En la solemnidad de Pentecostés de hoy, en el cumpleaños de la Iglesia, escuchamos en las lecturas de la liturgia dos eventos aparentemente diferentes de los Hechos de los Apóstoles y del Evangelio según san Juan. En los Hechos de los Apóstoles, la venida del Espíritu Santo se describe como un evento poderoso: ruido del cielo, lenguas de fuego, multitudes corriendo por el rugido, escuchan a los Apóstoles hablar en su propia lengua, todo están fuera de si…  Un acontecimiento que cambió a todos los presentes. Por el contrario, en San Juan Evangelista, los discípulos recibieron el Espíritu Santo el mismo día de la Resurrección, mientras estaban encerrados por temor a los judíos. Por un lado, en los Hechos de los Apóstoles, un evento poderoso que comienza inmediatamente con la predicación a todas las naciones, y por otro lado, con el evangelista Juan acontece no en un evento público, sino en un evento secreto y silencioso entre los discípulos que estaban encerrados.

A primera vista, las descripciones se contradicen entre sí, pero ambos relatos presentan dos puntos de vista del mismo evento que van juntos, porque la acción del Espíritu Santo abarca ambas realidades. Por un lado, testimonio misionero, esa acción hacia el exterior, que ya se manifiesta al comienzo de la Iglesia, y por otro lado, la acción en y hacia el interior, que se manifiesta en oración, celebraciones litúrgicas, aquello que sucede a puerta cerrada.

Según el Evangelio de Juan, en el día de la Resurrección, en la noche, Jesús viene entre los discípulos que fueron encerrados por temor a los judíos. El evangelista no menciona el lugar exacto, pero señala que es el mismo día, el día de la resurrección. El Evangelio quiere colocar la primera celebración litúrgica en el día de la resurrección, el domingo, y así mostrar que cada celebración de la Santa Misa es una extensión de la Pascua.

Jesús viene en medio de ellos, en el centro, y les saluda con la palabra paz. Se repite dos veces que les saluda con la palabra paz. Su paz había pasado por la pasión, el sufrimiento y la cruz, pero estaba más presente que cualquier otra realidad porque se basaba en la confianza en su Padre. Es por eso que Su paz toca el centro mismo del hombre y nos introduce en los misterios  de Su Comunidad a fin de que podamos sacar fuerzas desde adentro para poder vivir en el mundo. También es significativo lo que dice que Jesús se puso en medio de ellos. En la primera celebración de los discípulos con el Resucitado, Él está en medio de ellos. En cada celebración de la Iglesia, es bueno recordar que Jesús mismo está en el centro, no una lección moral, un tema político o acusación de alguien, sino que la vida y la proclamación de Jesús deberían estar en el centro. Con ello, Jesús concede la paz.

Con el fin de confirmar a los discípulos que es realmente Él quien está en medio de ellos, les muestra sus heridas. Las manos y el costado traspasados. Sangre y agua fluyeron de esa llaga.  En el Evangelio, el agua es el símbolo del Espíritu Santo que no se puede recibir sin la sangre de Jesús. Así, Jesús se muestra a los discípulos como el dador del Espíritu Santo que en la cruz abrió y se hizo la fuente del agua viva. Como discípulos suyos, al transformar sus heridas, nosotros tampoco debemos huir de las nuestras, sino permitir que se conviertan en nuestro medio de salvación. La confianza de que Dios puede transformar incluso las heridas más profundas en una bendición da esperanza que se manifiesta en paciencia y perseverancia.

El encuentro con el Resucitado y todo lo que da a los discípulos crea alegría en ellos. Es por eso que la alegría es una característica esencial de nuestras celebraciones dominicales. Ya el primer escritor cristiano Tertuliano dijo: el domingo lo dedicamos a la alegría. Con ello, él  enfatiza la importancia de la alegría. Las celebraciones litúrgicas no deben subordinarse a lo depresivo y negativo.

Entonces Jesús pronuncia la llamada a la misión: “Como el Padre me envió, así también yo os  envío a vosotros”. Es importante comprender que no nos envía a inventar cosas nuevas, porque la Iglesia no tiene nada nuevo que decir sino hacer la realidad la presencia de Jesús una y otra vez. Es por eso que para los cristianos la intimidad con Jesús es el principio y el fin, el sentido último, el Alfa y la Omega para los cuales se necesita una oración larga y secreta. Al final de su encuentro, Jesús inspira el Espíritu Santo en los discípulos. Con la Resurrección  sucede una nueva creación. En el libro del Génesis, Dios revivió al primer hombre con su aliento, y ahora Jesús da su propia vida a los discípulos con su aliento. Él les da de su divinidad y se une a ellos indestructiblemente. El Espíritu Santo es ese amor profundo que nos une al  amado prometido: yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

Compartir: