Hoy, primer Domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo año litúrgico, un nuevo caminar en la fe que por un lado nos permite recordar los acontecimientos de Jesucristo y por otro nos dirige a su cumplimiento final.

Precisamente en el signo de esta doble perspectiva vivimos el tiempo de Adviento, dirigiendo nuestra mirada ya sea a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, ya sea a su segunda venida en gloria, cuando vendrá a “juzgar a vivos y muertos”, como rezamos en el Credo. Quisiera ahora referirme brevemente al tema de la “espera”, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se hace, por así decirlo, una con nuestro cuerpo y con nuestro corazón.

La espera es algo que recorre toda nuestra vida personal, familiar y social. La espera está presente en infinidad de situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos envuelven total y profundamente. Aquí nos referimos, entre otras cosas, a la expectativa del nuevo hijo por parte de los padres; luego esperar a que algún familiar o amigo venga a visitarnos desde lejos; también nos referimos -cuando se trata de jóvenes- a esperar el resultado de un examen crucial o de una entrevista de trabajo; en las relaciones cercanas, la espera de un encuentro con un ser querido, la respuesta a una carta o la aceptación del perdón…

Se podría decir que una persona está viva mientras espera algo, mientras hay esperanza viva en su corazón. Y el hombre es reconocido por sus expectativas: nuestra “madurez” espiritual y moral se puede medir por lo que esperamos, lo que anhelamos.

Por eso, cada uno de nosotros, especialmente en este tiempo de preparación para la Navidad, podemos preguntarnos: ¿qué espero? ¿A qué tiende mi corazón en este momento de mi vida? Y esa pregunta se puede plantear a nivel de familia, comunidad, nación. ¿Qué esperamos todos juntos? ¿Qué es lo que une nuestras aspiraciones, qué nos conecta?

En el período inmediatamente anterior al nacimiento de Jesús, en Israel había una expectativa muy fuerte del Mesías, es decir, el Ungido, descendiente del rey David, que liberaría de una vez por todas al pueblo de toda esclavitud moral y política y establecería el reino de Dios. Pero nadie podía siquiera imaginar que el Mesías pudiera nacer de una niña humilde como María, la prometida del justo José.

Ni siquiera ella podía imaginarlo y, sin embargo, en su corazón era tan grande la espera del Salvador, tan ardientes su fe y su esperanza, que Él pudo encontrar en ella una madre digna. Después de todo, Dios mismo la preparó antes de los siglos. Hay una misteriosa coincidencia entre la espera de Dios y la espera de María, que era una criatura “llena de gracia”, completamente disponible al amor del Altísimo.

Aprendamos de ella, mujer del Adviento, a vivir nuestros gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con un sentido de profunda espera, que sólo la venida de Dios puede cumplir.

Benedicto XVI

Publicado en “Župni List”, el semanario de la parroquia de Medjugorje, el 1 de diciembre de 2024. Traducido del croata al español por la Fundación Centro Medjugorje.

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