Queridos hermanos y hermanas,

La Liturgia de la Iglesia, en este tiempo de Pascua, nos invita a leer y meditar nuevamente sobre los grandes pasajes del Evangelio según san Juan, especialmente el discurso de Jesús después de la Última Cena. El evangelio que acabamos de escuchar nos habla de la paz de Dios. La paz que Jesús promete no es la paz que da el mundo; pero tampoco es, ni puede ser, un escape de los problemas, sino más bien el coraje para enfrentarlos con la paz del corazón. También debemos recordar que Jesús pronunció estas palabras de paz mientras caminaba hacia Getsemaní y hacia su pasión. En el momento más terrible de su vida, Jesús anima a sus amigos, a sus discípulos, a no inquietarse ni a temer. El fuerte mensaje que Dios nos está dando es el no tener miedo.

Dios sabe con qué facilidad nos asustamos y nos preocupamos. Tememos por nuestra seguridad, por el futuro de nuestros hijos, tememos por nuestras familias, tememos por nuestro futuro económico. A menudo nos enfadamos, y nuevamente perdemos la paz en el corazón. Siempre ha sido así, los pensamientos ansiosos o las injusticias oprimen al hombre. Sin embargo, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento encontramos estas palabras: “No tengáis miedo” o “No se turbe vuestro corazón”. 365 veces encontramos estas palabras, como si todos los días Dios quisiera decirnos: “No tengas miedo, yo estoy contigo” (Isaías 43,5) así también, hoy, Jesús mismo nos da su paz a nosotros, la paz de Dios.

La palabra “paz”, “shalom”, en su sentido original significa mucho más que la ausencia de guerra. Su raíz designa el estado del hombre que vive en armonía con la naturaleza, consigo mismo, con Dios. En un sentido más amplio, la paz es seguridad y armonía en la vida fraterna. Todos estos bienes, materiales y espirituales, están incluidos en el saludo habitual en Israel: “Shalom”. Jesús tranquiliza a sus amigos con esta palabra. Los discípulos tuvieron miedo esa noche. Hubo algo. Muchas veces Jesús les había dicho cuál sería su destino. Ahora Judas acababa de salir de la estancia y ellos presentían el drama que sucedería, porque Jesús les dijo que se iba. Entendemos la ansiedad de ellos. Jesús también menciona a Satanás.

El príncipe del mundo, como Jesús lo llamó aquí, es el que quiere dirigir nuestra mirada hacia los problemas de la vida para que pueda pasar nuestro enfoque de Dios a las cosas secundarias y buscar en ellas la salvación, la seguridad o una paz falsa. Satanás quiere quitar esa paz. ¡El primer lugar donde Satanás te ataca es a tu corazón y tus pensamientos! Muchos cristianos no entienden eso, por lo que cuidan mal de su corazón. Miran todo tipo de películas en la televisión a través de las cuales dejan entrar mucha violencia, crimen, suciedad, ateísmo. Raramente o casi nunca encontrareis en la tele a una familia rezando. O si eso sucede, a menudo pasa para ridiculizar tal acto. Luego leen todo tipo de revistas con muchos chismes, sobre las llamadas estrellas del mundo del espectáculo, del deporte, de la moda… Todo eso entra en ellos. Esos pensamientos influyen fuertemente en su vida pero no la llenan de alegría y de paz porque la alegría y la paz son los frutos del Espíritu Santo en nosotros.

Sería bueno que nosotros los creyentes supiéramos entrar en nuestro interior.  Encontrar tiempo para el encuentro con Dios en lo más profundo de nuestro ser. ¿Qué hay en lo más profundo de mi alma? Si sabes MANTENER LA PAZ DE DIOS EN TU INTERIOR, entonces tus pensamientos serán positivos. Si tus pensamientos son positivos, tu vida será positiva. Si tus pensamientos son negativos, tu vida será negativa. Cuando una persona está llena de malos pensamientos, está deprimida. Y una persona deprimida extiende rápidamente su disgusto a los que le rodean. Y se llega rápidamente al conflicto y la discordia.

Así Satanás puede actuar más fácilmente en el mundo, pero Jesús señala: “No puede hacer nada contra mí” (Jn 14,30). La paz en las personas que aceptan ese don y que siguen a Jesús es más fuerte que los disturbios causados ​​por el demonio. El mejor ejemplo es el santo de hoy, el apóstol de la reconciliación. San Leopoldo pasó gran parte de su vida en el confesionario y, debido a su bondad y humilde sabiduría, fue llamado “el apóstol del confesionario”. Él nunca se quejaba.  Todo aquel que alguna vez se confesaba con él, según los testigos, casi siempre volvía regularmente, atraído por su calma, amabilidad y fuerte experiencia espiritual. Confesaba todo el día, reconciliando al hombre con Dios, uniéndolos en el amor, perdonando sus pecados sin mostrar la más mínima señal de impaciencia, ni el más mínimo aburrimiento, y siempre recibiendo a todos con una sonrisa. Al padre Leopoldo, algunos incluso le reprochaban su bondad excesiva. Él respondía señalando el crucifijo: “¿Y qué hay del que murió por nosotros?” Él es nuestra paz y nuestro Salvador. Él quiere que nosotros seamos mensajeros de paz y pacificadores: bienaventurados los pacificadores… Los pacificadores derrotan a Satanás.

Probablemente recordáis que Jesús envió a sus apóstoles y otros discípulos, 72 de ellos. Este número tiene un valor simbólico. En el tiempo de Jesús, ese número determinaba el número de tierras paganas. Eran 72, por lo tanto, un misionero por cada país. ¿Y qué instrucciones les fueron dadas a los discípulos por Jesús? En cualquier casa que entréis, primero decid: “¡Paz a esta casa!” Si alguien es amigo de la paz allí, su paz descansará en él. Si no, volverá a vosotros.

Sabemos que Satanás está luchando duro contra los planes misioneros. Pero cuando el hombre está en paz, como el apóstol, dirá al final de la misión: “¡Señor, los demonios también nos obedecen en tu nombre! Y Jesús les dijo: “Vi a Satanás caer del cielo como un rayo… Pero no os alegréis de que los espíritus os obedezcan, sino alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo.”

En la primera lectura de hoy vemos cómo los planes misioneros de san Pablo y san Bernabé estaban perturbados. Este fue el primer viaje misionero de Pablo. En el segundo viaje  Pablo dirá: “Ciertamente quisimos venir a vosotros,… pero Satanás nos lo había impedido”. Por lo tanto, Satanás odia no solo la paz, sino también la evangelización y la comunión, y por eso  se esforzará en todos los sentidos por distraer a los misioneros y a las personas ansiosas por evangelizar predicando el Evangelio de la paz.

Finalmente, ¿cómo recibir esa paz cuando tal vez siento todo lo contrario, que mi corazón está inquieto?. San Leopoldo nos pediría que nos confesáramos y probablemente nos daría algunas instrucciones bíblicas, como por ejemplo la cita de un salmo: “Busqué al Señor, y él me escuchó y me libró de todo el miedo”. (Salmo 34,5) La meditación de los salmos es a menudo una excelente manera de redescubrir la alegría y la paz. Tal meditación no es un estímulo infundado, sino que es el poder de la Palabra de Dios que actúa en el corazón. Hoy Jesús nos dice aún más porque también nos dice cuál es la fuente de esa paz: la paz es un don permanente que es el fruto de su unión con el Padre. Después de la resurrección, ésta es la primera palabra que dirigió a los discípulos temerosos: “¡La paz sea con vosotros!” También es la obra fundamental del Espíritu Santo, según las cartas de san Pablo.

Por tanto, dicha paz es la que nos da Cristo: la paz que te confronta contigo mismo, te abre los ojos para ver todo a tu alrededor, a la luz de la Verdad. Por eso la paz de Cristo es diferente de la paz del mundo. Se alcanza cuando le escuchamos con el corazón. Y luego, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo construyen el templo en nosotros y habitan en él como inquilinos. El Espíritu Santo continúa entonces recordándonos las palabras de Jesús para que no dejemos de vivirlas. Y finalmente, llega la paz de Cristo. Es la cualidad de la vida interior de Dios y, como tal, nos llena.

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