En este mensaje, la Reina de la Paz nos habla nuevamente del cielo y de la vida eterna.  María, como una mamá y catequista, nos recuerda lo que su Hijo Jesús ya nos ha enseñado en el Nuevo Testamento, cuando nos habla sobre el cielo.

 

En diversas ocasiones en el Nuevo Testamento encontramos que Nuestro Señor Jesucristo le dice a los discípulos: “vamos a la otra orilla” (Mc 4, 35), refiriéndose al cruce que acostumbraban hacer en el mar de Galilea -también conocido como lago de Tiberiades-, para desplazarse de un pueblo a otro.

 

Para el grupo de discípulos que habían sido pescadores y que habían vivido en torno al lago, -tal como era el caso de varios de ellos-, la propuesta de Jesús de cruzar a la otra orilla no era algo nuevo, ni les llamaba la atención.

 

Sin embargo esa frase encierra un contenido mucho más profundo de lo que en apariencia parece indicar, ya que la invitación de Jesús también se refiere al viaje que en esta vida recorremos junto a él y que nos llevará a la orilla de la vida eterna.

 

En esta barca viajamos no sólo nosotros, sino también las personas a quienes amamos y cada hombre y mujer de esta tierra.

 

Y así como el recorrido que un barco realiza por el mar o por las aguas de un lago, en ocasiones puede realizarse como si se asemejase a un paseo en un día soleado sobre un espejo de aguas serenas y cristalinas; en otros momentos esta navegación puede tornarse amenazadora y poner en riesgo nuestra seguridad a causa del peligro de hacernos naufragar, debido a las tempestades y a los vientos contrarios.

 

De este modo en la literatura escatológica  es frecuente interpretar la “otra orilla” como lo que está al otro lado de la muerte del cuerpo.  De hecho, las aguas son un símbolo de la precariedad de la vida, ya que la vida sobre el agua puede ser inestable y nos evoca el misterio que para nosotros esconde en sus profundidades.

 

La barca puede naufragar con facilidad cuando las condiciones atmosféricas empeoran y los elementos de la naturaleza se liberan, desplegando su acción incontrolable.

 

Es lo que en ocasiones sucedía en el lago de Tiberiades y aun continúa sucediendo cuando descienden los vientos de lo alto de las montañas del Golán.

 

Sin embargo no hay que temer, Jesús está en nuestra barca así como estuvo en la barca con los discípulos, aun cuando en algunos momentos parezca estar dormido (Mc. 4,35-41); o cuando incluso pensemos equivocadamente que él está ausente y lejano a nuestras realidades cotidianas (Mt. 14, 22 y ss.).

 

Y como si esto no fuese suficiente, Dios ha puesto a María como estrella -o mejor dicho como lucero-, que brilla en las noches más oscuras.

 

Es que así como los marineros, en las noches más oscuras, saben guiar el rumbo de sus barcos siguiendo el mapa del cielo, también nosotros, cuando seguimos a María, no nos equivocaremos.

 

Esta invocación, ha sido frecuente entre los poetas y predicadores. Acudían a María recordando esta imagen proverbial: en medio de la noche, o cuando se cierne sobre nosotros el peligro de “una tormenta perfecta”, si el creyente eleva sus ojos y su corazón errante a María, como una estrella que brilla en cielo, entonces el temor y la angustia se disipan; y Ella, que brilla con la luz de Dios, nos orienta y nos guía hasta el puerto seguro de la patria celestial.

 

Te envío un fuerte abrazo y me encomiendo a tu oración.

Que Dios te Bendiga.

P. Gustavo E. Jamut

Oblato de la Virgen María

 

 

Compartir: