¡Queridos hermanos, reciban hoy y siempre la paz y la alegría de Jesús y de María!

Habiendo llegado en el día de ayer a Medjugorje con un grupo de peregrinos de diversos países, tengo ahora el tiempo para leer y meditar serenamente las palabras que Nuestra Madre nos ha regalado el último 25 de octubre.

En este mensaje, Ella nos invita a ver a pedir la intercesión de todos nuestros hermanos mayores los santos, orando juntos con ellos y en comunión de corazón para abrirnos a la paz de Dios; a la vez que somos llamados a interceder por la paz en las familias, en nuestros países, en la iglesia y en el mundo entero.

Nunca te has preguntado ¿por qué la iglesia celebra el Día de Todos los Santos el 1 de noviembre?; y ¿por qué -al día siguiente- el 2 de noviembre se conmemora el Día de los Fieles Difuntos en todo el mundo?

A mi entender la razón es muy sencilla, e intentaré compartir brevemente los motivos.

El 1 de noviembre queremos celebrar a quienes ya han entrado en el cielo y están contemplando el rostro de Dios. Y no sólo a quienes han sido canonizados por la Iglesia; sino también a esos millones de hombres y mujeres que a lo largo de la historia -y sin haber sido canonizados- ya están en la presencia de Dios, contemplando su rostro y alabándolo por toda la eternidad.

Acerca de ellos nos habló Jesús al proclamar la siguiente parábola: “El Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”.

Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?”.

Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. (Mateo 25:34-40).

Muchos de estos hombres y mujeres que viven en la gracia de Dios y en sintonía con su voluntad, aún caminan entre nosotros; y tal vez no nos damos cuenta hasta que punto la santidad de Dios habita en ellos y lo que están irradiando en su entorno.

Son aquellos a quienes el papa Francisco ha llamado “los santos de la puerta de al lado”.

Sobre ellos el Papa ha escrito lo siguiente:

“Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios” (Gaudete et Exsultate nº 7).

Solo para dar un ejemplo de lo que yo entiendo por estas palabras del Santo Padre. Hace algunos días terminamos la peregrinación “tras los pasos de san Pablo” en la actual Turquía; y cerramos esa peregrinación que ha sido como un retiro itinerante celebrando la Santa Misa en Éfeso, junto a la casa de la Virgen María.

En ese grupo pude percibir como varios hermanos y hermanas peregrinos irradiaban esta paz de la cual nos habla la Virgen de María en el mensaje del 25 de octubre.

Son padres y madres que llevan la cruz de cada día con la fuerza del Espíritu Santo; algunos son esposos, y otros viudas o solteros que a pesar de las dificultades -e incluso persecuciones que han sufrido a causa de la fe- saben regalar una sonrisa a los demás, ayudar a llevar una maleta o hacer un favor a quienes lo necesitan; son personas que no pierden la virtud de la esperanza porque la han puesto en Dios; son peregrinos que saben disculpar una reacción irascible o unas palabras tal vez imprudentes de otras personas, sin dar lugar a la ira, o al resentimiento; son hombres y mujeres qué a través del discernimiento buscan conocer la voluntad de Dios y le piden la fortaleza para cumplirla.

En esta gran peregrinación que es la vida seguramente todos tenemos cerca nuestro, algunas personas que van recorriendo el camino de la santidad. Lo más posible es que ni siquiera ellos se den cuenta de la paz que irradian y de la bendición que ellos son para quienes lo conocen, pues si se creyesen mejor que los demás, entonces caerían en la tentación de compararse con los otros y en la soberbia.

Como decía Santa Teresa de Jesús, la verdadera santidad se amasa en las virtudes de la autentica humildad y caridad, las cuales son como dos hermanas que están siempre juntas. Donde va una está la otra. Pero si falta una, también la otra estará ausente.

Esto no significa que estos “santos de la puerta de al lado” sean perfectos, pues esto sería caer en la ingenuidad del idealismo. Sin embargo, son personas que a pesar de sus defectos y fragilidades aceptan y reconocen serenamente que sin Dios nada pueden, pero que con Dios lo pueden todo.

En la raíz de toda oración, de toda obra para Dios que estos hombres y mujeres de paz realizan, vibra el silencioso Aliento de Dios, la serena fuerza del Espíritu Santo.

Pero ahora pasemos a la celebración del 2 de noviembre, que es la conmemoración de todos los fieles difuntos.

Ellos son hermanos y hermanas que aún sin que nosotros sepamos en qué punto se encuentran después de la partida de esta vida, están en un estado de purificación por lo cual podemos ayudarlos con nuestras oraciones y ofreciendo por ellos la Santa Misa.

No tenemos la certeza de quienes ya han alcanzado la salvación. De hecho, en su momento Jesús dijo una frase que seguramente escandalizó a los fariseos que se creían justos y mejor que los demás: “Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios” (Mateo 21:31). De aquí la necesidad de orar por todos aquellos que partieron de esta vida.

Al respecto nos ha dicho el Papa Benedicto XVI: “Después de celebrar la solemnidad de todos los Santos, la Iglesia nos invita a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada a los numerosos rostros que nos han precedido y que han finalizado el camino terreno… La realidad de la muerte, que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna…  rezar por los seres queridos que nos han dejado; es como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos todavía cercanos.

¿Por qué es así? Porque, aunque la muerte sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y continuamente se intenta quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es una senda de esperanza…” (Benedicto XVI. Miércoles 2 de noviembre de 2011)

Por eso el hecho de peregrinar, sea en los santuarios de nuestras ciudades y países, o incluso en tierras lejanas, es realizar un camino marcado por la esperanza de eternidad. Un camino que recorrieron nuestros hermanos mayores los santos, y que también queremos recorrer nosotros, tomados de la mano de la Virgen maría y de cada una de las personas de la Santísima Trinidad.

Es un camino que como dice un canto al cual pondré en plural: “Somos peregrinos en esta tierra, marchamos contentos hacia Dios, somos ciudadanos de su Reino, vamos anunciando su amor… hay una estrella en nuestro camino, la luz divina de la fe, ella señala nuestro destino, llegar a ti Jerusalén”.

Oremos y trabajemos cada día para ser santos; hombres y mujeres sembradores de semillas de paz, para que terminado nuestro peregrinar terrenos podamos obtener la corona que no se marchita (ref. 1 Corintios 9:25).

 

Padre Gustavo E. Jamut, omv

Comunidad Evangelizadora Mensajeros de la Paz

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