«Abrir el corazón, significa entonces, que se acaba toda dualidad de vida, toda incoherencia, toda intención torcida, todo pecado e idolatría, desligándose del miedo, del temor mundano, del tormento angustiante de cualquier razonamiento precipitado, inconsistente y pasajero…»
Mensaje 25 de mayo de 2017
“Queridos hijos, el Altísimo me ha permitido invitarlos de nuevo a la conversión. Hijitos, abran sus corazones a la gracia a la que están todos invitados. Sean testigos de la paz y del amor en este mundo inquieto. Su vida aquí en la Tierra es pasajera. Oren para que a través de la oración anhelen el Cielo y las cosas del Cielo, y sus corazones verán todo de manera diferente. No están solos, yo estoy con ustedes e intercedo ante mi Hijo Jesús por ustedes. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”
Una vez mas la Reina de la Paz nos edifica con su modestia poderosa.
Siendo la Reina del cielo y de la tierra, que como ninguna otra criatura está íntimamente unida a la Santísima Trinidad por su maternidad Divina, pues por la sangre y la carne gesto, con el concurso sobrenatural del Espíritu Santo la humanidad del Verbo Encarnado, emparentada entonces con el Verbo, sin embargo aniquila toda pretensión de soberbia y vanidad, atribuyendo toda colaboración, participación, vocación, estado, ministerio y carisma, toda misión y autoridad al designio providente y misericordioso de Dios: “el altísimo me ha permitido invitarlos…”.
Es una invitación, pues que no depende solo de la capacidad de la criatura, de la fuerza artificial o de la agudeza de los argumentos, pues, tanto el sentido común, así como la fe y la ciencia, y la experiencia santa y virtuosa de la Iglesia, corroboran que esta invitación, que da sentido a toda nuestra existencia y a todo lo que ha sido creado, es gracia del cielo, y con la fuerza de la gracia es aceptada y respondida, impulsando nuestra propia conversión.
Nuestra respuesta a tan magna invitación, como don, nos confiere la capacidad de arrepentirse y volver a inclinar el rostro y el corazón ante el amor de Dios, lo que será posible si no cerramos y endurecemos nuestro corazón, como muchas veces lo hace nuestro orgullo, vanidad herida y resentimiento acumulado. En el Mensaje del 23 de enero de 1986, ya la Gospa nos enseñaba: «La conversión será fácil para todos aquellos que deseen acogerla. Este es un don que ustedes deben implorar para sus hermanos.»
Abrir el corazón significa perdonar de verdad, aunque no merezca alguien el perdón, pues perdona quien tiene conciencia de los propios pecados y del amor fiel y compasivo del Divino Corazón, que nos mueve a abandonar nuestras arrogancias y suficiencias, dejando por fin el necio alarde de aquello que no es nuestro, sino que ha sido un don compasivo del Señor.
Abrir el corazón también es dejar nuestros falsos castillos y armaduras, y depositar nuestra confianza, y toda la vida, en el divino querer del Corazón de Jesús.
En la escuela de santidad de la Reina de la Paz, aprendemos a ser «testigos de la paz y del amor en este mundo inquieto».
Por lo tanto, abrir el corazón, significa entonces, que se acaba toda dualidad de vida, toda incoherencia, toda intención torcida, todo pecado e idolatría, desligándose del miedo, del temor mundano, del tormento angustiante de cualquier razonamiento precipitado, inconsistente y pasajero.
Una vez que el Espíritu Santo encuentra abiertas las puertas del alma, por los méritos de la Sangre del Señor, y puede acampar en el alma que escuchó la invitación a la conversión, se respira hondamente, pero con la brisa sanadora del cielo, fluyendo por las venas vida nueva, que es la vida de Cristo, por cuyos méritos se pueden elevar los brazos a Dios, reconociendo sus designios como una voluntad paterna y misericordiosa, que es el verdadero amor.
Cambia determinantemente, entonces, la perspectiva para comprender las propias cruces, las fragilidades de los semejantes y la vulnerabilidad de los tiempos. Se reconoce claramente que en el resplandor del cielo, que es la patria definitiva, se encuentran también los remedios para todos los males, y de la misma fuente llueven los dones y mercedes, que enriquecen el camino de los peregrinos, por los cuales se puede reconocer la abundancia de regalos de la Providencia, y los frutos de la eficacia de la Sangre Redentora de nuestro Salvador. Quizás desde esta perspectiva podemos comprender, como un ungüento sanador para nuestras tristezas, la enseñanza de nuestra Madre: «Oren para que a través de la oración anhelen el Cielo y las cosas del Cielo, y sus corazones verán todo de manera diferente.»