Comentario al Mensaje

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La Gracia, dada y comunicada a nosotros por el Señor, por medio de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, es un don  gratuito con el que la naturaleza es curada, potenciada y auxiliada a perseguir el deseo innato, en el corazón del ser humano de la felicidad plena, que se traduce en la bienaventuranza, es decir,  en la comunión de nuestras vidas con el Señor. Al vivir en la gracia de Dios, nuestras facultades, heridas por el pecado, son purificadas, transformadas y elevadas a la vida sobrenatural, “…y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (San Juan 14, 23).

 

Tan importante es la realidad del don de la gracia, que el saludo apostólico lo establece como la señal de la ciudadanía en el Reino del Señor: “…gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo” (1 Cor. 1, 3).

 

El alma que vive en gracia, recibe el impulso para gozar y disfrutar de Dios. Y así como una madre se goza con el hijo entre sus brazos, así Dios viene para abrazarnos y gozarse en nuestras almas, para que disfrutemos y podamos hablar con El, como un hijo habla con su Padre, como el amigo con su amigo, como la esposa con su esposo; para que podamos escucharlo y así se convierta en nuestro maestro: “os enseñará todas las cosas…” (San Jan 14, 26).

 

Dice Santa Rosa de Lima: «¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas riquezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y delicias! Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes y desvelos en buscar penas y aflicciones; andarían todos por el mundo en busca de molestias, enfermedades y tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro inestimable de la gracia. Esta es la mercancía y logro último de la constancia en el sufrimiento. Nadie se quejaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte, si conociera las balanzas donde se pesan para repartirlos entre los hombres.»

 

De este modo comprendemos la trascendencia de la afirmación de nuestra Madre Celestial, en la que describe este tiempo, de sufrimiento, enfermedad, violencia y precariedad,  como un “tiempo de gracia”. Se precipitan al abismo todos los ídolos pasajeros y todas las falsas seguridades, prevaleciendo la piedra que desecharon los arquitectos, pero que ha sido constituida la piedra angular (San Marcos 12, 10). 

El Señor lo está diciendo claramente, por medio del Mensaje de su Madre, con la misma insistencia con que se lo dijo al apóstol: “Te basta mi gracia; mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Cor 12, 9).

 

Porque “todas las aflicciones y tribulaciones que nos sobrevienen pueden servirnos de advertencia y corrección a la vez” (San Agustín), en un tiempo es que se hace necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para ganar posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a toda costa,  y escoger el  «yugo» de Cristo que es la ley del amor, que es su mandamiento que ha dejado a sus discípulos (Jn 13, 34; 15, 12), proclamado como el  verdadero remedio para las heridas de la humanidad, fuente de una verdadera alegría y “una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios” (Benedicto XVI, 03-07-2011).

 

Por lo tanto una vida cristiana verdadera, es una vida en la gracia, y una vida en la gracia de Dios se traduce en pensamientos, palabras, comportamiento y sentimientos coherentes con el evangelio y claramente impulsados por el Espíritu de Dios. Es intrínsecamente necesaria una conversión constante, el volver al Señor con renovada intensidad, para que sea constituido, en nuestros corazones, como la piedra angular de nuestras intenciones, afectos y determinaciones.

 

 Una autentica vida de oración, se construye en una profunda búsqueda de la  configuración con Cristo, comprometidos con el Reino del Amor de Dios, liberándonos de la esclavitud de nuestros pecados, quitándonos la ceguera de nuestra soberbia y suficiencia, para que iluminados por el Señor, podamos conocer y ver todo según su mirada, hasta alcanzar el gozo y el esplendor de ser como “transfigurados” por Él, que es vida plena y vida en abundancia. 

 

“Nadie quiere verse privado del gozo, la paz ni de un futuro. El miedo que persiste en el hombre es simplemente porque le hace falta este gozo, porque no puede encontrar la paz y porque no cree en el futuro. ¿De ese modo, cómo puede tener fe? ¿Cómo puede tener gozo y confianza en el futuro, si sigue cargando con la maldición del pecado y sus consecuencias? Podemos decir entonces que, en este mensaje, la oración es un encuentro con Dios y el tiempo en que permanecemos con El, que nos dejamos bendecir por El y ser liberados de la maldición del pecado. Cuando hacemos esto, el gozo y la paz vienen inmediatamente a nosotros, e inmediatamente también tenemos un futuro. Los efectos del pecado son en realidad nuestra propia destrucción, la destrucción de los demás y de la Iglesia así como de la naturaleza”  (Fr. Slavko Barbaric, Diciembre 25, 1998).

 

 Una vida de aparente “oración”, en las que la dobleza, la arrogancia, la intriga, la impureza y la mundanidad persisten, no solo pone en evidencia que no se está  perseverando en un auténtico camino de oración, sino que también demuestra, que en el corazón siguen  gobernando el orgullo y la vanidad, arrebatando al Señor el lugar que solo le corresponde a Él. No olvidemos la sentencia de San Juan Bautista: “Es necesario que El crezca, y que yo disminuya.” (San Juan 3:30).

 

 Al contrario, una vida espiritual sostenida en la “oración con el corazón” conduce al alma en el avance e incremento auténtico de la vida interior, que se traduce también en el aumento de la plenitud humana, por el grado de crecimiento en el amor de Dios, que es un estado en el que, hasta la experiencia de la humillación y el dolor, nos confirman y aseguran la verdadera felicidad: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?” (Rom. 8, 35), “Pero en todo esto salimos vencedores gracias a Aquel que nos amó” (Rom. 8, 37).

 

Dice Benedicto XVI: “cuando Jesús hace referencia al momento de la salvación de cada uno utiliza la expresión “entra en el gozo de tu Señor” (Mateo 25,23). No es un simple dar alegría o poner algo en el hombre, sino sumergir al hombre en la alegría de Dios: ese es nuestro destino. «Dios creó al hombre para ampliar de ese modo, valga la expresión, el radio de su amor»” (Dios y el mundo p.94).

 

Concluyamos citando la enseñanza del Padre Slavko  Barbaric: “Nadie quiere verse privado del gozo, la paz ni de un futuro. El miedo que persiste en el hombre es simplemente porque le hace falta este gozo, porque no puede encontrar la paz y porque no cree en el futuro. ¿De ese modo, cómo puede tener fe? ¿Cómo puede tener gozo y confianza en el futuro, si sigue cargando con la maldición del pecado y sus consecuencias? Podemos decir entonces que, en este mensaje, la oración es un encuentro con Dios y el tiempo en que permanecemos con El, que nos dejamos bendecir por El y ser liberados de la maldición del pecado. Cuando hacemos esto, el gozo y la paz vienen inmediatamente a nosotros e inmediatamente también tenemos un futuro. Los efectos del pecado son en realidad nuestra propia destrucción, la destrucción de los demás y de la Iglesia así como de la naturaleza” (Fr. Slavko Barbaric, Diciembre 25, 1998).

 

Amadísimo Señor Jesús, te damos gracias por el don de la vida y el don de la redención, por el don de tu amor y de tu gracia, fuente de alegría y paz, por el don de la oración desde corazón, que tu Madre Santísima nos enseña en sus mensajes, con su auxilio maternal y su testimonio ejemplar en el evangelio. Damos gracias al Padre por permitirle a nuestra Madre permanecer con nosotros, y pedimos el don del Espíritu Santo, para inundados de gratitud por tanto amor Divino, desgarremos todo espíritu de orgullo, arrogancia, dobleza y vanidad de nuestros corazones, y seamos justos, modestos, agradecidos y respetuosos con todos, y que la alegría de la oración irradie en nuestro entorno el gozo de la Bienaventuranza. Amén.

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