La Bienaventurada Virgen María en este mensaje como en tantos precedentes, repite su exhortación tres veces: “Oren, oren, oren”. Pronuncia estas palabras con el deseo de advertirnos y de subrayar la importancia de la oración para nuestra visa espiritual. No se trata de un mero ejercicio de devoción o de una ley que hay que respetar. No es una invitación a cumplir una usanza olvidada. La oración no es una suerte de entrenamiento espiritual. La oración es vida. Así como nuestro organismo tiene necesidad de aire, alimento y de otras condiciones para poder funcionar, también nuestra alma tiene necesidad de la oración. Sabemos bien que cuando descuidamos nuestro cuerpo, cuando exageramos en el comer, nuestro cuerpo se enferma. Asimismo, cuando descuidamos la oración, todos los virus y las bacterias espirituales atacan más fácilmente nuestra alma. En consecuencia, el hombre será fácilmente atrapado por varias formas de pecado que lo conducirán al mal: el odio, la maldad, las malas costumbres, la blasfemia, las palabras ofensivas, el egoísmo, la pereza y otros males.
María, en cuanto Madre, nos quiere decir, que fuera de la oración, no existe otro camino, ni medio para alcanzar a Dios. “Hijitos, cuando oran, están cerca de Dios” – eso nos dice María. Y en nuestra oración sentimos el eco de la eternidad en nuestra alma. Así como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “La "semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia" (GS 18,1; cf. 14,2), su alma, no puede tener origen más que en Dios.” (CIC 33).
Solamente en la oración, a la cual la Virgen nos exhorta insistentemente, podemos sentir y vivir ese profundo anhelo escondido en nuestros corazones. Solamente en la oración podemos tener la prueba de la verdad de las palabras de San Pablo: “En cambio, nuestra patria está en el Cielo y de ahí estamos esperando que venga el Salvador, Nuestro Señor Jesucristo.” (Fil 3, 20)
El inicio de la eternidad no coincide con nuestra muerte. Nosotros estamos inmersos en la eternidad, ya ha iniciado, y vale la pena luchar por ella cada día. Obedecer al Espíritu Santo significa encontrar la eternidad en el tiempo. La experiencia de la realidad que tenemos antes de la oración es, sobre todo, la experiencia de la finitud de esa realidad. Vemos que todo pasa y sigue su camino. En cambio, después de la oración, vemos como todo cambia de aspecto, todo se vuelve nuevo y eterno. También nosotros nos llenamos de la eternidad y descubrimos la dimensión de la eternidad en todo. Como escribe San Juan de la Cruz: “Todo se puede cambiar, oh Señor; danos sólo la oportunidad de morar en ti.” Cuando, a través de la oración, encontramos nuestra morada en Dios, no viviremos más en los cambios. Al margen de nuestra vida continuarán los acontecimientos, pero nosotros ya no estaremos involucrados. Nos encontraremos en un territorio más profundo, en Dios, que es constancia.
Cuando nos decidimos por Dios y nos ponemos de Su lado en contra del pecado, del mal, de la oscuridad y del odio, estaremos viviendo en la eternidad. Es aquí donde debemos luchar y crear el Reino de Dios. Es precisamente aquí donde debemos permitir a Dios de guiarnos, de cambiarnos y de entrar en nuestras vidas, como nos exhorta la Madre María.
Con un corazón sincero y humilde, le pedimos a María, Madre de Jesús y nuestra, que se hizo grande porque permitió totalmente a Dios que cumpliera la propia obra en Ella y a través de Ella. Que nos enseñe cómo creer y cómo darnos completamente a Dios y al prójimo, para vivir verdaderamente la eternidad para la cual hemos sido creados.
Fr. Ljubo Kurtovic
Medjugorje, 26.11.2006