La Madre de Dios sabe que sus mensajes se difunden en los cinco continentes, sin embargo el marco de referencia de donde se dirige a la humanidad es Europa. El invierno ahora ha pasado y reluce la primavera. Y con la primavera un nuevo despertar en los árboles y plantas. Por otro lado, en la Iglesia también estamos por iniciar un nuevo tiempo litúrgico de preparación a la Pascua: Cuaresma. Y en consecuencia, mientras la naturaleza se despierta en Europa a la primavera, nosotros en la Iglesia, a partir del miércoles de Cenizas, despertamos espiritualmente para entrar en Cuaresma. En el hemisferio Sur ocurre lo opuesto de Europa en esta época del año. Pero al igual, hay un cambio substancial en la naturaleza: se pasa del verano al otoño y este cambio coincide además con la Cuaresma. Cuando la Virgen habla —es importante subrayarlo— se dirige tanto a los cristianos del hemisferio Sur como a los del hemisferio Norte; y a quienes residen también en el Ecuador, donde aparentemente en este tiempo no hay cambios significativos en la naturaleza. Se acota, entonces que lo que la Madre fundamentalmente espera de todos sus hijos, es que se decidan con seriedad a vivir la conversión ahora que se entra en Cuaresma; sea en el hemisferio Norte como en el Sur. Pero como aparece en Europa —y Europa pertenece al hemisferio Norte— asume realidades específicas del lugar donde aparece para transmitir su mensaje.
En el mensaje menciona la Virgen: “Queridos hijos: la naturaleza se despierta y en los árboles se ven los primeros capullos que darán una hermosísima flor y fruto”. En esta primera parte del mensaje, a diferencia de otros, la Gospa cambia su tradicional forma de iniciar: “Queridos hijos: también hoy los invito” para referirse a la noción de transformación del medio ambiente que ahora se percibe en Europa. En realidad, los árboles y las plantas nunca “duermen” en invierno; es sólo apariencia, es un modo común de hablar. Y con este mensaje, expresándose de esta forma, la Madre busca motivar a sus hijos a tomar en serio el cambio de vida. Puntualícese que para la María la conversión es siempre el más importante mensaje que trae a la humanidad desde Medjugorje.
Obsérvese la profundidad del mensaje en la siguiente reflexión.
Científicamente se sabe que mientras las hojas caen de las ramas de los árboles en otoño, comienzan aparecer en la corteza unas pequeñas estructuras celulares de tejido esponjoso que llevan el nombre de lenticelas. Las lenticelas permitirán al árbol intercambiar gases entre la atmósfera y el interior de la corteza, en sustitución de lo que antes hacían los estomas en la superficie de las hojas. De manera, que mientras el árbol parece dormir, en su interior, las yemas y las ramas trabajan frenéticamente en la respiración, la fotosíntesis, la división celular, la síntesis de enzimas y la producción de sustancias que en primavera estimularán el crecimiento de las yemas. Esto ocurre cada año: los árboles trabajan en su interior para luego florecer y producir frutos. Y lo que ocurre en ellos cada año, sirve de inspiración a la Madre de Dios para estimular a los cristianos —y a todo hombre de buena voluntad— a trabajar interior e incansablemente en la conversión personal.
Como se ha visto, en los árboles hay dos modos de respirar: por medio de las lenticelas durante el invierno y por medio de los estomas de las hojas en verano. Sin embargo, en el ser humano sea invierno como en verano, el trabajo interior de la conversión se realiza sólo en el corazón, pero cuando la mente toma la decisión de cambiar de vida.
La Cuaresma representa siempre un llamado serio a entrar en una especie de metamorfosis espiritual. Significa: tomar en serio la conversión. Si se toma en serio el cambio de vida, entonces los frutos vendrán por sí solos. La razón del porqué muchas obras en la Iglesia caen por su peso es porque se comienza a trabajar primero por las ramas y frutos en lugar de iniciar en las raíces con la conversión. Recuérdese que los frutos en los árboles —como se ha visto— son corolario de un lento y arduo trabajo interior. Lo mismo debe ocurrir en el ser humano. Es decir, cuando se le dedica tiempo y esfuerzo suficiente a la conversión, consecuentemente las virtudes y obras florecerán. El mejor ejemplo es siempre la vida de los santos. Ellos no pensaron tanto en obras grandes sino en el cambio interior. Los santos resplandecen en la Iglesia no por lo que hicieron sino por lo que fueron, cómo se comportaron, cuán ejemplar fue su manera de actuar para con Dios y para los demás. Y en esa misma línea la Madre de Dios habla a la humanidad, toda vez que quiere que sus hijos adornen con el testimonio de sus vidas el Cuerpo de Cristo y el mundo en el que se vive. Por eso dice: “Deseo que también ustedes, hijitos, trabajen en su conversión y que sean quienes testimonien con su propia vida, de manera que su ejemplo sea para los demás un signo y un estímulo a la conversión”.
¿Cómo se puede trabajar en la conversión?
1° Dedicar tiempo a Dios y a uno mismo. Hacer un alto no es fácil. Las ocupaciones e intereses del hombre moderno se mueven hacia lo que el hombre contemporáneo considera ser lo más importante. Y para muchos la conversión personal no es algo que se le daba prestar demasiada atención. Por consiguiente, para convertirse hay que cambiar de dirección, y es este uno de los significados de la palabra conversión en la Biblia. Y el cambio de dirección es hacia Dios y hacia el interior de uno mismo. Por tanto, quien quiera responder a la invitación de la Madre deberá reordenar su vida desde la voluntad de Dios. Y no es que las demás ocupaciones no sean importantes, si no lo que se busca con la conversión es no descuidar todo lo que se pueda hacer para cambiar de vida. El fin de la conversión es dar prioridad a aquello que más cuenta para Dios y quien se acerca a las Escrituras sabe que para Dios lo que más cuenta es la santidad de sus hijos. Recuérdese que Dios quiere que todos sus hijos sean santos, y cuando la Madre invita a vivir la conversión se hace eco de esa llamada. Dedicar tiempo a Dios para trabajar en la conversión es una muestra de amor hacia Él y al prójimo. El tiempo que se le pueda dedicar a la conversión personal no es tiempo perdido sino recompensado por el mismo Dios. Quien se acerque el Miércoles de Cenizas a la Iglesia, recibirá determinante una llamada mientras recibe la imposición de una cruz con cenizas en la cabeza o en la frente: “conviértete y cree en el evangelio”. Y con este mensaje, en cierta manera, la Virgen se anticipa a ese desafío: urgentemente pide a todos el cambio de vida hacia la plena voluntad de Dios. Porque convertirse significa asumir los designios de Dios para dejar a un lado los propios o los del mundo. Por tanto, para entrar en la conversión es necesario encontrarse con Dios y con sus proyectos de salvación para el hombre, es asimilar su voluntad y hacerla norma de vida.
2° Colaborar con la gracia santificante. Recuérdese que la conversión también es un proceso que nunca termina nunca en esta vida. Puede haber y debe haber un momento de inicio, de rompimiento con el pecado mortal y venial, pero el proceso de conversión no se termina allí. Cuando una persona decide convertirse, decide cambiar de rumbo y arrepentirse de todos sus pecados, decide reconciliarse con Dios y con el prójimo. Da inicio a una vida cónsona a la voluntad de Dios. Pero allí no termina todo, es sólo el inicio de un largo proceso que termina en la muerte, porque las tentaciones siempre vendrán y siempre habrá que luchar con nuevos enemigos de la virtud que crece. Por lo tanto, se debe colaborar siempre con la gracia de Dios y vencer las imperfecciones y el pecado, porque el ser humano no es espíritu puro como los ángeles, ni puede vivir en la tierra la realidad del Paraíso. Recuérdese que habitamos en un mundo imperfecto y tentador que de continuo inyecta su mortal veneno sobre los sanos principios del bien común. Para no abandonar el camino de la conversión, por lo tanto, hay que colaborar con la gracia de Dios tomando partido en decisiones fundamentales de abandonar inclinaciones desordenadas, apartar lo que pueda ser ocasión de pecado y abrirse cada vez más al amor de Dios.
3° Continua oración con el corazón. Aunque la Madre no lo haya mencionado en esta ocasión, todos sabemos que la oración continua con el corazón, es el medio por antonomasia por medio del cual la gracia de Dios fluye para liberar al hombre de sus ataduras y poder crecer en Su amor. Por ende, trabajar en la conversión también significa colocarse delante de Dios con las puertas abiertas del corazón de par en par. Es pedirle que entre para que venga hacer su morada en él. Cuando el hombre se abre a Dios, Dios mismo le da la gracia de convertirlo a Él. San Agustín rezaba: “Señor, dame fuerzas para lo que me pides, y pide lo que quieras”. Si el hombre no se coloca delante de Dios y no le pide la gracia de convertirse como se debe no lo logra por sus propias fuerzas.
4° Confesión frecuente. Quien desee abandonar el pecado e iniciar una vida nueva, debe acudir frecuentemente al sacramento de la confesión. El ser humano por sí mismo no puede perdonarse sus pecados. La confesión cancela la deuda y restituye la gracia que el pecado hizo perder. Pero este paso que se da al inicio de la conversión debe ser permanente. Es decir, frecuentemente se debe manifestar a Dios el arrepentimiento por toda acción cometida que le desagrada. Las almas que poco se confiesan no sólo van perdiendo el interés por la confesión y les aumenta el temor de acercarse a ella, sino que es peor: pierden con el tiempo la noción del pecado y se acostumbran a vivir en él, no perciben que a diario ofenden a Dios con sus actos, palabras y acciones. Se recuerda que la Madre en Medjugorje ha dicho: —”no existe en la tierra una sola persona que no tenga necesidad de confesarse al menos cada mes.” Pero en la práctica muchos no saben de qué arrepentirse, otros no sienten dolor por los pecados y las imperfecciones que cometen, y otros a fin de cuentas, pierden el interés de vivir en plenitud la santidad. Por eso es necesario, que para trabajar en la conversión, no se descuide el recurso frecuente a la confesión sacramental. Y se destaca la necesidad de acudir al sacramento porque no basta que el mismo hombre le pida perdón a Dios por sus pecados. Es necesaria la mediación humana —y de la Iglesia— para recibir la absolución y lucrar indulgencias. O sea la remisión total o parcial de la pena por los pecados cometidos. Recuérdese por otro lado, que antes de acudir al sacramento de la confesión, es necesario prepararse con el debido examen de conciencia. San Ignacio de Loyola aconsejaba practicar frecuentemente dos exámenes de conciencia: el examen general, por el cual se examina la conciencia de todas las faltas y pecados que se puedan haber cometido; y el examen particular, en el que se analizan las faltas contra una determinada virtud. El primero se debe hacer cada semana y el segundo, al menos dos veces al día a fin superar una determina inclinación contra la virtud. También es recomendable, antes de ir al confesionario, preparase con oración durante el día y pedir la gracia para hacer una buena confesión. Y para quienes se ponen nerviosos o temerosos al momento de la confesión, y por ende olvidan con facilidad los pecados, convendría llevar algunas palabras o frases por escrito a fin de recordar con mayor precisión las faltas. Se debe tomar en cuenta que “se deben confesar todos los pecados graves aún no confesados que se recuerden después de un diligente examen de conciencia. La confesión de los pecados graves es el único modo ordinario de obtener el perdón” CCIC 304 y “todo fiel que haya llegado a uso de razón, está obligado a confesar sus pecados graves el menos una vez al año, y de todos modos antes de recibir la sagrada comunión.” CCIC 305 Y en cuanto los pecados veniales “la Iglesia recomienda vivamente la confesión de ellos aunque no sea estrictamente necesaria, ya que ayuda a formar una recta conciencia y a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo y a progresar en la vida del Espíritu.” CCIC 306.
5° Tomar decisiones firmes de abandonar los malos hábitos. Quizá sea los más difícil pero no imposible. Como se ha visto, la conversión implica un cambio de conducta, de pensamientos y de deseos pero también conlleva adquirir una nueva conciencia y un nuevo corazón. Sin la firme voluntad de dejar a un lado las costumbres indecorosas es imposible trabajar debidamente en la conversión. Y en esto también se le debe pedir a Dios la gracia para lograrlo. O sea una firme y diligente voluntad para transformar los llamados defectos de carácter. Recuérdese que la conversión no es otra cosa que ir asumiendo poco a poco la vida de Jesús. Es poder hacerse para el mundo Su imagen y semejanza. Quien trabaja como se debe en la conversión se hace uno con el Señor. Y téngase en consideración que Dios respeta la voluntad del hombre. Cualquiera puede tener firmemente el deseo de cambiar pero si no renuncia a las costumbres e inclinaciones de los defectos de carácter, seguirá siendo el mismo. Al respecto, algunos místicos distinguían en el pasado la diferencia entre la segunda conversión y la primera. Para ellos la primera conversión era el paso de la vida de estado de pecado a la vida de gracia. Y la segunda, y el paso de la vida de gracia a la vida de santidad. Tómese en cuenta que la Madre está combatiendo 30 años contar el mal para que sus hijos en la tierra —que escuchan sus mensajes— se decidan por vivir la santidad. No se le debe defraudar.
Al final del mensaje la Madre dice: “Yo estoy con ustedes e intercedo ante mi Hijo Jesús por su conversión” La Virgen no deja sólo a ningún hijo suyo en la tarea del cambio de vida. ¿Cómo ayuda? ¿Cómo intercede? Ante todo con sus oraciones. La Virgen en el Cielo ora por cada hijo suyo para que la gracia de Dios fluya en sus corazones. Pero tómese en consideración que ora más por aquellos que más buscan su intercesión y más recurren a Ella, toda vez que la Madre en el Cielo vive en la justicia Divina. Por eso es importante rezar frecuentemente Su Rosario y abrirse siempre a Su Amor Materno. Por eso es importantísimo en el camino de la conversión invocar a María, meditar en sus virtudes y abrirse a su intercesión materna.
Oremos:
Señor, pongo frente de Ti mi corazón imperfecto, todas mis miserias y mis egoísmos. Hoy Tu Madre me ha invitado una vez más a convertirme, a trabajar en el interior de mi corazón. Me ha hecho ver que es lo primero en todas mis ocupaciones. No permitas que pase por inadvertido este mensaje. En la medida en que me comprometa a vivirlo, sé que te agradaré más y agradaré más Su Corazón Inmaculado.
Señor se que sin tu gracia no podré jamás convertirme, cambiar mis hábitos de conducta y los defectos de carácter que te desagradan. Por eso en esta oración me abro a Tu amor Divino invocando el artífice por excelencia de la conversión: el Espíritu Santo.
Señor, nunca los Apóstoles se convirtieron tanto a Ti como el Día que recibieron el Espíritu Santo en el Cenáculo de Jerusalén. Tu Espíritu Santo los hizo reconocerte como Su Dios y Señor. Les dio la gracia de amar Tu santa voluntad por encima de todo y cada una de las palabras que les habías enseñado. De igual manera hoy yo me abro a la gracia de Tu Espíritu.
Ven Espíritu Santo y convierte mi corazón a Jesús y a los designios del Padre para mí. Con tu presencia en mi corazón podré renunciar para siempre al pecado y a todos los defectos e imperfecciones que me acompañan y Te desagradan tanto.
Espíritu Santo ven a mí, Te necesito. Tu convertiste el corazón de los santos hacia Jesús. Ven hoy y del mismo modo convierte el mío. Ven con Tu poder, ven con Tu fuerza, ven con Tus dones.
Dame la gracia que necesito para vivir en plenitud la santidad, para renunciar a las imperfecciones y abrirme cada vez más al amor de Dios.
María Tu eres mi Madre. ¡Gracias por acompañarme en esta tarea! Te acojo una vez más como la Reina y Señora de mi corazón que me conduce a Jesús el Salvador del mundo. María, Tu eres la convertida por excelencia porque Tu Corazón Inmaculado vivió siempre unido a la Santísima Trinidad. María, haz mi Corazón similar al Tuyo. ¡Gracias por tus mensajes y tus oraciones por mi conversión personal y mi santidad!
P. Francisco A. Verar