“Queridos hijos, los invito a todos a ser portadores de la paz y de la alegría de Jesús resucitado para todos aquellos que se encuentran alejados de la oración; a fin de que el amor de Jesús, a través de sus vidas, los transforme a una nueva vida de conversión y santidad. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”

¡Queridos amigos “medjugorjanos” reciban hoy y siempre la paz y la alegría de Jesús y de María!

Con pocas palabras, la Virgen María nos dice muchas cosas y nos anima a renovar nuestro deseo de ser discípulos de corazón abierto y generoso.

Ella, como Madre y Maestra nos invita a entrar en la escuela de la verdadera paz, de manera particular al invitarnos a todos a ser “portadores de la paz y de la alegría de Jesús resucitado”; y en modo particular para todas aquellas personas que se encuentran alejadas de Dios.

Pero ¿cómo podremos ser portadores y mensajeros de la paz y de la alegría sí estas virtudes aún no han arraigado profundamente en nuestros corazones?

¿Cómo podremos dar testimonio de la paz y de la alegría a quienes no tienen fe y a quienes se encuentran alejados de la Iglesia si ven en nosotros: obispos, sacerdotes, consagradas o laicos, personas tristes, malhumoradas o mezquinas?

Tenemos necesidad de conversión permanente, pues a través de la experiencia de la misericordia del Padre que abraza nuestra fragilidad, tendremos la fuerza para reconocer nuestras estructuras de pensamiento cerrado, nuestros egoísmos inconscientes, y de todo aquello que nos roba la paz y la alegría.

Jesús nos dijo: “Les dejo la paz. Les doy mi paz, pero no se la doy como la dan los que son del mundo”.[1]

Pero si es así, entonces ¿por qué perdemos la paz interior?

Una de las claves a esta pregunta se encuentra en nuestros pensamientos y deseos, los cuales muchas veces no son conformes a los pensamientos de Dios y a su voluntad para nuestras vidas.

El Apóstol San Pablo dice al respecto: “La carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu”.[2]

Y Santo Tomás afirma que se pierde la paz por esta contrariedad interior:

“La misma potencia apetitiva, se dirige a distintos objetos apetecibles, que no puede alcanzar a la vez, y esto conlleva necesariamente contrariedad entre los movimientos del apetito. Ahora bien, la paz implica, por esencia, la unión de esos impulsos, ya que el corazón del hombre, aun teniendo satisfechos algunos de sus deseos, no tiene paz en tanto desee otra cosa que no puede tener a la vez”.[3]

Por eso hay pensamientos y apetitos (deseos) a los que yo llamo: “ladrones”.  Pues ellos entran de manera silenciosa, sin que nos demos cuenta; y lo hacen para robarnos la paz.

Además, Jesús nos dice: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque Dios los llamará hijos suyos”.[4]

Pero: ¿cómo daremos paz, si esta paz no está antes en nuestros corazones?

San Agustín afirma que “todos desean la paz”.[5] Sin embargo cuando se contempla la realidad del mundo, de algunos sectores de nuestra sociedad, de muchas familias y aún, en algunos casos de determinadas comunidades cristianas, uno se encuentra con la lamentable realidad de que se hallan divididas o enfrentadas; viviendo diversos grados de desamor en los que no hay lugar para la paz y la alegría de Jesús Resucitado.

Por lo tanto, es de capital importancia que acojamos sin demora el llamado de la Reina de la Paz, para que nos dejemos sanar y convertir a fin de ser hombres y mujeres colmados y rebosantes de la verdadera paz y de la alegría del Resucitado.

De este modo no será esta una paz y una alegría intimista y fácilmente agotable, sino que viniendo de Dios -que sana y serena los corazones-, nos llevará a ser instrumentos de su paz para el mundo, pues brotará como un manantial de agua viva desde lo más profundo de nuestro ser.

Permitámosle al Espíritu Santo que en los momentos de oración e introspección meditativa nos muestra aquello que en nosotros ya está listo para ser sanado y convertido. Él será quien de modo invisible y amoroso, te tomará de la mano y te irá mostrando suavemente las heridas de tu alma y los pensamientos o deseos ladrones que te roban la paz.

Señor, haz de mi un instrumento de tu PAZ:

Donde hay odio, que yo lleve amor.
Donde hay ofensa, que yo lleve perdón.
Donde hay discordia, que yo lleve unión.
Donde hay duda, que yo lleve fe.
Donde hay error, que yo lleve verdad.
Donde hay desesperación, que yo lleve esperanza.
Donde hay tristeza, que yo lleve alegría.
Donde están las tinieblas, que yo lleve la Luz.

Oh Maestro, haz que yo no busque tanto:
Ser consolado, como consolar.
Ser comprendido, como comprender.
Ser amado, como amar.

Porque:
Es dando, que se recibe;
Perdonando, que se es perdonado;
Muriendo, que se resucita a la Vida Eterna.

[1] Juan 14, 27

[2] Gal. 5,17

[3] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II-II, Cuestión 29

[4] Mateo 5, 9

[5] San Agustín en XIX De civ. Dei

Compartir: