“Hijos míos, no perdáis el tiempo pensando en el futuro con preocupación. Que vuestra única preocupación sea cómo vivir bien cada momento según mi Hijo: he ahí la paz” (2 octubre 2017).
Pensar en el futuro hasta el punto de preocuparnos por lo que ha de venir es, cuando menos, una pérdida de tiempo. Desafortunadamente son muchos los que viven preocupados por el futuro, los que pierden el tiempo presente pensando e imaginando lo que ha de venir. Es demasiado corta nuestra vida temporal para perder un solo segundo de ese parpadeo que es nuestro paso por la tierra preocupados por un futuro que sólo a Dios pertenece y sólo Él conoce.
Cuando pensamos en el futuro con preocupación, nuestro enemigo el diablo (que conoce bien nuestros miedos y fobias) nos hace imaginar toda una serie de “futuribles” (de lo que puede sucedernos, de los acontecimientos que pueden ocurrir) relacionados con las anticipaciones, con los conocidos: ¿Y si…? ¿Y si enfermo de cáncer? ¿Y si me despiden del trabajo? ¿Y si tengo un accidente?… Y si, y si… Todo con un propósito: alejarnos del presente, del “ahora” de la salvación.
Hay dos tentaciones fundamentales relacionadas con el tiempo: la que nos incita a vivir el presente instalados o añorando el pasado (dándole vueltas a las situaciones que ya no controlamos ni podemos modificar), y, la que nos importuna predisponiéndonos a pensar en el futuro (preocupados u obsesionados por lo que va a suceder). Quien cae en la tentación de “mirar atrás” o de “preocuparse” por lo que pasará (o puede pasar), descuida el “aquí y ahora”, no se preocupa ni ocupa de la situación presente; no vive centrado en lo que puede y debe hacer. Por eso, la Reina de la Paz, añade: “Que vuestra única preocupación sea cómo vivir bien cada momento según mi Hijo: he ahí la paz”.
Sea como fuere, pensar en el futuro con preocupación (por lo que puede suceder próximamente) además de ser una pérdida de tiempo y de no dejarnos vivir con intensidad y plenitud el presente, nos afecta profundamente: genera incertidumbre y toda una serie de emociones (ansiedad, miedo, irritabilidad, tristeza, enfado) que nos provocan angustia y sobre todo nos paraliza.
¿Por qué son tantos los que hoy tienen miedo al futuro? La mejor respuesta nos la ofrece la Gospa en el Mensaje mensual de 25 de enero de 2001: “Hijos míos, quien ora no teme el futuro y quien ayuna no teme el mal”. Quien tiene miedo al futuro y al mal posible, es que no ora ni ayuna. Sin oración, la fe no es viva ni fuerte. Si no ora, el corazón no vive la paz que anhela. Tampoco hay lugar para la esperanza y el amor se enfría. Fe, esperanza y caridad: tres virtudes que nos regala el Espíritu Santo y que nos unen a Dios y al presente, al aquí y ahora, al único tiempo oportuno de gracia y salvación.
Que nuestra única preocupación sea (como nos pide nuestra Madre del cielo) vivir bien cada momento según la voluntad de Dios, según Jesús. Palabras con sabor a Evangelio, que recuerdan las de su Hijo en el monte: “no os preocupéis del mañana” (Mt 6,34), y aquellas que Ella mismo pronunció en las bodas de Caná: “Haced lo que Él (Jesús) os diga” (Jn 2,5).
También pierde el tiempo (tan valioso, tan fugaz) quien se ocupa y preocupa por “conocer” los acontecimientos y las fechas del “fin del mundo”, buscando con obsesión y ansiedad los últimos “mensajes” de los muchos “profetas de calamidades” que predicen con precisión toda suerte de catástrofes en lugares concretos y fechas exactas acerca del fin del mundo y la segunda venida de Cristo.
Lo único que ha de importarnos no es conocer fechas, sino estar atentos, vigilantes para que ese día no nos sorprenda como un ladrón (cfr. 1Tes 5,4). Hemos de estar preparados en todo momento (cfr. Lc 17,26-28) ya que ignoramos cuándo será Su llegada: “respecto a aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32). Esperar la Parusía de nuestro Señor Jesucristo, significa tomar en serio nuestra condición presente, vivir bien cada instante según lo que Él quiere y espera de nosotros. Entonces nuestra vida temporal, el presente histórico, el “ahora” de nuestras decisiones y actos (también de nuestras omisiones), adquiere una terrible seriedad por su conexión con el destino eterno.
También Medjugorje tiene su dimensión profética como Fátima, La Salette o Akita: sus diez “secretos”. Pero no podemos perder el tiempo pensando en ellos con curiosidad y preocupación. Lo que importa y urge es convertir nuestro corazón y nuestra vida al amor. Abandonar de una vez el pecado y decidirnos por la santidad. Vivir bien cada momento según Nuestro Señor Jesucristo.
De otra suerte, conocemos por Revelación divina (la Escritura) y sabemos por experiencia que todo ocurre (y ocurrirá) para bien de los que aman a Dios. Que Dios es nuestro futuro eterno. Que lo mejor (lo que Dios nos ha preparado y nos espera) está aún por llegar. Como dijo hace cien años nuestra Madre en Fátima y ha repetido en Medjugorje, donde se ha de cumplir un día su promesa: “al final, Mi Corazón Inmaculado triunfará”. Saber y creer esto, nos basta. Anhelar Su triunfo y colaborar en él viviendo Sus Mensajes ha de convertirse en nuestra única ocupación y preocupación constante. De cada día. De todos los días.