El monte es por excelencia, desde tiempos bíblicos, el lugar privilegiado donde ocurren los más importantes episodios de la Revelación del misterio de  Dios y su amor por el hombre. Quizás por su inmensa altura en un paisaje, y ante la magnificencia de las montañas comparado con la pequeñez del ser humano, estos gigantes de la naturaleza han sido asociados siempre con el misterio y poder de Dios, siendo un referente clásico en metáforas bíblicas y teológicas sobre la omnipotencia divina. Incluso, el gran místico carmelita de España del siglo XVI, San Juan de la Cruz, utilizó la metáfora del ascenso del Monte Carmelo en Israel para explicar el proceso de unión del alma con Dios.

Desde el Antiguo Testamento hasta la vida de Jesús, encontramos grandes teofanías (manifestaciones de Dios) llevándose a cabo frecuentemente en montañas y montes, viendo así la preferencia de Dios por estos lugares altos, apartados, y elevados, para acercase y revelarse continuamente a su Pueblo, a través de los antiguos profetas. Uno de los más claros e importantes ejemplos de ello lo encontramos en el libro del Éxodo, donde se da la mayor revelación de Dios en el Antiguo Testamento a Moisés en el Monte Horeb, conocido como “el monte de Dios,” y después en el Monte Sinaí. En el Monte Horeb, Dios se revela a Moisés como Yahveh, “YO SOY EL QUE SOY” (Ex 3, 13), confirmando su existencia como el único Dios eterno y verdadero. Más adelante, tras la salida del Pueblo de Israel de Egipto, Dios entrega a Moisés en el Monte Sinaí las Tablas de la Ley y establece su alianza con Israel, manifestando su entrega, amor, y predilección por este pueblo escogido con el que “haré maravillas que no se han hecho en toda la tierra” (Ex 34, 10).

Es en esta segunda parte de la revelación de Dios a Moisés en el Monte Sinaí donde vemos a Moisés por primera vez ascender a la cima del Monte para encontrarse con Dios, quien majestuosamente “descendió en la nube y estuvo allí con él, mientras este invocaba el nombre del Señor” (Ex 34, 5). El Monte Sinaí se convirtió en el lugar sagrado donde Dios, en sus encuentros con Moisés, desciende para revelarse a su Pueblo y manifestar su voluntad en torno a la fidelidad que esperaba de ellos. Revela, además, su misericordia y predilección por Israel, al igual que su deseo de obediencia a la Ley como respuesta a la alianza establecida con ellos por amor. El narrador nos cuenta que el rostro de Moisés “resplandecía por haber hablado con Dios” (Ex 34, 29) cada vez que bajaba del Monte, ayudándonos a comprender que el contacto con Dios producía en él una verdadera transformación, no solamente exterior, sino interior, pues todo su ser se divinizaba cada vez más con cada contacto con Yahveh.

Otro clásico ejemplo del Antiguo Testamento acerca de estos encuentros entre Dios y el hombre en los montes lo encontramos en 1 Reyes 19, 10-18, en el encuentro con Elías en el Monte Horeb, mismo lugar de la primera manifestación a Moisés en la zarza ardiente. En ese singular episodio, la Sagrada Escritura nos revela que hubo un poderoso viento, un fuerte terremoto, y un fuego, pero en ninguno de estos se encontraba Dios. Sin embargo, “después del fuego vino un suave murmullo. Cuando Elías lo oyó, se cubrió el rostro con el manto y, saliendo, se puso a la entrada de la cueva,” (1 Re 19, 12-13), pues en ese delicado murmullo estaba la presencia de Dios.

Finalmente, en el Nuevo Testamento, encontramos el discurso de Jesús sobre las Bienaventuranzas, conocido como el “Sermón de la Montaña” (Mt 5, 3-12 / Lc 6, 20-23), ocurriendo en un monte, al igual que la Transfiguración en el Monte Tabor, donde se revela en toda su gloria como Hijo de Dios a Pedro, Santiago, y Juan. Los evangelistas nos narran también que Jesús se retiraba a lugares solitarios y apartados para orar, principalmente a los montes, pasando noches enteras a solas en presencia del Padre. Sin embargo, el acto definitivo de la vida de Jesús, culmen de la historia de la Salvación se dio también precisamente en un monte, el Gólgota, con la Redención del hombre llevándose a cabo a través de su crucifixión y muerte en la cruz.

En tiempos actuales, aunque la Revelación Pública alcanzó su máximo culmen en Jesucristo y concluyó con la muerte del último Apóstol, San Juan, descubrimos en la historia claros ejemplos de estos acercamientos de Dios hacia la humanidad ocurriendo principalmente a través de las apariciones de la Santísima Virgen María. Aunque las apariciones marianas no añaden nada a la Revelación definitiva de Dios contenida en la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, su papel es la de recordar al mundo la Revelación del amor de Dios por el hombre y acercarlo a Jesucristo para alcanzar su salvación. De estas manifestaciones actuales de Dios al hombre, es interesante descubrir que muchas de ellas han ocurrido en lugares y escenarios similares a los de las teofanías de las Sagrada Escritura, especialmente en montes, valles, y lugares apartados. Medjugorje es, sin duda, el más claro ejemplo de la manifestación del amor de Dios en la actualidad ocurrida en un monte.

El Evangelio de San Lucas nos narra que “María se levantó y fue apresuradamente a la región montañosa” (Lc 1,39) a visitar a su prima Isabel, llevando ya en su vientre la presencia viva del Mesías. El nombre de “Medjugorje” en idioma croata significa “entre los montes.” No es de extrañarse, pues, que esta sencilla parroquia rural de Bosnia-Herzegovina, rodeada de montes, haya sido escogida como el escenario de la más extraordinaria manifestación divina de nuestro tiempo. El mensaje de Medjugorje no solamente ofrece un sencillo y profundo camino para una vivencia seria y comprometida de la fe cristiana, sino que el mismo entorno en donde se han desarrollado estos acontecimientos contiene un rico simbolismo profundamente arraigado en la historia de la Revelación de Dios al hombre contenida en la Sagrada Escritura. Al mirar detenidamente los acontecimientos y el lugar donde ha ocurrido esta manifestación de Dios a través de la Virgen María, no podemos evitar mirar claras similitudes entre esta especial mariofanía y las teofanías tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, resaltando en todas estas los montes como lugares privilegiados de encuentro entre Dios y el hombre.

Las apariciones de Nuestra Señora comenzaron el 24 de Junio de 1981 en este pequeño pueblo de la antigua Yugoslavia. El escenario escogido por el Cielo fue precisamente un monte, llamado Podbrdo, que se localiza en las afueras de la aldea de Bijakovici, perteneciente a Medjugorje. En este monte rocoso y difícil de subir, la Santísima Virgen María descendió aquel primer día con el Nino Jesús en brazos, mostrándolo desde lo alto a los jóvenes videntes que estaban abajo, haciéndoles señas con sus manos de que subieran para encontrase con ella. Con este gesto, la Reina de la Paz mostró que a quien realidad deseaba mostrar no era a ella, sino a Dios mismo, pero para que ese encuentro ocurriera, se debía subir el monte, tal como Moisés, Elías, y los antiguos profetas debían hacerlo en tiempos bíblicos. Así sucedió, y en aquellos primeros días, los seis videntes y la gente del pueblo debía subir el Podbrdo para encontrarse con la Madre de Dios, quien había venido a llamar a toda la humanidad a la conversión.

Ya desde el tercer día de las apariciones, el 26 de Junio de 1981, con el primer mensaje se hizo evidente el carácter profético de la venida de la Virgen a Medjugorje. Ella venia en nombre de Dios para hablar y dirigirse no solo a los videntes y aldeanos locales, sino al mundo entero. Tal como Elías en el Monte Carmelo (1 Re 18, 16-46) hizo relucir a Yahveh como verdadero Dios ante los sacerdotes del dios Baal, y así se terminaron las consecuencias de la idolatría de Israel, la Santísima Virgen María en el Monte Podbrdo hizo su primer llamado a la paz y reconciliación “entre Dios y los hombres y entre los hombres” con lágrimas en los ojos. Muchos interpretarían esto como un aviso de la sangrienta Guerra de los Balcanes que estalló en Yugoslavia exactamente 10 años después. Sin embargo, la dimensión profética del mensaje de la Virgen contenía aún más profundidad. Tal como los antiguos profetas que llamaban a Israel a abandonar la idolatría y renovar su fidelidad a la alianza con Dios, la misión de la Reina de los Profetas en Medjugorje consistía en llamar a la renovación de la alianza con el verdadero Dios, sellada en Jesucristo, y rota con el pecado. Esto solo sería posible a través de la conversión, abandonando el pecado actual y volviendo, en amor y obediencia, a los Mandamientos de Dios, quien no solamente había sido expulsado y perseguido en la Yugoslavia comunista, sino en todo el mundo con los ídolos modernos propuestos por la secularización y el modernismo. Lo que se convertiría en el mensaje central de Medjugorje es la llamada de volver a Dios para obtener paz, no solo en el mundo, sino principalmente en cada corazón, pues un corazón que conoce, ama, y se deja transformar por el amor de Dios, es capaz de transmitir con su vida a los demás ese “Shalom” (paz en hebreo), plenitud del hombre hallada solo en Dios. María, pues, desarrolla su papel profético en el Podbrdo, tal como Elías y los profetas en los montes o Juan el Bautista en el desierto, afirmando al quinto y sexto día de las apariciones: “Que la gente crea y persevere en la fe. Hay un solo Dios y una sola fe, créanlo con todas sus fuerzas.”

La renovación espiritual y la conversión a la que la Madre de Dios invita solo pueden realizarse en comunión con la Iglesia, “fiel dispensadora de los misterios de Dios.”[1] La gracia santificante, necesaria para nuestra salvación, es obtenida únicamente en los sacramentos instituidos por Cristo y confiados a su Iglesia, “por los cuales nos es dispensada la vida divina.”[2] María no desea aislarnos de la Iglesia, sino llevarnos a una comunión más profunda con ella, pues es en el seno de la Iglesia donde se da el ansiado encuentro entre Cristo y el hombre, principalmente en la Eucaristía. A diferencia de apariciones anteriores, en las que la Santísima Virgen pidió que se construyeran capillas en el lugar donde se había aparecido, las apariciones en Medjugorje fueron llevadas desde su octavo día [continuando así hasta mediados de los años 90’s] a la Parroquia de Santiago Apóstol debido a la persecución del gobierno comunista, y por la iniciativa del Padre Jozo Zovko (párroco en ese entonces) de ayudar a los parroquianos y peregrinos en volverse participantes en lugar de simples espectadores de los acontecimientos, nutriéndose espiritualmente de la oración comunitaria y de los sacramentos. Así dio inicio el programa vespertino de la Parroquia de Medjugorje, que consiste principalmente en el rezo del Rosario, la Santa Misa, y la Adoración Eucarística, y que continúa hasta nuestros días. Durante el tiempo que las apariciones ocurrieron en la parroquia, la presencia especial de la Virgen en ellas, que ocurrían durante el Rosario antes de la Misa, se convirtió en una preparación para el encuentro con Cristo en la Eucaristía. Incluso, a través de los videntes, ella invitaba a la gente a prepararse adecuadamente con oración para la Misa, y de escoger la Misa antes que una aparición, pues es en la Misa donde “mi Hijo se hace presente.” Es claro, pues, como la mano de la Providencia fue guiando estos hechos, logrando que la presencia de la Virgen fuera un impulso para lograr un encuentro vivo, profundo, y real con Jesucristo, siempre en comunión con la Iglesia. María, con su presencia maternal, guía a los peregrinos hacia un encuentro personal con Dios, preparando su corazón con el rezo del Rosario al subir al Monte Podbrdo o el Vía Crucis en el Monte Krizevac, y concluyendo en el silencio interior al llegar a la cima. Más tarde, este encuentro personal logrado en los Montes alcanza su máxima plenitud en la purificación de los pecados en el sacramento de la Confesión, y finalmente en la Santa Misa, “fuente y culmen de toda la vida cristiana.”[3]Como lo haría en Cana de Galilea, la Santísima Virgen prepara nuevamente el vino para “la cena de las Bodas del Cordero” (Ap 19,9), conduciendo a los invitados al gran banquete de la vida divina e indicando constantemente con su presencia y mensajes: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5).

Los acontecimientos de Medjugorje, iniciados hace 39 años en el Monte Podbrdo y llevados a su plenitud en la Parroquia de Santiago Apóstol, nos ofrecen nuevamente una enseñanza del deseo ardiente de Dios por salvar a los hombres, y de encontrarse con ellos siempre y de nuevo en su corazón. Nos recuerda sobre el propio camino de la santificación, pues después de haber emprendido su difícil ascenso, la recompensa será el encuentro íntimo con el Amado que espera en la cima.  En Medjugorje, lugar privilegiado del encuentro entre Dios y el hombre, parece reflejarse lo que nos dice el profeta Miqueas en el Antiguo Testamento: “Vendrán muchas naciones y dirán: Venid y subamos al monte del SEÑOR, a la casa del Dios de Jacob, para que Él nos instruya en sus caminos, y nosotros andemos en sus sendas” (Miq 4,2). Igualmente lo anunciado por el profeta Isaías y reflejado hoy en María, Reina de la Paz: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del que trae buenas nuevas, del que anuncia la paz, del que trae las buenas nuevas de gozo, del que anuncia la salvación y dice a Sión: «Tu Dios reina»!” (Is 52,7).

[1] Catecismo de la Iglesia Católica, no. 1117.

[2] CIC, no. 1131.

[3] Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, no. 11.

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