Toda narración es una toma de posición. No existe relato neutral. Contar es elegir: un enfoque, un orden, una jerarquía. Es decidir quién merece ser visto y quién queda fuera del encuadre. Narrar nunca es inocente: es trazar un centro y una periferia, conceder palabra u otorgar silencio. También el relato religioso funciona así, y la Navidad no es excepción.

En toda versión oficial —la que escriben quienes se arrogan el poder— todo parece ordenado y bajo control. Pero el Dios del Evangelio no aparece en ese centro que se cree definitivo. No hay alfombra roja, no entra por la puerta principal ni ocupa un lugar de honor. Llega por el margen. Nace como uno más, sin privilegios, sin garantías, sin espacio reservado que lo espere. En la Navidad, Dios cambia los criterios mismos de la centralidad.

Veamos: “En aquellos días salió un edicto de César Augusto…” (Lc 2,1). No es un dato neutro, es el marco histórico. El mundo se ordena desde arriba, y en ese mismo gesto se desordena la vida de los de abajo.

Jesús nace así: en una familia forzada a desplazarse, a dejar su lugar por una decisión ajena. Nace en el cansancio del camino, en la incertidumbre de no saber dónde detenerse, en la inestabilidad de quien llega sin garantías. No hay palacio ni templo. No hay seguridad. Solo intemperie, fatiga y urgencia. Dios se revela como una vida frágil que pide abrigo.

Y en el centro de esa escena está María. No como figura decorativa, sino como una mujer real que espera, sostiene y da a luz en condiciones adversas. María, una jovencita pobre de un pueblo irrelevante. No ocupa espacios de decisión. Pero su consentimiento sostiene el relato. Ella compromete su vida, su tiempo, su futuro. No domina los acontecimientos: los enfrenta. En María, Dios no encuentra poder, encuentra disponibilidad; no encuentra prestigio, encuentra valentía. Su “sí” no es ingenuo: es el gesto arriesgado de quien sabe que acoger a Dios en la propia vida tiene costos. Su vida transcurre en lo pequeño, expuesta al riesgo, como la de tantas otras mujeres.

José no pronuncia discursos ni ocupa el centro de la escena. El Evangelio apenas le concede palabra, pero le atribuye gestos: trabaja, cuida, decide, sostiene. Es la figura de tantos trabajadores y cuidadores cuya tarea mantiene el mundo en pie sin aplausos ni prestigio. Sin José, la historia no avanza.

Los primeros en recibir el anuncio no son los acaudalados ni los socialmente respetables. Son pastores: gente sin crédito social, sin domicilio estable, sin peso jurídico. Dios no los elige por mérito, sino por su lugar en el mundo. Están fuera.

Y con ellos vienen otros: los que velan de noche mientras otros duermen, los que trabajan cuando otros disfrutan, los que no pueden ausentarse porque su ausencia detendría algo esencial. La Navidad convoca a quienes sostienen la vida sin aparecer en la foto.

Hasta aquí, el relato bíblico. Pero hay un momento —y me ocurre cada año— en que esta historia deja de ser texto y se me vuelve pregunta. Cuando preparo una homilía, cuando elijo qué decir y qué callar, descubro que también yo selecciono. Que también yo puedo contar la Navidad desde un lugar cómodo, sin nombrar a quienes no están en las primeras bancas, a quienes llegan cansados, a quienes se van sin que nadie los note. Ahí el Evangelio deja de señalar afuera y empieza a incomodar adentro.

Porque esta historia se repite. Cada vez que una vida queda fuera del relato común, no por falta de valor, sino porque no encaja en los criterios de lo visible. Cuando el trabajador se vuelve invisible, cuando el migrante deja de ser vecino para convertirse en problema, cuando la pobreza se administra, pero no se mira y, menos aún, se resuelve… Personas que están, que sostienen, que caminan entre nosotros, pero que no cuentan.

La encarnación no es una idea piadosa ni un consuelo espiritual: es una toma de posición. Dios se instala en el lugar de quienes no son visibilizados. No viene a embellecer la historia, sino a trastocarla. A obligarnos a mirar desde abajo, desde donde la vida se sostiene sin aplausos.

Retomando la Escritura, los magos de Oriente llegan después, cuando nada puede corregirse. Vienen desde lejos, con otros lenguajes y otras preguntas. Traen recursos, saberes, búsquedas. No llegan a desplazar a nadie ni a reordenar la escena. Se detienen. Se inclinan. Reconocen al Niño tal como es: pequeño, expuesto, sostenido por otros.

Así la fe se vuelve hogar: porque permite que cualquiera llegue, se acerque y se quede junto a ese Niño nacido en los márgenes.

La pregunta final no es religiosa, es ética: ¿Desde dónde seguimos contando la historia? Contar la Navidad desde arriba es hacerlo solo desde el poder, desde la seguridad, desde quienes nunca han sido desplazados. Es convertir el pesebre en decoración, el viaje forzado en postal, el cuidado en sentimentalismo. Es hablar de Dios sin nombrar los cuerpos cansados que sostienen la vida. Es celebrar el nacimiento sin mirar a quienes siguen naciendo y viviendo sin lugar.

La Navidad no excluye a nadie. No humilla al poderoso; le quita el privilegio de ser el punto de partida; no lo expulsa de la historia, pero tampoco lo coloca como medida de todas las cosas. Navidad desautoriza todo relato que, para ser cómodo, necesite olvidar a los excluidos.

P. Glenm Gómez Alvarez

Sacerdote y periodista

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