La chica del supermercado de la plaza de Cristo Rey no tiene más de treinta años y ya sin pretenderlo, quizá sin darse cuenta, observa las sentencias de los padres del desierto. No estudió teología, ni se haya consagrada a ninguna devoción, es una laica corriente como cualquier otra. Quizás alguna vez su madre le dio algún consejo. Llevo un año yendo a ese supermercado y tiene la costumbre de no mirar a los ojos a los hombres que pasan por su puesto de caja, sencillamente inclina su mirada levemente hacia abajo y la conversación concluye brevemente. Quién haya tratado de mantener una conversación con una persona que no mira a los ojos comprenderá lo incómodo que puede resultar la situación. En este espacio no cabe la simpatía.

Su rigor me recuerda las palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer cuando recomendaba a sus hijos, abstenerse de mirar a las mujeres a los ojos para evitar concebir cualquier forma de pecado en el corazón, cualquier afecto o apego inapropiado. Especialmente se refería a los laicos consagrados del Opus Dei que además observaban el llamado celibato apostólico. En una de esas tertulias que daba por el mundo, san Josemaría, preguntado sobre este punto por un padre de familia le recomendaba algo así como: —haz como yo, míralas sin mirarlas; a las mujeres, míralas sin mirarlas.

Yo que estudié en un colegio del Opus Dei, un día un compañero de clase me invitó a uno de los clubes juveniles que la obra tiene abierto en Madrid, concretamente a uno que queda por la calle General Yagüe, cerquita del estadio Santiago Bernabéu. Se llamaba Kudai o Cudai, ya no me acuerdo bien. Lo que sí que me acuerdo es que llegamos a la hora del desayuno, debía ser sábado, y mientras las mujeres del servicio preparaban las mesas a puerta cerrada, los muchachos del opus, permanecían afuera para evitar todo contacto visual con ellas. Aquello me llamó mucho la atención, porque yo por entonces no entendía muy bien la razón de todo aquello, y me parecía muy raro. El caso es que cuando las empleadas del servicio terminaron de organizarlo todo, pasamos al salón, nos sentamos en nuestros puestos, y desayunamos juntos sin que desde entonces se viera pasar una mujer por ahí. A partir de ese momento el que quería un trozo más de pan, o echarse un poco más de leche en la taza tenía que levantarse, ir a la cocina y servirse él mismo.

San Antonio María Claret, quien fuera obispo de Santiago de Cuba entre los años 1850 y 1859, en unos de sus sermones dirigidos a sus misioneros, meditaba acerca de cómo debía tenerse el trato con las mujeres. Aconsejaba lo siguiente:

“La vista la tendrás muy recogida, y nunca jamás la dejarás escapar a donde haya alguna mujer, porque serías muy notado y criticado; apártate de hablar con ellas, y si alguna vez te es preciso, te diré: Sermo rigidus et brevis cum muliere est habendus, et oculos humi dejectos habe (la conversación con la mujer debe ser rígida y breve y la mirada en el suelo)”.

Por supuesto que todas estas advertencias de los santos no deben caer en saco roto. Están basadas en la experiencia y más aún, en la experiencia de muchos. Quizá habría que adaptarlas un poco al estado de vida de cada uno, considerando que, en esencia, la idea es no dejar que la mirada abra la puerta al pecado, considerando las circunstancias, y la esencial caridad que ha de informarlo todo. Porque una mirada inoportuna puede causar muchos estragos. Un matrimonio puede morir a manos de una mirada impura, o mejor dicho a manos de lo que un día comenzó siendo una mirada impura. Un muchacho puede acabar pervirtiéndose porque una tarde hojeó una revista pornográfica, vio una escena de una indecente película, o navegó por una de esas páginas inapropiadas de internet. La impureza va formando por dentro una cadena de pequeñas perversiones que poco a poco viene a dañar el pudor, la inocencia del alma, y hasta el futuro de una futura relación de pareja.  Momento en el cual podríamos lamentarnos con el poeta diciendo: “Las amapolas negras dieron su fruto de muerte”. En efecto, hay miradas que carga el diablo.

Contra esto el mejor antídoto que he encontrado es hacer lo que enseña el salmo 137: “Dichoso quien agarre y estrelle a tus hijos contra la roca” (Sal 137:9). A nosotros esto de estrellar los niños contra la roca nos puede parecer una barbaridad, pero aquí el salmista no se refiere a los niños sino a esos primeros pensamientos que nos invitan a pecar, a esos primeros malos deseos que nos inclinan al mal, y a esas primeras miradas que aparecen cargadas de intención libidinosa. Todos esos primeros pensamientos, primeras miradas y primeros malos deseos son esos niños de Babilonia que hay que estrellar contra la roca que es Cristo, antes de que crezcan y se apoderen de nosotros, antes de que las amapolas negras nos acaben envenenando por dentro.

La chica del supermercado de la plaza de Cristo Rey nos da lección de todo esto. Como dije antes, en su mirada baja leemos los consejos de los padres del desierto, pero también las palabras de la Reina de la Paz cuando nos dice: “mirad a mi Hijo”. ¿Acaso se puede mirar a Jesucristo sin apartar la mirada de las cosas de este mundo?. Todo este artículo podría entenderse así como un comentario a estas palabras de la Gospa. Si una monja por ejemplo ingresa en el convento, y quiere de verdad mirar a Jesucristo tiene que resguardar su mirada y su corazón tras los muros del convento y el rigor de la celda. La chica del supermercado que no tiene muros, ni celdas, ni conventos, sencillamente inclina su mirada suavemente hacia abajo, para así levantar en medio de este mundo los muros invisibles que custodian su pureza. Os aseguro que hay muros invisibles más gruesos que los muros de piedra que sostienen los conventos. Contemplad su virtud: miradla allí, pasar tranquilamente los productos por el lector de códigos de barras, a la vista de todos, impasible, en su celda interior.

 

 

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