La Anunciación en el Jubileo
«Tened confianza como yo la tuve, cuando me dijeron que iba a traer la Bendición prometida…»
Mensaje, 2 de marzo de 2014
“Queridos hijos, vengo a vosotros como Madre y deseo que en mí, como Madre, encontréis refugio, consuelo y descanso. Por lo tanto, hijos míos, apóstoles de mi amor, orad. Orad con humilde devoción, con obediencia y con plena confianza en el Padre Celestial. Tened confianza como yo la tuve, cuando me dijeron que iba a traer la Bendición prometida. Que de vuestro corazón a vuestros labios llegue siempre un: “¡Hágase Tu voluntad!” Por lo tanto, tened confianza y orad, para que pueda interceder por vosotros ante el Señor, a fin de que Él os dé la bendición celestial y os llene del Espíritu Santo. Entonces podréis ayudar a todos aquellos que no conocen al Señor; vosotros, apóstoles de mi amor, los ayudaréis a que con plena confianza puedan llamarlo “Padre”. Orad por vuestros pastores y confiad en sus manos benditas. ¡Os doy las gracias!”
Celebramos en este Año de Jubileo, el día de la Anunciación del Señor, el instante determinante en la historia, en que la eternidad interviene en la vida de la humanidad, para recapitular todas las cosas bajo en trono de amor y misericordia del Verbo Encarnado, Hijo de María Santísima, nuestra Reina y Madre.
«El tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que la pedagogía divina de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión y la penitencia, principio y camino de su rehabilitación y condición para recuperar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única en la que pueden resolverse las aspiraciones más profundas del corazón humano.» (Incarnationis mysterium)
“Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no era por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librado si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida…”
Aún el sermón de San Bernardo Abad resuena en el corazón de la Iglesia con la fuerza de la alegría que solo del cielo puede venir, y al cielo nos hace mirar. Lejos de la mirada del mundo, fue un acto singular de Dios, una poderosa intervención en la historia con resonancia eterna.
El prodigio de la Encarnación continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia a las ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su amor a nosotros, de su deseo de estar unido a nosotros. Aquí el Hijo eterno de Dios se hizo hombre, permitiéndonos a nosotros, sus hermanos y hermanas, compartir su filiación divina.
Este misterio es el centro de nuestra fe, el sentido de la existencia humana y el fundamento de la vida y misión de la Iglesia. Al celebrar la Encarnación, fijamos nuestra mirada en el misterio de la Trinidad.
«Jesús de Nazaret, revelador del Padre, ha llevado a cumplimiento el deseo escondido en el corazón de cada hombre de conocer a Dios. Lo que la creación conservaba impreso en sí misma como sello de la mano creadora de Dios y lo que los antiguos Profetas habían anunciado como promesa, alcanza su manifestación definitiva en la revelación de Jesucristo.» (Incarnationis mysterium)
Parece que reconocemos el esplendor de toda la creación, de la historia y plan de salvación, cuando Dios Padre exclama del Verbo Encarnado, tanto en el Bautismo del Señor como en la Transfiguración “Este es mi Hijo, mi predilecto», «Este es mi Hijo en quien me complazco”…
La afirmación de que Jesús, el Mesías, es el Hijo eterno del Padre es la razón por la que los santos ángeles alabaron la gloria de Dios y los pastores se regocijaron ante el nacimiento del Salvador, los magos adoraron al Rey de reyes, el anciano Simeón y la profetiza Ana agradecieron ver la luz que alumbra a las naciones, tal como lo habían manifestado Santa Isabel y Zacarías, reconociendo la misión de su hijo y profeta San Juan Bautista de preparar el camino del Señor.
El Hijo eterno de Dios se hizo hombre, permitiéndonos a nosotros, sus hermanos y hermanas, compartir su filiación divina. Ese movimiento de abajamiento de un amor que se vació a sí mismo, hizo posible el movimiento inverso de exaltación, en el cual también nosotros fuimos elevados para compartir la misma vida de Dios (cf. Flp 2, 6-11).
«En efecto, es por medio él, Verbo e imagen del Padre, que «todo se hizo» (Jn 1,3; cf. Col 1,15). Su encarnación, culminada en el misterio pascual y en el don del Espíritu, es el eje del tiempo, la hora misteriosa en la cual el Reino de Dios se ha hecho cercano (cf. Mc 1,15), más aún, ha puesto sus raíces, como una semilla destinada a convertirse en un gran árbol (cf. Mc 4,30-32), en nuestra historia.» (NOVO MILLENNIO INEUNTE 5)
Jesús, el Verbo hecho carne, es el Dios-con-nosotros, que vino para habitar entre nosotros y a compartir nuestra misma condición humana en todo menos en el pecado. San Juan lo anuncia solemnemente: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La expresión «se hizo carne» apunta a la realidad humana más concreta y tangible. En Cristo, Dios ha venido realmente al mundo, ha entrado en nuestra historia, ha puesto su morada entre nosotros, cumpliéndose así la íntima aspiración del ser humano de que el mundo sea realmente un hogar para el hombre. El misterio de la encarnación, en el que Dios se hace cercano a nosotros, nos muestra también la dignidad incomparable de toda vida humana.
Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como el apóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir, a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente: ¡«Señor mío y Dios mío»! (Jn 20,28).(NOVO MILLENNIO INEUNTE 21)
«Celebramos hoy la admirable concepción de Jesús por la Virgen. Celebramos el comienzo de nuestra redención y anunciamos el designio de Dios, formado de bondad y poder… ¿Existe una obra más grande de poder que la de hacer concebir a la Virgen, en contra de las leyes de la naturaleza? ¿Y, después de haber tomado nuestra carne, devolver una naturaleza mortal a la gloria de la inmortalidad, pasando por la muerte? Por eso el apóstol dijo: “La debilidad de Dios es más fuerte que el hombre…» (San Ivo de Chartres, Sermón 15)
La Madre de Cristo, está llamada a acoger en sí el misterio de Dios que viene a habitar en ella. María no se detiene en una primera comprensión superficial, sino que sabe mirar en profundidad aquella comprensión que sólo la fe puede proporcionar. Con su profunda humildad es filialmente obediente en la fe, acogiendo incluso aquello que no comprende de la acción de Dios, dejando que sea Dios quien abra su mente y su corazón.
«¡Qué sorprendente maravilla en los cielos: una mujer revestida de sol (Ap 12,1), llevando la luz en sus brazos… Qué asombrosa maravilla en los cielos: el Señor de los ángeles hecho hijo de la Virgen. Los ángeles acusaban a Eva; ahora llenan de gloria a María porque ella ha levantado a Eva de su caída y hace entrar en los cielos a Adán echado fuera del Paraíso…
“Es inmensa la gracia concedida a esta Virgen santa. Por eso Gabriel, le dirige primeramente este saludo: «Alégrate, llena de gracia», resplandeciente como el cielo. «Alégrate, llena de gracia», Virgen adornada con toda clase de virtudes… «Alégrate, llena de gracia», tú sacias a los sedientos con la dulzura de la fuente eterna. Alégrate, santa Madre inmaculada; tú has engendrado a Cristo que te precede. Alégrate, púrpura real; tú has revestido al rey de cielo y tierra. Alégrate, libro sellado; tú has dado al mundo poder leer al Verbo, el Hijo del Padre.» (San Epifanio de Salamina, Homilía V)
“Entonces podréis ayudar a todos aquellos que no conocen al Señor; vosotros, apóstoles de mi amor, los ayudaréis a que con plena confianza puedan llamarlo “Padre”.” (Mensaje, 2 de marzo de 2014)
Reflexionaba el Padre Slavko: «María nos invita a que seamos sus apóstoles. Uno no puede esconder el amor porque el amor guía nuestras vidas, en el comportamiento más que con las palabras, los demás podrán reconocer el amor, porque si decimos cosas lindas pero actuamos de forma diferente, no seremos creíbles. Prestemos más atención, ahora y durante lo que queda del año, adónde buscamos nuestra paz y nuestra felicidad. Deberíamos pedir a Dios y a Su Luz que nos muestren qué cosas y lugares debemos dejar y lugares y cosas buenas elegir para encontrar la paz y la felicidad. Quizás también podemos unir esta intención a este Año del Jubileo, en donde la Iglesia nos invita a viajar a lugares santos y a los lugares donde se nos promete la indulgencia plenaria. Este es un tiempo de gracia, tal como permanentemente nos lo recuerda María, y no debemos evitar esta gracia que Dios, en Su bondad y en Su amor, nos da de regalo…» (Padre Slavko Barbaric, Marzo 28, 2000)
Que esta fiesta de la Anunciación nos renueve en nuestra respuesta al llamado de la Reina de la Paz y la gracia del Jubileo nos impulse con la fuerza del cielo en nuestro compromiso con los planes de María Santísima y su escuela de santidad.
Atte. en el Corazón Sacerdotal del Divino Niño Jesús y el Inmaculado Corazón de María Reina de la Paz.
Padre Patricio Romero