enviará al Espíritu Santo en su ausencia, quien “os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he dicho” (Jn 14,26). Una vez más nos encontramos con la cuestión de la continuidad, la continuación de lo que comenzó con la vida de Jesús y la actitud de los primeros discípulos hacia él. La cuestión de la verdadera identidad cristiana siempre está relacionada con la cuestión sobre los comienzos, es decir, con la persona de Jesucristo y su enseñanza.

El Espíritu Santo no es una realidad completamente nueva después de que Jesús ya no está entre los discípulos. Es el continuador de su acción. Su papel es preservar permanentemente viva la herencia de Jesús y revelar a los discípulos la profundidad de las palabras de Jesús, enseñándoles a sacar siempre la fuerza para preservar sus palabras en el amor a él. Él es el principio de la vida de revelación que ha tenido lugar en la historia, pero que no debe quedar atrapada en el pasado, sino que siempre debe ser la palabra viva de proclamación.

Hoy también, el Espíritu Santo recuerda a la Iglesia la integridad de la enseñanza de Jesús y la total fidelidad a su persona. Pero no es ningún secreto que donde sea que obre el Espíritu de Dios, obra también el espíritu adversario, el espíritu de este mundo. Si bien el papel del Espíritu Santo es “recordar” lo que Jesús ha confiado a la Iglesia, el espíritu del mundo quiere diluirlo o distorsionarlo. Mientras que el Espíritu Santo quiere introducirnos permanentemente en la plenitud del misterio de Jesucristo, el espíritu del mundo siempre enfatiza solo una parte de ese misterio, diluyéndolo y empobreciéndolo.

El hombre secularizado solo está interesado en el hombre Jesús de Nazaret como maestro de mero humanismo y defensor de la igualdad entre los hombres, pero no como el Hijo de Dios que acepta voluntariamente el sufrimiento y llama a que le imitemos en ello.  Mientras que el Espíritu Santo quiere ponernos ante el profundo misterio de la persona de Jesús, el espíritu del mundo como ideal aboga por la acción política en la Iglesia, aunque Jesús claramente se distanció de toda forma de compromiso político, y eso significa de toda forma de poder. Permanecer fiel a él y cumplir sus mandamientos significa aceptar y seguir con amor su ejemplo de humilde servicio al hombre. Amén.

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