Mañana es el Domingo de la Divina Misericordia. Hemos escuchado en el relato del Evangelio qué es lo que Jesús les dice a los discípulos: “Id por todo el mundo, predicad el evangelio a toda la creación”. Precisamente eso, que Dios es misericordioso, es la esencia del Evangelio. Ese mensaje, Jesús también se lo había confiado a la hermana Faustina, y el papa Juan Pablo II, lo ha cumplido instaurando la Fiesta de la Divina Misericordia el segundo domingo después de Pascua.

¿Qué significa cuando decimos que Dios es misericordioso? Se trata de que ahí está la esencia de Dios, de cómo es Dios, cuál es la voluntad de Dios y cómo es el corazón de Dios.

Jesús nos enseña que el amor de Dios es como el sol que brilla sobre los buenos y sobre los malos. Su corazón es tan ancho como para recibir a todos. No excluye a nadie. Busca al herido, al enfermo, al prisionero. Deja a las 99 ovejas solo para salvar a una. Se preocupa por el hijo mayor y el menor. Desea que ambos estén con él en el banquete. Abre la puerta para que entren al banquete los marginados de la sociedad: los cojos, los ciegos y los pobres.

Esta solemnidad nos habla de cómo Dios ve la realidad. Dios no envió a su Hijo al mundo para buscar a los pecadores porque fueran pecadores y para señalarlos y decir: “¡Eres un pecador!” Jesús ve el hecho (el pecado) pero no solo el hecho sino también su fondo: las razones y las causas del pecado. Esto se manifestó de forma más clara en cómo Jesús contempla la cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Jesús ve la opresión en el alma del hombre. Juan el Bautista lo había comprendido y dijo de Jesús: “¡Este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo!”. Quita los pecados, quita las cargas del hombre.

Esta solemnidad nos habla del corazón de Dios. Dios no se queda solo con su forma de ver la realidad, sino que busca las maneras de ayudar al hombre caído, en pecado, de salvar al naufrago, de encontrar al perdido.

Dios tiene muchas razones para no ayudar al hombre, de castigarlo, de condenarlo, de apartar el pensamiento de él. Dios tiene muchos argumentos que no le favorecen al hombre, pero esos argumentos pierden la batalla ante las razones de Su amor. Hay muchos motivos para condenar al hombre, pero el amor de Dios es más poderoso que cualquier motivo contrario. Dios siempre busca y encuentra la entrada y la grieta hasta el hombre porque su deseo es ayudarle.

“¡Ha entrado en la casa del pecador!” (Lucas 19, 7). Ese fue el argumento de algunas personas contra Jesús cuando fue a la casa de Zaqueo. Pero el argumento de Jesús de por qué ha entrado en la casa de Zaqueo fue: “… ¡porque él también es el hijo de Abraham!” (Lucas 19, 9) La gente encuentra un solo argumento para condenar a Zaqueo (porque es un pecador), y Jesús encuentra otro para salvarlo (porque es el hijo de Abraham).

Algo similar sucedió cuando querían apedrear a aquella mujer. El motivo de la lapidación para los fariseos fue el pecado de la mujer, que fue sorprendida en adulterio. Y un solo motivo, era suficiente para matarla cruelmente. Jesús no dijo que la mujer no había cometido el pecado. Está claro para él que la mujer pecó, pero no fue la única que cometió el pecado (el hombre también participó en él), y todos los que levantaron la piedra eran pecadores. Es un argumento suficiente para la justicia y el amor de Dios con el fin de responder y salvar a la mujer.

Después de buscar la respuesta a la pregunta de la Divina Misericordia, planea una pregunta sobre nosotros: ¿Acaso es la voluntad de Dios que también nosotros seamos misericordiosos?

Jesús nos da la respuesta: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”. (Lucas 6, 36).

Aunque comprendamos la petición de Dios de ser misericordiosos, a menudo nos acercamos a la misericordia de dos maneras: por un lado, la aceptamos y por el otro la resistimos. Una de las dificultades es la pregunta de a quién le atañe esta petición de Dios exactamente. Todos tienen muy claro cuál es la voluntad de Dios para los demás respecto a nosotros. Es decir, siempre que queremos que nos amen, que nos respeten, que nos reconozcan, que nos ayuden, que nos perdonen y que sean misericordiosos con nosotros, que cuiden de nuestra reputación, que no nos olviden, entonces estamos seguros de que precisamente esa es la voluntad de Dios para ellos. Y es verdad. Esa es la voluntad de Dios para los demás respecto a nosotros. Sin embargo, a menudo olvidamos que la voluntad de Dios es que nosotros tratemos a los demás de la misma manera”. (Fray Slavko Barbarić)

La resistencia a la misericordia se muestra, en parte, en nuestras ganas y deseos de hacer el bien a los demás. Es decir, a veces notamos que no deseamos el bien a los demás, que no queremos que se salven y que no nos regocijamos cuando uno regresa del mal camino. A veces se escuchan las palabras: “Está bien que le haya pasado eso. ¡Se lo ha merecido!”

Es raro e ilógico un comportamiento así porque, de lo contrario, nos comportamos de manera diferente cuando se trata de animales y cosas. Jesús también estaba sorprendido por eso, por lo que quería abrirle los ojos a la gente para que entendieran su propio comportamiento. Cuando una oveja se pierde, la buscamos. Cuando la encontremos, no la castigaremos porque se había perdido, sino que nos alegramos por haberla encontrado. Nos comportamos idénticamente cuando perdemos el “dracma”, dinero o cualquier otra cosa de valor. Jesús quiere que nos regocijemos no solo cuando encontramos el dinero perdido o la oveja perdida, sino también cuando el hombre se pierde y vuelve al camino recto.

Las razones por las que no somos misericordiosos con los demás no están en los demás sino en nosotros. “Yo no tengo reservas con vosotros; sois vosotros los que las tenéis conmigo”. (2Cor 6, 12) Así Pablo abre los ojos a los corintios. No somos misericordiosos con los demás  cuando cometen pecados, no por la gravedad del pecado, sino por nuestro corazón estrecho, duro y apretado.

Cuando los recaudadores de impuestos y los pecadores se reunían entorno a Jesús para escucharle, el comentario de los fariseos y de los escribas fue: “Este hombre habla con los pecadores y come con ellos”. (Lucas 15, 2)

Un corazón estrecho solo ve la paja en el ojo del otro y nada más. Ver solo el pecado y al pecador. Un corazón tan estrecho también condena a Jesús que no quiere nada más que ayudar a los pecadores. Y el motivo de su condena es: porque come con los pecadores.

Si el corazón es estrecho y está oprimido, nuestros argumentos estarán al servicio de ese corazón. Si solo vemos el pecado del otro, siempre encontraremos algún argumento para condenarlo. A veces, es suficiente un solo motivo, y no tiene que ser grande o importante para nada, para no hablar con alguien, no saludarlo, hablar de él negativamente, condenarlo. Mi corazón es estrecho, esa es la causa, y no el pecado de los demás, y así tengo razones para dejar de hablarles, rechazarles y condenarles.

El problema está en el corazón. El amor es muy débil. Y si el amor es débil, las razones de amar  son débiles también. Porque cuando condenamos a los demás, es una señal de que nuestro amor es débil. Las razones de tal amor no son lo suficientemente fuertes como para superar las debilidades de una persona. Un amor así es vencido con cada pequeñez. Un amor así se  detiene ante el pecado de uno como ante algún obstáculo y no se puede mover más allá. No puede superar un obstáculo que no necesita ser grande en absoluto. No puede superarlo porque es débil. Si el amor fuera fuerte en nosotros, nada podría vencerlo. Siempre encontraría suficientes razones, al menos una, para ayudar y salvar al hombre que hubiera cometido un error.

Si queremos entender la misericordia de Dios y ser misericordiosos, debemos escuchar la invitación al crecimiento y comenzar a crecer hacia el amor de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Es la llamada de Jesús a fin de que nuestro corazón se ensanche, con el fin de que vayamos creciendo en nuestro amor (condicional, limitado) hacia el amor de Dios (incondicional e ilimitado). Es el crecimiento desde un corazón estrecho, rígido y cerrado hacia el corazón amplio de Dios.

Jesús nos llama: “Venid a mí… Aprended de mí porque soy humilde y manso de corazón …” Esta solemnidad y la coronilla de la Divina Misericordia es el tiempo para mirar a Jesús y un tiempo para conocer su corazón más profundamente … Si aprendemos de Jesús y si abrimos el corazón al amor de Dios, siempre encontraremos alguna razón para ayudar, para perdonar, para que nuestra mirada no se detenga en la paja en el ojo de otro, para no señalar al otro,  sino para abrir nuestras manos como las manos del padre misericordioso hacia el hijo que ha regresado.

FUNDACIÓN CENTRO MEDJUGORJE

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