Fr. Ivan Dugandžić, OFM, 1995

MANIFESTACIONES EXTRAORDINARIAS EN TIEMPO EXTRAORDINARIO

En 1973 se dio una agria discusión entre los teólogos acerca del significado de la resurrección de Jesús y el sentido del discurso en las apariciones del Resucitado, como habla de ello el Nuevo Testamento. R. Pesch, católico liberal y estudioso de la Biblia, provocó esta discusión con su afirmación de que hablar de la resurrección es meramente “una expresión del reconocimiento de los creyentes del significado escatológico de Jesús, Su misión y autoridad, Su legitimación frente a Su muerte.” Hablar de apariciones sería simplemente una “legitimización” de los discípulos, esto es, su determinación de proclamar ese significado de Jesús. En su respuesta, su colega protestante, el bastante moderado Hengel, deplora de manera particular que en los tiempos actuales las visiones se equiparen con alucinaciones y continúa: “Puesto que la rica tradición mística de la Iglesia se ha agotado, al menos en nuestras regiones, los teólogos ya no son la autoridad para este tipo de manifestaciones, sino más bien los psiquiatras o los expertos en narcóticos. Una visión es considerada como una manifestación patológica.” (ThQ 3/1973, p. 255). Fue como una palabra profética de lo que se mostraría también ante el caso de las apariciones de Medjugorje, ocho años después.

Con todo, la Biblia habla tan frecuentemente de apariciones y visiones, relacionando la revelación de Dios a las personas con estas manifestaciones, que podemos considerarlas como uno de sus temas centrales. Por qué entonces estas manifestaciones se topan generalmente en la Iglesia con gran cautela y escepticismo por parte de la jerarquía eclesiástica y el clero en general y aún más, con una considerable indiferencia por parte de los teólogos? Podría decirse, de hecho, que estas manifestaciones son inmediatamente aceptadas únicamente por los fieles comunes, a veces admitidas demasiado pronto y sin evaluación alguna. Dentro de la corriente auténtica de la literatura teológica de hoy, es muy difícil encontrar una obra sólida de teología dedicada a este tipo de manifestaciones. Si partimos del buen y antiguo entendimiento de la teología como esposa de la fe, entonces su tarea primaria es la de “penetrar la Revelación a la luz de la razón” y “esforzarse por encontrar una interpretación viva de la fe” en la vida práctica de la Iglesia. Por qué entonces la teología tiene aversión a tales manifestaciones que evidentemente están dirigidas a la vida de la Iglesia?

Precisamente, dichas manifestaciones tendrían que ser un reto real para la teología de hoy que tan exitosamente trata con cuestiones individuales y problemas, pero a la cual le falta un sentido del todo y del profundo misterio oculto detrás de todas las cosas. O será quizá la realización de la calamitosa profecía de A. Comte, padre del positivismo, hace 150 años, quien al observar cómo el interés de la teología se desplazaba del misterio de la Santísima Trinidad, a través de la Cristología y hacia la eclesiología, afirmó que de este modo la Iglesia se deslizaría lenta y despreocupadamente hacia el positivismo. “Ya no tratará de Dios, sino del hombre; no investigará ya la verdad imposible de investigar sino las manifestaciones positivas de su propia comunidad.” Uno de los teólogos más agudos y profundos de nuestros tiempos, Hans Urs von Balthasar, parece confirmar indirectamente que esto ha sucedido ya, cuando dice de la Iglesia de hoy que, “ha perdido buena parte de sus rasgos místicos y se ha convertido en una iglesia de constantes conversaciones, organizaciones, concilios, congresos, sínodos, comisiones, academias, fiestas, funciones, estructuras y reestructuras, experimentos sociológicos y estadísticas.”

Resulta lógico que esto se refleje también en la teología. Cualquiera que esté un poco más involucrado en la teología, sabe en qué medida está infiltrada hoy por la antropología, la sociología y la psicología. Ciertamente, dichas ciencias pueden enriquecer el pensamiento teológico, pero no pueden reemplazarlo si éste desea ser “una ciencia sobre Dios”, y no casi exclusivamente sobre el hombre. El énfasis, a saber, de la reflexión teológica es a veces transferido de Dios al hombre y de la realidad de ese mundo a la realidad de éste en una medida tan significativa, que no es difícil entender por qué el espíritu de los tiempos de hoy y el clima espiritual entero de ninguna manera favorecen hablar de apariciones. Y puesto que tales manifestaciones demandan además una interpretación, ésta se ofrece sobre terrenos no teológicos. Usualmente se nos dice que en el mundo actual, enfrentado con la inseguridad y el miedo ante su futuro, ocurren tendencias profético-apocalípticas que posteriormente encuentran una salida en la psicosis colectiva. Estas manifestaciones extraordinarias se equiparan con estados patológicos y su interpretación se somete a la psicología y parapsicología.

Cuando se trata de María y sus apariciones, usualmente se subraya la mediación única de Jesús entre Dios y el hombre y de ello se deduce la imposibilidad de las apariciones, porque de este modo esa verdad, por otro lado cierta, sería puesta en duda. Frecuentemente, al menos en algunos países, esto se debe también a ciertas tácticas ecuménicas superficiales con relación a los protestantes, que se sienten perturbados por la excesiva veneración a María. Para algunos teólogos, la razón radica en el miedo a ser llamados conservadores en tiempos en los que está de moda que la teología trate con problemas totalmente concretos de la vida, lo cual es bueno pero insuficiente.

Observando de cerca los eventos en la parroquia de Medjugorje por un período largo y tratando de evaluarlos teológicamente, y siguiendo la reacción hacia ellos por una parte del público eclesiástico, es difícil evitar la impresión de que los términos teológicos fundamentales a menudo no son claros y ésa es una de las razones principales para la confusión y la desorientación. Por tanto, intentemos definir estos términos tan clara y precisamente como sea posible!

EL CONCEPTO DE APARICIÓN Y VISIÓN EN LA TEOLOGÍA

Debe admitirse que la teología, la cual debe estar al servicio de la fe y la vida de la Iglesia, no tiene una tarea fácil en los tiempos actuales. Se pide de ella que sirva a la práctica y ésta muchas veces es muy compleja. Por un lado están quienes entienden la práctica como un comportamiento establecido y estable que no tolera nada nuevo y tan peligroso como la teología que aboga por cualquier cosa nueva. Por otro lado, como práctica tenemos la experiencia religiosa, ya sea que esté relacionada con apariciones y condicionada por ellas o relacionada con diversas formas de movimientos carismáticos. Aquí, de nuevo, existe el peligro de declarar la teología como sin vida y no convincente y rechazarla en favor de este tipo de experiencia.

Es importante, sin embargo, que la teología no se deje convertir en víctima de la práctica, ni para un extremo ni para el otro y que tampoco deba sacrificar la práctica. Donde no hay una experiencia religiosa, debe inspirarla y donde la hay, habrá de estar en guardia para no permitir que la experiencia tome direcciones no deseables, “a fin de que nada correcto en la nueva experiencia se pierda o extinga, pero también para evitar que cualquier cosa que pudiera ser incompatible con el misterio cristiano se imponga secretamente…” Es bien conocido, a saber, que en momentos críticos del mundo y de la Iglesia, el espíritu religioso anhela intensamente una experiencia de la realidad del más allá más convincente y tangible como un consuelo para el presente y una promesa para el futuro. Aquí, la teología tiene que distinguir lo entusiasta y enfermizo de lo saludable y beneficioso, esto es, de lo que pertenece al depósito de la fe y los cauces establecidos para la salvación.

Qué entiende, en efecto, la teología por el término de apariciones y visiones? En el más amplio sentido de la palabra, éstas son “experiencias mentales en las que realidades invisibles tales como Dios, los Angeles, incluso los Santos, pero también cosas creadas, se vuelven accesibles a los sentidos físicos de un modo natural y todo ello relacionado con la meta sobrenatural de la salvación humana. Esto incluye también eventos distantes en el tiempo así como eventos pasados y futuros.” La sana tradición cristiana jamás ha puesto en duda la posibilidad de estas manifestaciones, porque sabe que a través de ello pondría en duda su imagen de Dios, Quien fue libre no sólo al comienzo del acto de crear el mundo, sino que retiene permanentemente para Sí esta libertad en relación a Su creación.

Si bien la Revelación pública concluyó con el Nuevo Testamento, Dios, que está asociado al mundo y al hombre, retuvo para Sí la libertad de actuar en la historia humana, congruentemente, bajo el aspecto de la calificación esencial del Nuevo Testamento que es la dimensión escatológica. A saber, Dios debe respetar el hecho de que con Jesucristo comenzó el final de los tiempos escatológicos, caracterizados por el evento de la salvación que se inició con El. En este período de la Resurrección de Cristo hasta Su segunda venida, Dios no puede ampliar la revelación en el sentido de hacer una nueva alianza, como fue el caso en el Antiguo Testamento. Sólo puede ejecutar la intervención final prometida al final de los tiempos, mediante la cual dará cumplimiento a la salvación ya iniciada del mundo. Pero antes de ello, de diversos modos, El ciertamente puede influir inspirativamente en la realización de dicha salvación en el momento presente de la historia. Una de estas formas es Su comunicación en imagen y palabra. Cualquiera que negara esto, pondría en duda la libertad de Dios así como el carácter del Cristianismo como religión revelada. “Por tanto, la esencia de las apariciones y revelaciones privadas después de Cristo debe ser tal que corresponda substancialmente con esta realidad salvífica y escatológica.”

La Iglesia siempre se ha relacionado con estas manifestaciones con cautela, teniendo en mente la advertencia del Nuevo Testamento acerca del “discernimiento de espíritus” (1 Cor 12, 10; 1 Juan 4, 1; 1 Pe 5, 8). Ya dijimos en la definición arriba citada, que todas las manifestaciones están relacionadas, en su intención, con la salvación humana. Esto contiene implícitamente el primer criterio para su evaluación. Corresponden a los cauces normales de la salvación o no? Nos encaminan hacia ellos o nos apartan de los mismos? No es difícil establecer si tales manifestaciones apartan de una sana devoción a Jesucristo, colocando a María en el centro de la devoción, de modo que compite con Cristo o si conducen a los creyentes a una escucha sincera de la palabra de Dios y a la vida sacramental. Es un hecho conocido que, antes del Concilio, tanto en la Mariología como en la devoción mariana, se sabía que existía unilateralismo y exageración.

Junto con esto está también el criterio en relación con los videntes y su forma de experimentar las visiones. A saber, debemos tener presente que existen tiempos particularmente favorables a manifestaciones de este tipo, como lo son los tiempos de ansiedad mundial y de crisis de fe. Por tanto, la teología tiene como obligación vigilar estas manifestaciones y observar si las apariciones son “un eco vacío en el que el hombre se escucha sólo a sí mismo o una respuesta en la cual el hombre escucha a Dios.”

De igual modo, hay que distinguir el reconocimiento intuitivo o la iluminación intelectual que pudieran ocurrir durante la oración o la meditación, de visiones reales. Debe decirse que la cautela mencionada no es lo mismo que una negligencia hacia este tipo de manifestaciones, sino, por el contrario, un mejor servicio a ellas.

VISIONES MÍSTICAS Y PROFÉTICAS

Con respecto a su propósito, la teología divide las visiones entre místicas y proféticas. Las primeras se refieren exclusivamente a una persona en particular y a su crecimiento espiritual individual, como ha sido el caso con tantos místicos de la Iglesia. Naturalmente, no excluye el aspecto particular de la publicidad que tales visiones acarrearán con la probable veneración pública posterior de dichos místicos, en caso de que fuesen elevados al estado de beatos o fuesen canonizados. En este sentido, podríamos considerar también las visiones estrictamente privadas como un carisma en el sentido más amplio. En contraste con esto, las visiones proféticas tienen un carácter público desde el mero principio. Son un don o un carisma al individuo o a varios individuos para beneficio de la Iglesia entera. Se requiere del vidente que dirija a quienes le rodean y a la Iglesia entera con el mensaje recibido. Gemma Galgani es tomada como ejemplo típico del primer tipo de visión y Santa Margarita María Alacoque del segundo.

Desde el punto de vista del vidente que la experimenta, la visión mística es siempre más intensa e influye más poderosamente en el cambio de la vida personal del vidente que en el caso de una visión profética. Esto es comprensible también, porque son las personas que de ordinario ya han alcanzado un grado envidiable de santidad quienes tienen visiones místicas, mientras que los portadores de visiones proféticas son frecuentemente creyentes ordinarios elegidos enteramente “por accidente” y, en la mayoría de los casos, se trata de niños que todavía no están completamente maduros para experiencias místicas más profundas. Es por eso que visiones así no influyen tan intensamente en la persona del vidente, quien cambia individualmente mucho más lentamente en relación a la madurez y a la santidad de su vida personal.

Debido al hecho de que estos videntes son muy a menudo niños, sus visiones, si bien de un carácter físico-objetivo, razón por la cual son ordinariamente llamadas tridimensionales en relación con la experiencia de los místicos, que son exclusivamente imaginativas, esto es, estados mentales internos, no obstante, se quedan más en la superficie y nunca traen como consecuencia un cambio inmediato y rápido del vidente. Pero el significado de dicha visión está en la lenta transformación de los creyentes a quienes el mensaje es dirigido. Ciertamente, este efecto no podría lograrse si tampoco los portadores del mensaje se transformaran al mismo tiempo para mejorar. Y serán incapaces de ello sin, como ya dijimos, la ayuda de alguien más.

MANIFESTACIONES NATURALES, PARASICOLÓGICAS Y SOBRENATURALES

Partiendo del solo hecho de que para Dios nuestros límites humanos en los ámbitos natural, parapsicológico y sobrenatural no presentan clase alguna de barrera, cualquiera que sea el caso, y que Dios actúa en toda buena obra que el hombre realiza, K. Rahner advierte que la formulación “esta visión se origina de Dios” es en sí misma, en efecto, totalmente indefinida y está abierta a muchos significados. Puesto que, desde el punto de vista de su salvación, el hombre puede descubrir la gracia de Dios e inspiración para su salvación personal incluso en un evento que sea posible explicar de un modo completamente natural, “alguna visión que es capaz de ser interpretada de un modo natural, hasta en tanto permanezca dentro de los límites de la fe y la moral cristianas, y hasta en tanto no dañe la salud mental del vidente, sino que lo eleve moral y religiosamente, podría entonces ser aceptada como obra de Dios y como una gracia, si bien esa visión tiene su fundamento directo y natural en mecanismos físicos…”

Desde el punto de vista teológico, no hay obstáculo alguno para que Dios utilice las posibilidades completamente innatas de la naturaleza humana para la realización de metas extraordinarias con relación a la salvación humana. Es difícil, de hecho es imposible, responder a la pregunta de por qué Dios tendría siempre que echar mano de algún medio extraordinario para algo que El puede lograr a través de las capacidades y posibilidades humanas ordinarias.

El filósofo alemán Robert Spaemann critica el acercamiento de las ciencias experimentales modernas a la realidad espiritual, a causa de “su homogeneización de la experiencia”, p. e. debido al intento de clasificar todas las experiencias en una especie de marco de trabajo experimental preconcebido. Otros hablan de reduccionismo, al pensar en las mismas manifestaciones, especialmente, en la psicología moderna. Usan el término “psicologismo”, por medio del cual “lo espiritual es reducido a lo mental y esto, de nuevo, se reduce a las mecánicas o hidráulicas de alguna clase de “aparato psíquico” ficticio que más tarde es adoptado como real…” El mero resultado del psicologismo permitiría una observación sin obstrucción y una evaluación de lo espiritual en el hombre, y, en particular, de lo religioso en su soberanía.

En oposición a la tendencia de atribuir inmediatamente todas las manifestaciones parasicológicas al ámbito negativo, K. Rahner se pregunta por qué las capacidades naturales parasicológicas de la telepatía, clarividencia, psicometría etc. en una persona religiosa no pueden ser dirigidas de la misma forma que las capacidades “normales” de objetos de naturaleza religiosa, y ser así un ímpetu para actos religiosamente relevantes, y por qué no está permitido evaluar dichos actos como “obra de Dios” y como “gracia”.

Todas éstas son premisas importantes a fin de poder evaluar correctamente esa visión también en el sentido particular, que tiene su origen en una intervención divina particular. Esta clase de visión, que regularmente es acompañada por un signo especial reconocible a todos, no es, consecuentemente, la única visión auténtica. A la luz de ello, la pregunta que se nos presenta es: “Por qué el reconocimiento eclesiástico de una visión no tiene sentido, aún cuando está limitado únicamente a la afirmación de que una visión así, de acuerdo a su contenido e impacto en el vidente y en otros, es sólo positivo y, en ese sentido, “se origina en Dios” o cuando es un eco legítimo de la experiencia mística real del vidente que corresponde a las normas de la fe y la razón, sin necesidad de que la Iglesia en ambos casos tenga que presumir la intervención actual, milagrosa de Dios?”

De acuerdo a lo anterior, incluso si en alguna visión no hay un signo milagroso que claramente supere las leyes naturales y el curso ordinario de los eventos, pero que en todo pueda interpretarse como una manifestación natural y parasicológica, con todo no hay aquí esa clase de razón teológica para negar a dicha visión toda la posibilidad de ser originada por Dios. De hecho, se comete el más grande error cuando, con demasiada premura, se caracteriza todo como una misma cosa como posible o imposible sin distinción alguna, como provocado por Dios o engaño del demonio o una ilusión humana. Por esta razón, muchos teólogos, con Rahner a la cabeza, piden una “indulgencia” particular hacia las experiencias de visiones y son de la opinión de que éstas pueden ser aceptadas como “inspiradas por Dios”, incluso cuando no podamos aceptar cada uno de los detalles de ellas. Por el otro lado, habría que tener en mente que, incluso cuando su autenticidad de algún modo haya sido reconocida por la Iglesia (particularmente en el terreno de criterios externos, sobre lo cual hablaremos más tarde), esto no significa que cada parte de su contenido sea correcta y que debamos estar de acuerdo con ella. Hay casos en que obviamente se han probado errores individuales en las visiones y profecías de los Santos. Juan Torells menciona tres tipos de estas manifestaciones y sus causas:

  1. La posibilidad de que una revelación real haya sido mal interpretada a causa de una falta de claridad. Santa Juana de Arco oyó una voz en el calabozo que le decía que “el Salvador” la ayudaría y que, “a través de grandes victorias ella obtendría la libertad”, lo cual interpretó como su liberación del calabozo, lo cual nunca sucedió.
  2. Puede suceder que quien reciba una revelación no se percate de alguna condición importante y, con todo, entienda el mensaje en sentido absoluto. San Vicente Ferrer, en base a ciertas revelaciones suyas, profetizó el fin del mundo durante los últimos 21 años de su vida e incluso realizó milagros en confirmación a dicha profecía.
  3. No debe tratar de compararse visiones de eventos históricos con el curso de la historia al detalle, minuto a minuto, porque este tipo de revelaciones se refieren únicamente a lo global y esencial. Diversos místicos tuvieron desacuerdos acerca del número de clavos con los que Jesús fue clavado a la cruz y todos afirmaron igualmente haberlo visto (Santa Gertrudis, Santa Brígida, Santa Catarina de Siena).

Incluso en una visión auténtica, pueden ocurrir errores en relación a la imagen y el mensaje que transmite una persona. Es posible que los videntes inconsciente y accidentalmente conecten sus opiniones, deseos, las sugerencias de otros, las esperanzas o miedos de su ambiente, con el mensaje actual. Todo ello puede estar condicionado por las circunstancias del ambiente, los tiempos, el conocimiento teológico de los videntes así como por su temperamento, que se refleja particularmente en la manera de cómo transmiten el mensaje recibido. K. Rahner menciona el trozo de información que el pequeño Francisco en Fátima no siempre escuchó todo lo que la Santísima Madre dijo a los videntes, sino que sólo vio el movimiento de sus labios y esto no es considerado como un argumento en contra, sino por el contrario, un buen signo de la autenticidad de los pequeños videntes.

Quizá no sea dañino trazar un paralelo con los reportes del Nuevo Testamento acerca de las apariciones del Señor Resucitado. La visión que tuvieron las mujeres en la tumba de Jesús, Marco la describe como de “un joven vestido de blanco ropaje” (Mc 16,5). Mateo como “el angel del Señor” (Mt 28,2), y Lucas habla de “dos personajes con vestiduras resplandecientes” (Lc 24,4). Juan es quien más se acerca a él, al mencionar “dos angeles vestidos de blanco” (Jn 20,12). La ciencia bíblica ha descubierto en esos pasajes diversas intenciones teológicas de los evangelistas y las diferentes tradiciones que usaron, pero nosotros nos preguntamos, con esto ha sido dicho todo? Por qué los testigos del Señor Resucitado no reconocen inmediatamente a Jesús en él? Por qué el hecho de que “se apareció con otro aspecto” (Mc 16,12), una vez como compañero de viaje a quien no pueden reconocer porque “sus ojos estaban como deslumbrados” (Lc 24,16), otra como “espíritu” (Lc 24,37) o de nuevo como “un jardinero” (Jn 20,15). Los discípulos ven a Jesús regularmente pero no saben que es Jesús (Jn 21,4), hasta que comienza a hablar. Y entonces, tan pronto como lo reconocen, El desaparece delante de sus ojos. Consecuentemente, también aquí en base a la Revelación misma, no es el verlo correctamente lo más importante, sino el mensaje y la fe. El Resucitado permite que se le experimente, pero es obvio que en ninguna parte Se da totalmente al hombre.

Todo esto nos dice que las apariciones y visiones son generalmente una manifestación muy compleja, realmente difícil de describir, en la cual es difícil trazar la línea entre el suceso objetivo y la experiencia subjetiva de los videntes. Dios, incluso cuando se revela a los hombres de la manera más clara, permanece inexpresable – inefable.

Es por eso que, cuando surge la cuestión de algún tipo de revelación, permanecen siempre suficientes preguntas y ambigüedad. No podría ser de otro modo, porque el rol de la fe nunca puede ser reemplazado por cualquier clase de conocimiento. La Fe jugó el papel decisivo en el mensaje de la resurrección. También jugó ese mismo papel en visiones y revelaciones posteriores. Naturalmente, hay que mantenerse en guardia contra el extremismo y tener el cuidado de que no vayamos a entender este significado de la Fe en el sentido que sabemos que fue utilizado para reprochar al Cristianismo: “Un milagro es el niño más querido de la Fe!” Consecuentemente, no es la Fe lo que inventa milagros, sino que es la Fe como disposición incondicional a reconocer y aceptar la actividad sobrenatural de Dios. Por supuesto, debera complementarse también con los signos definitivos, objetivos que ofrece dicha manifestación y que caen dentro del criterio del discernimiento.

CRITERIOS RESPECTO A LA IGLESIA

No hay ninguna otra cosa que se aplique aquí además del antes mencionado “criterio para el discernimiento de espíritus” (1 Cor 12,10). El evangelista San Juan escribe así: “Queridos, nos os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo. Podréis conocer en esto al espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1 Jn 4,1-3; cf. 5,1-4). Ciertamente, este texto muestra una particularidad de la comunidad de Juan en la que la herejía del gnosticismo negaba la encarnación de Jesús, pero aún puede utilizarse como criterio general en el sentido de que articula el significado central de Jesucristo para la salvación humana. El lugar y el papel de Jesucristo en la vida de los fieles es también la cuestión de Pablo en Corinto, pero bajo un aspecto diferente. “Los corintios llenos de espíritu no tienen problema con las falsas doctrinas, sino con las maquinaciones demoníacas de los paganos”, que se percibe directamente en la vida virtuosa de los individuos de la comunidad. Pero, tanto en el primero como en el segundo caso, dichos estímulos no pueden provenir del Espíritu de Dios sino sólo del Maligno.

En otro lugar más, el Apóstol habla de la autentificación de los dones, pero de nuevo bajo un aspecto diferente, esto es, con relación a su utilidad para edificar la comunidad (1 Tes 5,19-21; cf. 1 Cor 14). Mientras más contribuyen esos dones particulares a la edificación y fortalecimiento de la Iglesia, tanto más es seguro que son fruto del Espíritu; pero si derrumban la comunión, sólo pueden ser del Maligno. Naturalmente, aquí se cuestiona sólo una comunión real de Fe y caridad y no alguna clase de ideología. Es por eso que Pablo puede decir en otro lugar: “Desde luego, tiene que haber entre vosotros también disensiones, para que se ponga de manifiesto quiénes son de probada virtud entre vosotros” (1 Cor 11,19). Esto no es otra cosa sino una interpretación de las palabras de Jesús: “Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división” (Lc 12,51). La cuestión es el compromiso total con Jesús que algunos siempre reciben con rechazo.

Hay una advertencia más general para la vigilancia y sobriedad ( 1 Pedro 5,8) y es todo lo que el Nuevo Testamento tiene que decir acerca de esta delicada cuestión. No obstante, si bien no hay muchas palabras concretas, el Nuevo Testamento contiene algo que como un hilo rojo recorre todas sus escrituras y que presenta la condición para la actividad de Dios. Se trata de esa apertura y disponibilidad de aceptación en relación al Espíritu Santo y que encontramos en María. Esta apertura está fundada en la buena voluntad y disponibilidad para todo lo que El dará al hombre y pedira de él.

Aún más, la dimensión cristológica de la salvación que ha sido subrayada varias veces, debe ser también el criterio aquí. La cuestión crucial es, si alguna aparición particular nos acerca más a Cristo o nos aleja más de El. Si Cristo es hecho a un lado, no importa cuanto se desarrollen otras formas de devoción, habra que acercarse a dicha manifestación con escepticismo.

En otras palabras, mientras más cerca esté el mensaje de aquel que Jesús nos ofreció por medio del Nuevo Testamento, cuyo núcleo es el llamado a la conversión, más grande será la posibilidad de autenticidad. Ya hemos dicho que una revelación que provenga de una aparición privada puede ser simplemente de carácter inspirador, en relación ha lo que ya está contenido en la Revelación. Por tanto, es lógico que la escasez de contenido y la brevedad del mensaje deben tomarse como un signo positivo, especialmente si dicho mensaje aún así encuentra un eco positivo en el pueblo de Dios y produce frutos de conversión.

EL SIGNIFICADO TEOLOGICO DE LAS APARICIONES MARIANAS

Todo lo que se ha dicho en general sobre las apariciones es válido de un modo particular para las apariciones marianas, que son las más frecuentes. El Papa Paulo VI, hablando de la devoción a María hoy, subrayó que las devociones a la Virgen deben “mostrar claramente el lugar que Ella ocupa en la Iglesia”. Todo lo que María es, lo es a causa de Cristo y Su Iglesia y, por tanto, no existe una sana devoción mariana que no lleve a Cristo y a edificar la Iglesia. Cómo hemos de colocar dentro de este contexto las apariciones marianas, tanto más frecuentes en los últimos dos siglos, y cómo hemos de evaluarlas? Es posible considerar esta manifestación sólo a la luz del ya mencionado rol único y lugar de María en la Iglesia. Es imposible considerarla separadamente, sólo por Ella misma. Con todo lo que Ella es, María es insertada en el plan de la salvación y Ella está en íntima relación con las realidades centrales de la salvación, Cristo como el Redentor y la Iglesia como la comunidad de los redimidos.

La santidad personal de María y su ministerio en el plan de la salvación no son dos cosas que vayan juntas tan solo por la concurrencia de las circunstancias, sino que representan un todo indivisible. K. Rahner lo expresó como la unión de la santidad personal y el apostolado que necesariamente surge de dicha santidad, por la cual María es “la representación oficial de la Iglesia de un modo excepcional”. Esta conexión con la Iglesia no cesa incluso con la terminación de su vida terrena. En realidad, su preocupación por la Iglesia de su Hijo es aún más fuerte ahí donde, como el único miembro de la Iglesia, está ya ahora con su cuerpo glorificado, mientras que los demás están en camino [de alcanzar] ese estado y tienen necesidad de ser ayudados. T.sagi-Buni dice amablemente que también “en el texto del concilio la Asunción de María a la gloria celestial no se entiende como una partida y separación, sino más bien como el logro de posibilidades florecientes de continuar de un modo mayor su efectivo papel en la historia de la salvación, por supuesto, en una correspondiente relatividad con Cristo el Señor”.

Las apariciones marianas ciertamente pertenecen a esas “posibilidades florecientes” y parecen ocupar un lugar especial entre ellas. Independientemente de su mensaje, tan solo por sí mismas tienen un significado teológico. Su manifestación misma es su primer mensaje. Y es que, en sí misma, proclama el misterio de la vida de María y muestra su rol en la historia de la salvación. Pero de nuevo, esto no sucede por María sino por la Iglesia. Al manifestar su gloria a nosotros, María nos revela nuestras propias posibilidades que el misterio de su Hijo Jesús nos ofrece. L. Scheffczyk dice: “Una aparición mariana de un modo realista personal coloca el entero misterio de María delante del vidente y a través de él también delante de los creyentes”.

Consecuentemente, no es exagerado decir que una aparición mariana como tal, en sí misma, es el mensaje más grande a la Iglesia como un estímulo en su camino a la eternidad, pero también una obligación. Puesto que el tiempo de la Iglesia es escatológico y puesto que María es la única que no conoce esas tensiones escatológicas entre la salvación dada y con todo incompleta, debemos siempre considerar su actividad también en este contexto. “Esto siempre tendra un carácter retrospectivo que apunta hacia el misterio de Cristo, pero al mismo tiempo, se dirigirá también al futuro, hacia el cumplimiento. Es por eso que sus apariciones tienen una dimensión escatológica particular y una tendencia hacia el cumplimiento final de los tiempos”. Esto no debe ser entendido en el sentido de un cumplimiento rápido y especialmente no de uno que pueda ser calculado con precisión.

Como aquella que de una vez y para siempre ligó su destino al destino de su Hijo y a través de él a la comunidad de los redimidos, María no puede permanecer a un lado mientras la Iglesia, junto con la creación entera “está en los dolores de parto” (Rom 8:22). Con su benevolencia maternal y amor, Ella transmite luz a la Iglesia en las tribulaciones de este mundo, luz que a la larga proviene de la de Cristo. Como ser humano, María sólo puede dar lo que Ella misma recibió y, por esa razón, sus apariciones tienen en esencia el carácter más de un ímpetu al corazón y la voluntad de los fieles a fin de incorporar la verdad reconocida de la Revelación en un tiempo particular y de un nuevo modo. Por tanto, sus apariciones siempre han encontrado más eco de respuesta en los corazones de los fieles que en las reflexiones de los teólogos. A la luz de la lógica y la dinamica de la salvación en la Iglesia, es totalmente comprensible que María sea el miembro más activo de la Iglesia, por lo cual es al mismo tiempo por la plenitud de su santidad el prototipo, la madre y el ideal final hacia el cual [la Iglesia misma] aspira.

Independientemente de la confusión inicial y los malos entendidos, todas las apariciones marianas han tenido una poderosa influencia en la vida de la Iglesia, comenzando desde la creación de nuevas formas de devoción a través de la renovación de la vida sacramental llegando hasta la profundización de la imagen de la Iglesia misma y del amor por ella. En vista de que la veneración a María no es realmente otra cosa sino “una forma de venerar el misterio de la Iglesia, que ve a María como su modelo y su forma totalmente cumplida de perfección”. En su esencia, “La Iglesia no es otra cosa sino una copia de María. . ., una impresión viva de la imagen de María en la comunidad cristiana.” Es por eso que las apariciones marianas no pueden ser simplemente una manifestación marginal para la Iglesia, sino un acontecimiento de sí misma y, por tanto, merecen la debida atención y apertura de la Iglesia.

Fr. Ivan Dugandzic, 1995

Fr. Ivan Dugandzic – sacerdote franciscano, miembro de la Provincia franciscana de Herzegovina. Nacido en 1943 en Krehin Gradac, municipio de Citluk, Herzegovina. Después de terminada la escuela secundaria en Dubrovnik, en 1962 entra a la orden franciscana. Cursa sus estudios de Teología en Sarajevo y Königstein (Alemania). Es ordenado sacerdote en 1969. Cursa sus estudios de postdiploma y obtiene un doctorado de Ciencia Bíblicas en Würzburg (Alemania). A partir de 1990 vive y trabaja en Zagreb. En la Facultad de Teología y en sus institutos enseña exégesis del Nuevo Testamento y Teología bíblica. Publica sus trabajos en revistas teológicas especializadas. En los periódicos religiosos elabora de manera moderna diversos temas bíblicos. En Medjugorje ha vivido y trabajado en dos oportunidades; desde 1970 hasta 1972, y desde 1985 hasta 1988.

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